Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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El Juicio Final había llegado antes de tiempo.

A las doce menos diez de la mañana del 7 de julio de 1692, tres violentísimas sacudidas estremecieron la isla de Jamaica de punta a punta, aunque la parte que más sufrió sus efectos fue aquella que más la había disfrutado, por lo que, en menos de dos minutos, Port-Royal se convirtió en un gigantesco cementerio en el que los viejos cadáveres surgieron de sus tumbas para secarse al sol, mientras que aquellos que hasta momentos antes respiraban quedaron sepultados aún acostados sobre sus lujosos lechos.

En la bahía, docenas de hombres pugnaban por aferrarse a algo sobre lo que mantenerse a flote, pero la mayoría se fueron al fondo con sus naves, o acabaron estrellados contra las rocas por olas tan gigantescas, que el enorme Botafumeiro se convirtió en astillas al golpear contra un farallón a más de media milla tierra adentro.

El ex delegado de la Casa de Contratación de Sevilla luchó con denuedo por mantenerse a flote, pero un grueso tablón surgió como una pesada flecha arrojada por el arco del dios del mar, para destrozarle el cráneo esparciendo sus sesos en todas direcciones.

Cuando al fin la paz volvió a reinar sobre el cielo de Jamaica, de la espléndida y pecaminosa Port-Royal no quedaba ya más que un amargo recuerdo.

La destrucción que un día arrasara las ciudades malditas de Sodoma y Gomorra volvía a repetirse, como una maldición, miles de años después.

A media tarde, Miguel y Celeste Heredia consiguieron abrirse paso entre amplias grietas, enormes rocas y árboles caídos hasta alcanzar penosamente las lindes de la bahía cuya lengua de arena ocupara hasta pocas horas antes Port-Royal, y la muchacha no pudo por menos que hincarse de rodillas dejando escapar un ahogado lamento, incapaz de resistir el impacto del terrible espectáculo que aparecía ante su vista.

Las aguas, ya tranquilas, no eran más que una infinita extensión de restos de naufragios y mutilados cadáveres entre los que pululaban docenas de tiburones que habían acudido desde mar abierto al olor de la sangre, y a los que se diría hastiados ya de tan generoso festín, negándose a acabar por sí solos con la infinidad de restos humanos que había dejado tras de sí el terrible seísmo.

De la alegre y hermosa ciudad tampoco quedaba ya más que un confuso recuerdo en forma de astillas, hogueras humeantes y piedras dispersas, y al igual que los tiburones, buitres y zamuros se habían sumado al banquete llegando desde los más remotos rincones de la isla.

Los escasos supervivientes, algunos tan maltrechos que tan sólo parecían desear que la muerte les alcanzara a su vez del modo más rápido posible, permanecían como alelados pese a las horas transcurridas, y la mayor parte de cuantos, como los Heredia, habían corrido en su auxilio, se esforzaban por sacar de sus tumbas a quienes aún se lamentaban bajo los escombros.

Las tres violentísimas y rápidas sacudidas no habían provocado el hundimiento de los edificios tal como acostumbraba a ocurrir en la mayor parte de los terremotos, sino que habían abierto una gigantesca grieta a todo lo largo de la calle principal, grieta en la que se habían precipitado la mayor parte de las frágiles construcciones de madera, para cerrarse de inmediato sobre ellas como si en verdad las hubiese engullido en un instante.

Debido a ello, y a que la mayoría de las dotaciones de los barcos de la bahía dormían en ese instante, se puede atribuir el hecho de que no quedara con vida quien estuviera en disposición de relatar por propia experiencia qué era exactamente lo que había sucedido, y una desgraciada negrita a la que había sorprendido el seísmo en el momento en que tendía la ropa a secar sobre unas rocas, y a la que se podía considerar la principal testigo de la espantosa tragedia, había quedado tan profundamente impresionada por la magnificencia de la catástrofe, que jamás fue capaz de articular a partir de ese día ni una sola palabra.

Tan sólo a través de los impactantes y macabros dibujos que realizara años más tarde pudieron tener los historiadores una idea aproximada de lo que ocurrió en Port-Royal aquel caluroso mediodía de julio de 1692, pero por desgracia, la mayor parte de su excepcional testimonio se perdió durante un violento huracán a finales del pasado siglo.

Por todo ello, arrodillada allí, ante la tumba de tantos seres humanos, Celeste Heredia Matamoros se negaba a aceptar la realidad de que su propio hermano se hubiera convertido en una víctima más de la desatada furia de la naturaleza, y durante dos días y dos noches tanto ella como su padre buscaron y rebuscaron hasta que no les quedó más remedio que tomar asiento sobre la arena de la playa vencidos por la evidencia de la amarga e incontrovertible realidad.

En el extremo más occidental de la bahía distinguieron los inconfundibles mástiles del Jacaré, que permanecía hundido a poco menos de cuatro metros de profundidad, pese a lo cual no pudieron dejar de preguntarse cómo era posible que ni uno solo de sus tripulantes figurara entre quienes, pese a lo inesperado y brutal de los naufragios, habían conseguido ponerse a salvo ganando a duras penas la costa.

Resultaba evidente que un buen número de supervivientes formaba parte de las dotaciones de los navíos anclados en la bahía, y no dejaba por tanto de sorprender que ninguno de los magníficos nadadores que se encontraban a bordo del Jacaré había contado con las fuerzas, o la suerte, suficientes como para llegar a salvo a tierra firme por más profundamente dormidos que estuvieran.

Lógicamente, tanto Celeste como Miguel Heredia ignoraban que en el momento de la tragedia ninguno de aquellos hombres con los que habían navegado durante tanto tiempo seguía con vida, y que sus mutilados cuerpos descansaban desde horas antes en el interior de la bodega principal del rápido jabeque.

Cuando se sintieron al fin con el ánimo necesario como para aceptar que se habían quedado definitivamente solos, y no les quedaba más remedio que plantearse un nuevo futuro sin que su destino girara en torno a la figura de Sebastián, Miguel Heredia observó largamente a su hija e inquirió con apenas un hilo de voz:

— ¿Qué vamos a hacer ahora?

La animosa muchacha, de la que cabría asegurar que cada golpe que recibía en esta vida tenía la virtud de fortalecerla en lugar de abatirla, se limitó a indicar con un ademán de la cabeza el punto en el que descansaba el Jacaré.

— En primer lugar, recuperar las barras de plata que, según Sebastián, deben de estar ahí abajo.

— ¿Para qué? Nos dejó tanto dinero que no creo que consigamos gastarlo en cien años.

— Un buen barco y una buena tripulación cuestan muy caros — fue la seca respuesta —. Muy, muy caros.

— ¿Barco? ¿Para qué diablos queremos un barco?

— Para hacer lo que siempre quise hacer.

— ¿Y es?

— Luchar contra la Casa de Contratación y contra los negreros.

Su padre la observó estupefacto para repetir como si no estuviera seguro de haber entendido bien lo que pretendía decir:

— ¿Luchar contra la Casa de Contratación y contra los negreros? Pero ¿qué tonterías estás diciendo? ¿Es que te has vuelto loca?

— En absoluto — replicó la desconcertante muchacha con naturalidad —. Loca me volvería si supiera que voy a pasar el resto de mi vida a la espera de que aparezca un cazafortunas que me lleve al altar. — Negó, segura de sí —. No nací para eso. Nací para hacer algo útil por los más débiles, y si el destino ha tenido a bien proporcionarme medios con los que intentarlo, lo intentaré. Es lo menos que puedo hacer en memoria de alguien que tuvo una vida muy amarga y murió demasiado joven por culpa de quienes creen que pueden abusar impunemente de sus semejantes. — Miró fijamente a su padre, y por último inquirió —: ¿Piensas ayudarme?

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