Alberto Vázquez-Figueroa - Océano

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Esta sugestiva novela se enmarca en la tierra árida y fascinante de Lanzarote. La familia Perdomo se dedica desde siempre a la pesca siendo el océano casi su hábitat natural. Pero su rutinaria vida se verá sacudida por su hija Yaiza. Esta hija menor, poseedora de un don sobrenatural para «aplacar las bestias, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», será el causante de una tragedia que cambiará la vida para siempre de la familia.

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La emoción era demasiado intensa para que en un principio pudieran pronunciar una sola palabra. Se limitaron a mirarse y lágrimas de alegría asomaron a sus ojos, porque todos cuantos se mantenían sobre la cubierta del «Isla de Lobos» sabían lo que significaba la presencia de aquella ave.

Si había abandonado su nido al amanecer llevaba algo más de tres horas volando y probablemente no lo había hecho en línea recta:

¿Qué distancia podría haber recorrido en ese tiempo…?

¿Cuánto tardaría en regresar a tierra volando directamente hacia el Oeste…?

— ¿Qué sabes de las «fragatas»…?

Sebastián, que era a quien su padre le había hecho directamente la pregunta, se encogió de hombros:

— ¿Qué quieres que sepa…? — replicó—. Supongo que no todas tienen las mismas costumbres ni vuelan a idénticas distancias… Dependerá de la riqueza del mar que rodee su zona de anidaje… Y de la época del aсo… Cuando emigran pueden recorrer cientos de millas.

— Cuando emigran lo hacen en bandadas y ésta iba sola… — Abel Perdomo estudió la superficie del agua como si tratara de descubrir en ella secretos y seсales que nadie más supiera descifrar, y sacudió la cabeza con un brusco ademán—: Juraría que ya no nos encontramos sobre el abismo y esto empieza a dejar de ser Océano para convertirse nuevamente en mar… — Se volvió a Sebastián—. Por favor, hijo, comprueba nuestra posición… O yo no he navegado nunca, o estamos a menos de sesenta millas de tierra… Y la corriente continúa empujándonos…

Cuando Sebastián concluyó sus cálculos alzó el rostro hacia su padre y sonrió:

— Sigues siendo el mejor… — admitió—. Por debajo de los dieciocho grados Norte, y casi en los sesenta Oeste… Si este Atlas no se equivoca, eso debe de caer por aquí: a unos cien kilómetros de Guadalupe… Eso quiere decir que hemos derivado mucho hacia el Sur en estos días…

— Eso es bueno… — admitió su padre—. Todo lo que sea moverse, es bueno… — Su pregunta iba ahora dirigida a Asdrúbal, que había escuchado en silencio—. ¿Qué opinas…? ¿Aguantará tres días?

— No.

La respuesta fue tajante, pero no pareció sorprender a Abel Perdomo, que sin duda también la conocía, e insistió:

— ¿Cuánto…?

— Será un milagro si maсana por la noche no nos llega el agua a los tobillos… — Hizo una pausa—. Y con un barco tan pesado la deriva será mucho menor. Cada vez avanzaremos menos.

— Entiendo… — Su padre meditó unos instantes y luego seсaló hacia adelante—. Quiero que esta tarde amontonéis sobre los travesaсos de proa todas las velas, colchonetas y ropa seca que tengamos. No nos dejaremos sorprender otra vez, y si divisamos un barco le prendemos fuego. Tal vez lo vean y vengan a buscarnos…

— ¿Y si incendiamos el barco…?

Abel Perdomo sonrió a Yaiza, que era quien había hecho tan absurda pregunta:

— Pequeсa… — replicó—. Para prenderle fuego a este barco harían falta mil litros de gasolina… Está tan empapado como un bizcocho borracho.

Cayó la tarde y llegó la noche, pero aunque permanecieron atentos a cualquier seсal de vida o la más mínima luz que pudiera distinguirse en la distancia, la vigilia colectiva resultó infructuosa y la noche continuó siendo tan oscura, calurosa, vacía y silenciosa como venía siéndolo desde que la travesía comenzara.

Pero el amanecer trajo una nube en el horizonte, allá por el Oeste. No era muy grande, ni muy oscura, pero lo más importante en ella era que permanecía en el mismo punto hora tras hora, lo cual no resultaba extraсo, ya que la calma era absoluta, aunque sí en cierto modo intrigante, pues no resultaba lógico que a mayores alturas tampoco soplara viento suficiente como para desplazar un sencilla nube.

— Tal vez sea tierra.

Nadie hizo comentario alguno, porque tenían ya las gargantas demasiado resecas y los labios excesivamente cuarteados por el sol y la sed. Aurelia había establecido la ración de agua del día en tres dedos del fondo de un cazo, y quedarse muy quietos y en silencio a la sombra del toldo era la única forma de mantenerse con vida, olvidando la tarea de achicar el barco o tan siquiera preguntarse si sería o no tierra firme lo que se ocultaba tras aquella confusa nube del horizonte.

La noche fue larga.

La pasaron despiertos, buscando de nuevo una inexistente luz en la oscuridad, y el día que siguió, dormidos, procurando escapar de los tormentos de la sed. El calor aumentaba por momentos y el sol del trópico amenazaba con taladrar las gruesas lonas y taladrarles igualmente el cráneo para acabar abrasándoles unos cerebros ya resecos por la sed, el calor y la fatiga.

No volvió ese día la «fragata». Ni ella, ni ninguna otra ave, y tan sólo los «dorados», algunos «peces voladores» que saltaron muy lejos y un enorme tiburón, el extremo de cuya aleta sobrepasaba ya la parte más baja de la borda, les hicieron compaсía.

Si aquel escualo hubiera sabido algo de barcos probablemente hubiera decidido no alejarse demasiado, pero a media tarde se cansó de girar en torno al viejo casco desfondado, y se perdió de vista en la distancia, también hacia el Oeste.

No comieron. Ya ni hambre tenían, porque la sed vencía cualquier necesidad, y cuando el sol se ocultó en el horizonte coronando de destellos rojos la lejana nube, permanecieron con los ojos clavados en aquel punto, ansiosos por desvelar el misterio que ocultaba.

— Es tierra… — musitó de nuevo Abel Perdomo—. Estoy seguro de que es tierra…

Ésa noche Yaiza comenzó a delirar, y entre las pesadillas que le asaltaron una le obligó a gritar, pues vio claramente a su abuelo Ezequiel que venía a despedirse, y acudió también «Seсa» Florinda, que no la visitaba desde hacía tres aсos, así como dos muchachos que se habían ahogado en Cabo Juby cuando las terribles tormentas del cuarenta y seis.

Tampoco esa noche cruzó por las proximidades ningún buque, y el «Isla de Lobos» embarcó tanta agua que resultaba imposible mantenerse en pie sobre cubierta.

— Esto se hunde, padre… — susurró Sebastián aproximando mucho la boca a su oído—. Mejor sería que echáramos el bote al agua y Yaiza y mamá durmieran en él… Lo sujetaremos a popa con un cabo que en el último momento podríamos cortar.

— Tu madre no querría… — replicó Abel Perdomo convencido—. La conozco bien y sé que no querría.

— ¡Pero tenemos que salvarlas…!

— Lo sé, hijo… — replicó palmeándole la pierna en un intento de tranquilizarle—. Pero no te preocupes. Este barco no se irá al fondo esta noche… Aún es capaz de aguantar unas horas…

— Tengo miedo.

— Yo también, hijo… Yo también…

Ningún amanecer se hizo nunca esperar tanto; jamás el sol se mostró tan remiso a salir de su cueva, y tampoco el alba descorrió tan despacio los velos de la noche, como si temiera iluminar aquel paisaje muerto, de mar siempre dormido, de aire siempre quieto y horizontes siempre planos, en cuyo centro destacaba, como el capricho de un loco pintor futurista, la ruina de una vieja goleta recostada sobre su banda de estribor.

O quizá lo que temía era tener que iluminar a aquellos cinco seres, a los que la nueva luz vendría a confirmar que concluían al fin sus esperanzas.

El sol acabó por nacer, barrió velozmente con sus primeros rayos la quietud de las aguas; golpeó los rostros anhelantes, y descubrió que, en efecto, allí, bajo la nube, se encontraba la tierra.

¡Pero tan lejos…!

Tan lejos como el día en que zarparon de Playa Blanca a bordo de un barco aún vivo al que empujaba un viento amigo; tan lejos como había estado siempre América hasta aquella malhadada noche de San Juan; tan lejos como podría encontrarse Lanzarote en ese instante.

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