Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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— ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué terrible…! Saint-Pierre era entonces capital de Martinica: una ciudad hermosa, con grandes avenidas, palacios, hoteles, teatros y un precioso muelle en el que recalaban navíos llegados de todos los rincones del mundo… Era un lugar muy lindo, seсor, donde incluso hasta los negros vivíamos a gusto cuando los blancos nos lo permitían… — Agitó la cabeza incrédulo—. Pero aquella mujer odió a la ciudad que tan cruel y despiadada se mostraba con ella, y usted debe saber, seсor, lo que significa el odio de una mujer cuando llega al extremo de la desesperación… — Chasqueó la lengua—. ¡Y llamó a «Elegbá»! ¡Elegbá, Elegbá! —gritó—. Yo te conjuro con todos mis poderes para que maldigas a esta ciudad sin corazón que quiere arrebatarme lo que amo y se burla de mí…

Bebió esta vez con más ansia, porque se diría que a medida que su relato iba ganando en intensidad él mismo se excitaba.

— ¡Y la diosa Elegbá la escuchó, seсor…! No me pregunte por qué, pero desde lo más profundo de las selvas dahomeyanas, Elegbá oyó la voz de aquella hermosa negra cuyos antepasados habían llegado siglos atrás desde esas mismas selvas y respondió… Y la montaсa dormida, la montaсa pelada, el Montpelé rugió, advirtiendo a los blancos y a los negros lo que podía sucederles si continuaban haciendo daсo y ofendiendo a una sierva de Elegbá…

El viejo agitó la cabeza nuevamente y su mirada se clavó ahora en la inmensidad del mar que se abría ante él, y sobre el que únicamente destacaban las diminutas piraguas de algunos pescadores.

— ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué terrible…! Nadie quiso escuchar aquel aviso, y cuando la negra amenazó con ir más lejos y pedirle a la montaсa que realmente mostrara su poder, los blancos la arrojaron del Palacio de Justicia y los negros, hombres y mujeres, la persiguieron por las calles, apedreándola y prometiendo colgarla del mismo cadalso que a su amante si regresaba a la ciudad.

— Era el ocho de mayo. El ocho de mayo de mil novecientos dos, seсor… Un día que seguirá maldito hasta el fin de los siglos. — Hizo una nueva pausa—. Mi amo me había enviado a Fort-de-France a entregar los caballos que había vendido a un plantador, y yo regresaba a casa, contento por haber hecho bien mi trabajo, aunque intranquilo por los rugidos de aquella montaсa aterradora, el continuo estremecerse de la tierra, y el insoportable olor a azufre que flotaba en el aire.

Ahora el anciano del millón de arrugas apuró su vaso y lo colocó boca abajo sobre la mesa, como si quisiera indicar que tanto sus ansias de beber como su relato concluían:

— Al coronar la cima, allí, en aquella cresta del fondo, detrás del picacho gris, me detuve un instante a observar la montaсa que no cesaba de gruсir, y de pronto, seсor, y lo juro por mis hijos que murieron aquel día, vi cómo la falda del Montpelé se abría como si le hubiera nacido una boca inmensa roja y redonda, y de esa boca surgió una lengua de fuego; una larga llamarada que fue como flotando por el aire directamente hacia Saint-Pierre, girando y retorciéndose, silenciosa y espeluznante, y tras atravesar de parte a parte la ciudad, llegó al puerto, se tragó a los barcos y se alejó sobre el mar como una inmensa bola que se deslizara inofensivamente para perderse de vista en el horizonte.

— Cuando busqué con la vista, seсor, no había ciudad. Hasta el último edificio se había convertido en un montón de pavesas renegridas que apenas lanzaban al aire leves columnas de humo, y de las treinta mil personas que allí habitaban no quedaban más que algunos restos chamuscados y un insoportable hedor a carne asada.

«La montaсa quedó en silencio, y en ese mismo silencio continúa desde entonces cumplida la venganza de Elegbá. Corrí a Fort-de-France a contar lo que había visto y no quisieron creerme, tomándome por loco o por borracho, pero cuando otros testigos también acudieron y regresamos a la ciudad maldita, ni un ser vivo quedaba…» — Se diría que se le saltaban las lágrimas al recordar aquellos lejanos días—. ¡Ni un ser vivo, Seсor…! Ni un hombre, ni una mujer, ni un niсo… ¡Nadie, excepto aquel odioso negro por el que todo había comenzado, y que por capricho de la diosa Elegbá, o por la protección que le brindó el encontrarse en el fondo de la más profunda e impenetrable de las mazmorras, fue el único que pudo soportar el terrorífico calor de aquella lengua de fuego que yo vi, y que en apenas unos segundos fundió como si fueran de cera las llaves, las cadenas e incluso los gruesos barrotes de las celdas de la cárcel… Así murió, seсor, Saint-Pierre de La Martinica, la más bella ciudad que nunca haya existido…

— ¿Qué fue de la negra…?

— Se volvió loca, seсor… Al igual que su hombre, al que ya habíamos sacado trastornado de su celda… A él le volvió loco el miedo; a ella el horror por el mal que había hecho… Vagaron un tiempo por la isla y una noche se arrojaron juntos a un abismo… ¡Qué terrible, seсor…! ¡Qué espantosa tragedia…!

Recorriendo más tarde cuanto quedaba de lo que debió de ser cincuenta aсos atrás una hermosa ciudad alegre y divertida, y contemplando los muсones renegridos de lo que fueron gruesas columnas o el amasijo en que se habían convertido las cancelas, Damián Centeno admitió que, en efecto, debió de tratarse de la más espantosa tragedia colectiva que vivió la Humanidad hasta el día en que estalló una bomba en Hiroshima.

El era un hombre experto en destrucciones. Había visto tantas ciudades aniquiladas que cuando dejó a sus espaldas un Berlín arrasado e irreconocible, llegó a la conclusión de que ya nada en este mundo podría impresionarle, pero el contemplar aquellas calles que un día, en un instante, en cuestión de segundos habían resultado calcinadas por culpa de la maldición de una negra vengativa, le producía una extraсa angustia, como si de pronto comprendiera que aún no lo había visto todo en este mundo y existían fuerzas que estaban más allá de lo que nunca hubiera deseado conocer.

El sol comenzaba a ocultarse en el mar tiсendo de un rojo fuerte el horizonte del Caribe, y las sombras cubrían la inquietante silueta del Montpelé, amenazando con extenderse muy pronto sobre el esqueleto de la ciudad destruida. No le agradó la idea de pasar la noche en Saint-Pierre, y subió a su coche para regresar sin prisas a Fort-de-France, «El París de las Antillas», donde aún tendría que esperar dos días para continuar su viaje, porque en La Martinica tampoco habían sabido darle noticias del «Isla de Lobos».

— Si viene a vela no llegará nunca… — le aseveró un atildado y ceremonioso oficial de Marina—. Estamos sufriendo unas calmas como no se recuerdan en medio siglo… ¿Cómo se les ocurrió escoger esta época del aсo para la travesía…? Tenían que esperar a diciembre… Perdone que le diga, Monsieur, pero esos parientes suyos deben de estar locos… ¡Únicamente un loco decide hacerse a la mar en estas fechas…!

— No les quedaba otro remedio…

El interés del francés pareció avivarse de improviso:

— ¿Acaso escaparon por motivos políticos…? ¿Fugitivos de la Dictadura…?

— Más bien fugitivos del hambre, Monsieur. Entre otras cosas…

El oficial agitó la cabeza comprensivo:

— ¡Bien…! Le prometo hacer cuanto esté en mi mano… — seсaló—. Consultaré con mis compaсeros de Guadalupe y María Galante por si han recalado allí, pero le repito que con semejantes calmas no debe abrigar demasiadas esperanzas… Tal vez más al Sur; en Barbados o Trinidad… El viernes tiene usted un barco…

Damián Centeno había aprovechado ese tiempo para conocer un poco la isla, y su deambular le había llevado hasta aquel lugar maldito que le había impresionado porque, aunque nunca fue amigo de leyendas y fantasías, el tono con que el viejo negro contaba su historia no le dejó lugar a dudas sobre el hecho de que había sido aсos atrás uno de los escasos testigos que presenciaron cómo la tierra se abrió como si de un gigantesco dragón se tratara, lanzando su aliento de fuego sobre una ciudad que había conocido en propia carne lo que significaba descender a los infiernos.

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