Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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— Habíame de ti… — pidió como si de ese modo consiguiera tranquilizar su pulso—. Cuéntame cosas que me sirvan para captar cómo eres, porque un cuadro no debe ser únicamente la reproducción de unos rasgos. Tiene que «contar» algo de esa persona… — Alzó la vista hacia ella—. ¿Comprendes lo que quiero decir…? — Ella asintió en silencio—. Habíame entonces… — aсadió—. Aún no he oído tu voz.

— El día en que nací comenzó a llover, y nadie había visto nunca llover tanto soDre Lanzarote… — El tono de Yaiza era suave, bajo, distante, como si se estuviera refiriendo a otra persona que nada tenía que ver con ella y se limitara a narrar unos hechos que no le afectaban—. Siendo muy pequeсa alguien aseguró que «aplacaba a las bestias, atraía a los peces, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos…», y cuando tuve uso de razón, descubrí que había algo más: «Atraía la desgracia»… Primero fue la plaga de langosta; luego riсas entre los muchachos del pueblo; más tarde el hundimiento del «Timanfaya», la separación de Adela y Bruno porque él me perseguía y a ella se la comían los celos, y por último las muertes… — observó con fijeza a Mario Zambrano, que no había sabido trazar aún una sola línea, limitándose a escucharla—. Si yo no hubiera nacido, mi padre aún estaría vivo y muchos otros también… — Lanzó un hondo suspiro y resultaba evidente que no deseaba hablar más sobre el tema—. Eso es todo… — concluyó—. Y no me gustaría que su cuadro lo reflejase.

— ¿Por qué?

— Porque sólo me pertenece a mí… Y por muy caro que pueda vender su cuadro, nadie tiene derecho a colgar de una pared mis sentimientos… Mi padre está muerto, mi madre persiguiendo cucarachas en su cocina, y mis hermanos deslomándose por reparar un barco que no es suyo… Todo por mi culpa… ¿Cree que me agrada la idea de que alguien que no me conoce pueda descubrirlo a través de una pintura…?

— No… — admitió Mario Zambrano—. Supongo que no…

— En ese caso le agradecería que tan sólo pintara lo que está a la vista… No le importa, ¿verdad?

¿Qué podía responderle cuando acababa de caer en la cuenta de que la maldita trampa de la que siempre había conseguido escabullirse se cerraba en torno a él y no existía fuerza alguna que pudiera librarle…?

Mario Zambrano había presentido, o más bien abrigaba ya la absoluta certeza, que — tal como ella aseguraba— aquella muchacha de los inmensos ojos verdes «le traería desgracia», y él, que había sido un experto en correr ante ella, sabía conocerla al primer golpe de vista, aunque la auténtica desgracia tenía en esta ocasión un aspecto diferente y tangible, pues no era otra cosa que la modelo envuelta en una túnica amarilla. Sentirla tan cerca y al propio tiempo tan lejana, y comprender que aquellos tres metros que les separaban constituían un abismo infranqueable, bastaban para hacerle sentirse incómodo, y ése no era para Mario Zambrano más que el primer paso para considerarse desgraciado.

«¿Cómo será el hombre al que esta muchacha llegue a amar algún día? — se preguntó mientras comenzaba a delinear las torres del fuerte, eludiendo enfrentarse a la figura central que era la que en verdad le preocupaba—. ¿Qué se puede sentir cuando una criatura semejante se te entregue, sus ojos te miren de otro modo, y permita que acaricies su cuerpo…?

Mario Zambrano había conocido a muchas mujeres y no se encontraba en absoluto descontento con su suerte, pues la inmensa mayoría de las que deseó tener se le habían entregado de buen grado. Disfrutó con todas y no sufrió con ninguna, porque su relación se limitó a un intercambio en el que nunca dio más de lo que esperaban de él, ni pidió más de lo que se sentía capaz de ofrecer. En eso, como en todo» Mario Zambrano había sido fiel a su línea de conducta: eludir los conflictos; pero aquella maсana, sentado en la terraza de su agradable casa de la colina y cuando aún no hacía veinticuatro horas que conocía a Yaiza Perdomo, todas las defensas que había ido levantando en torno a su egoísta sentido de la felicidad se derrumbaban, aun a pesar de que presentía que aquella fascinante criatura jamás le miraría más que como a un amable seсor que se esforzaba por pintarla.

— ¿Cuántos aсos tienes…?

— Dieciséis.

— ¿Dejaste algún novio en Lanzarote…?

Se arrepintió de haber hecho tan estúpida pregunta, y la larga mirada de la muchacha le hizo sentirse infantil y ridículo:

— Perdona… — rogó—. Olvidé que no quieres hablar sobre ti…

— Hábleme de usted…

— ¿De mí…? —Se asombró—. ¿Qué puede interesarte de mí…? —Sonrió—. Supongo que nunca intentarás hacerme un retrato…

— No, desde luego… Pero he visto sus cuadros en el salón… Algunos me gustan… — Hizo una pausa—. ¿De qué lado hizo la guerra?

— Yo no hice la guerra.

Resultaba evidente que la respuesta sorprendió a Yaiza, que le miró con mayor atención:

— Siempre supuse que todos los hombres habían hecho la guerra… ¿Qué edad tiene…?

— Treinta y cinco.

— Pues, si es espaсol, de algún lado tuvo que estar.

— Me fui antes. Odio las guerras…

— Y si hubiese estado allí, ¿de qué lado habría luchado?

— De ninguno.

— Le hubieran obligado.

— Me hubiera negado.

— Pues le habrían fusilado.

— Es posible… — admitió Zambrano—. Es más que posible que los primeros que me cogieran me fusilaran… — Sonrió—. Pero fui más listo que ellos y me largué a tiempo.

Yaiza guardó silencio, inmersa en sus cavilaciones, como si hubiera algo que la desconcertara y diera vueltas en su cabeza sin encajar de un modo correcto.

— ¿Sabe una cosa…? — inquirió al fin—. Cuando le vi en el hospital tuve la sensación de que había estado en la guerra… Por eso me sorprende que no participara en ella… No suelo equivocarme en esas cosas…

— Pues ya ves que en esta ocasión te has equivocado…

Ella no respondió, pero al sumergirse de nuevo en el silencio, hubiera podido asegurarse que lo hacía sin estar en absoluto convencida de su error.

O quizá meditaba sobre el hecho de que tal vez al cruzar el Océano y encontrarse tan lejos de la isla que le daba la fuerza, e!j «DON» que había heredado de alguna bisabuela lanzaroteсa comenzaba a perder efectividad.

Al fin y al cabo, perder el «DON» era algo con lo que había soсado desde niсa.

Damián Centeno pasó dos días con una preciosa puertorriqueсa, hija de chino y mulata, que admitió que pese a no llevar más que seis meses en el prostíbulo, empezaba a estar harta de pasar de mano en mano a un ritmo de doce «servicios» diarios.

Muсeca Chang se diferenciaba del resto de las prostitutas que el ex legionario había conocido, no sólo por sus extraсos rasgos físicos y la maravillosa tersura de su piel oscura y brillante, sino, en especial, por el hecho de que no contaba ninguna historia de engaсos y tristezas, sino que admitía honradamente que se había dedicado a aquel oficio porque desde que tenía catorce aсos había anhelado experimentar el «gran orgasmo», aunque ello la obligase a acostarse con un infinito número de nombres absolutamente desconocidos.

Además, Muсeca hablaba perfectamente inglés, francés, alemán, espaсol y chino, lo que maravilló a Damián Centeno.

— Si vienes a Barbados y me sirves de intérprete te pagaré el doble de lo que ganas aquí —le propuso la segunda noche que pasaron juntos.

— ¿Qué tienes que hacer en Barbados…?

— Buscar a unos parientes…

— Ayer dijiste que estás solo en el mundo. Que no tienes parientes.

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