Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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Dejó la copa y se alejó despacio entre las mesas, para salir a cubierta y acodarse en la barandilla a contemplar una luna enorme y luminosa que hacía su aparición en el horizonte.

Damián Centeno continuó bebiendo apoyado en la barra, observándola y advirtiendo cómo los hombres, al pasar, no podían por menos de volverse a mirarla, pues no cabía duda de que Muсeca Chang era una mujer profundamente atractiva.

Le gustaba. Le gustaba su cuerpo, pequeсo y pétreo; su piel, de un color aceitunado irrepetible; su rostro, sofisticado, cruel y desconcertante, y su personalidad, rufianesca, desgarrada, y casi demoníaca.

Cuando esa misma noche el primer oficial, un holandés rubicundo y empalagoso se desvivió en atenciones con ella y se pasó la mayor parte de la cena comiéndosela con los ojos y haciendo comentarios en alemán para que su supuesto marido no consiguiera captar su significado, Damián Centeno se preguntó qué cara pondría si le confesara que veinticuatro horas antes podría haberle conseguido por un puсado de francos en uno de los más concurridos burdeles de Fort-de-France, y probablemente dentro de una semana volvería a estar en el mismo burdel cobrando los mismos francos. Pero le resultó hasta cierto punto divertido interpretar al menos por una vez en su vida el papel de marido complaciente, e incluso en la fiesta que siguió a la cena permitió que bailaran muy juntos.

Una hora después se llevó a Muсeca a dar un largo paseo por cubierta, y no le costó mucho trabajo adivinar que desde el puente de mando el excitado oficial les espiaba con ayuda de unos prismáticos.

— Es una lástima que una mujer como tú se desperdicie en un prostíbulo… — comentó mientras contemplaban el mar desde la punta misma de la proa—. Podrías llegar muy lejos…

— Llegué muy lejos… — le hizo notar ella con naturalidad—. Y era allí donde me sentía desperdiciada… — Se apretó contra él, que se excitó de inmediato ante la presencia de aquel cuerpo prodigiosamente provocador—. Pero no quiero hablar más de ese tema. Maсana vamos a desembarcar en una de las islas más bellas del mundo, y a hospedarnos en uno de los hoteles más encantadores que conozco… Lo único que quiero es disfrutar de eso… Y de ti.

Damián Centeno no pudo por menos que estar de acuerdo con Muсeca en el hecho de que el hotel de Barbados era uno de los lugares más hermosos y seсoriales que hubiera conocido, alzado frente a una hermosa playa de arena coralina, aguas transparentes y altas palmeras, pero impregnado al propio tiempo de un claro estilo Victoriano que reflejaba a la perfección el concepto que tenía la aristocracia inglesa de lo que significaba adaptarse a la vida en los trópicos.

La penumbra de los salones, los uniformes de los criados, o el respetuoso murmullo de las charlas en el inmenso comedor, contrastaban con la luminosidad del cielo, la chillona vestimenta de los nativos, o el estruendo de sus risas y sus bailes.

Y se diría que allí, en aquel pedazo de Inglaterra trasplantado a un rincón del Caribe, era donde Muсeca Chang se encontraba más en su ambiente y a nadie podía caberle duda de que en cierta época, no muy lejana de su vida, debió de comportarse como una auténtica «lady».

Al día siguiente bajaron a Bridgetown, donde un hierático funcionario muy inglés les comunicó que sentía enormemente no poder ofrecerles ninguna clase de información sobre un velero espaсol llamado «Isla de Lobos», pero que con muchísimo gusto y cumpliendo con su deber realizaría una encuesta a todo lo largo y lo ancho de las posesiones británicas en el Caribe por si en alguna de las islas había recalado el citado navío.

Emplearon el resto de la maсana en visitar la ruidosa ciudad en la que nubes de chiquillos negros como el carbón se empeсaban en venderles toda clase de recuerdos, y por la tarde recorrieron la paradisíaca isla, deteniéndose a hacer el amor en una escondida playa de Sotavento. Luego, regresaron al hotel, y Damián Centeno se dispuso a disfrutar de las primeras vacaciones de hombre rico que se le ofrecían en casi cincuenta aсos de existencia.

Cuando, al acabar la cena, salió a aspirar el fresco de la noche con una enorme copa de coсac en una mano y un grueso habano en la otra, se prometió a sí mismo que si para continuar viviendo de aquel modo necesitaba buscar a los Perdomo «Maradentro» y matarlos, no una, sino mil veces, valía la pena buscarlos y despellejarlos uno tras otro.

Luego, y antes de retirarse a su espléndido dormitorio a hacer de nuevo el amor con Muсeca Chang, le pidió al impertérrito conserje que enviara un telegrama a la oficina portuaria de Fort-de-France, en Martinica, rogando que si tenían alguna noticia del «Isla de Lobos» se lo comunicaran al hotel.

Ni en sus más locos sueсos hubiera podido imaginar que veinticuatro horas más tarde llegaría una respuesta.

— Anoche vino a verme don Matías.

Aurelia se detuvo en su tarea de restregar con un grueso cepillo de cerdas el mugriento suelo de la cocina, y alzó el rostro hacia su hija que planchaba unos viejos pantalones que Mario Zambrano había regalado a Asdrúbal.

— ¿Qué te dijo…?

— Nada… No dijo nada. Se limitó a quedarse muy quieto a los pies de la cama, mirándome con esa fijeza con que miran los muertos.

— ¿Estás segura de que está muerto…? ¿No podría ser simplemente un sueсo?

— Yo estaba despierta… Comenzaba a clarear y diste dos vueltas en la cama como si también le vieras…

— No vi nada… Ni soсé nada.

— Pero yo sí lo vi. Estaba muerto, pero no se murió solo. Alguien lo mató.

— ¿Quién?

La muchacha se encogió de hombros, mientras volvía su atención a la plancha.

— No lo sé… Ya te he dicho que lo único que hizo fue mirarme.

— ¿Pudo ser Damián Centeno?

— No tengo ni idea…

Su madre tomó asiento en una silla como si de pronto hubiera perdido todo interés por adecentar aquel suelo de imposibles losetas rojizas, y se pasó el dorso de la mano por la frente con el cepillo aún empuсado.

— Pudo ser el propio Damián Centeno… O Rogelia y el borracho de su marido… ¿Seguro que está muerto?

— Seguro.

— ¡Dios bendito…! Está mal que lo diga, pero tenían que haberlo matado tres meses antes… Tu pobre padre aún seguiría con nosotros y no hubiéramos tenido que irnos de casa… — Hizo una pausa—. Si don Matías ha muerto podremos volver cuando las cosas se calmen.

— No. No podemos.

— ¿Por qué?

— No lo sé; pero no podemos… — Dejó los pantalones en el respaldo de una silla y tomó asiento en el alféizar de la ventana. A veces miraba a su madre, pero a veces hablaba mirando al mar—. Yo nunca había visto antes a don Matías… — dijo—. No sé qué aspecto tiene, pero sé que el hombre que vino a verme anoche era él.

Y no era un muerto tranquilo… Los muertos tienen un aspecto «definitivo». Como si supieran que todo ha acabado, aunque la mayoría de las veces no tienen idea de por qué ha acabado ni lo que eso significa… Aunque pregunten cosas nunca esperan nada; ni siquiera respuestas… Pero tuve la impresión de que don Matías Quintero estaba allí, a los pies de mi cama, esperando algo…

Aurelia Perdomo se encaminó al fregadero, dejó a un lado el cepillo y comenzó a lavarse las manos. De espaldas comentó con voz amarga:

— ¿Cuándo perderás esa maldita costumbre de atraer a los muertos…? Ya has vuelto a inquietarme… ¿Es que no basta con todo lo ocurrido incluida la muerte de tu padre…? ¿Es que aún hay más…? — Su tono subió y se hizo casi violento—. ¿Qué más…?

Yaiza miraba la lejanía.

— Si lo prefieres no vuelvo a contártelo…

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