Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Construido a conciencia con las más nobles y resistentes maderas de las Indias, el barco de Mombars estaba calculado para que su obra viva resistiese sin inmutarse cualquier impacto que le llegase de una batería enemiga, pero en modo alguno había sido pensando para recibir de improviso y en tan pequeño espacio, veintidós balas de treinta y seis libras de peso cada una, disparadas a poco más de cien metros de distancia.

Su tablazón saltó hecha añicos, sus gruesas cuadernas se quebraron, la segunda cubierta se desplomó arrastrando los pesados cañones, y por la gigantesca vía de agua comenzó a penetrar de inmediato el mar inclinando la nave del modo más peligroso posible para un barco de vela: de proa y a sotavento.

Docenas de hombres se precipitaron desde los palos y las jarcias estrellándose contra cubierta, y los que no cayeron poco más podían hacer que tratar de aferrarse a cuanto encontraron a mano para no seguir idéntico destino.

La nave se estremeció bruscamente, los tripulantes que se encontraban en la banda de estribor resbalaron hasta precipitarse sobre los de babor, y cuando una docena de cañones dispararon, los de un costado lo hicieron al aire, y los de otro al agua.

Aún incrédulo, el Ángel Exterminador se puso en pie aferrándose al ahora inútil timón, para observar cómo de largas trincheras cavadas profundamente en la arena surgía una treintena de hombres que apartaban la gruesa lona bajo la que habían estado camuflados los cañones, para comenzar a recargarlos con tanta rapidez que apenas tuvo tiempo de advertir a sus hombres que se aprestaran a recibir una nueva andanada, cuando ésta llegó entre una nube de humo.

Su efecto fue aún más devastador que la anterior, puesto que impactó en un navío herido ya de muerte, abriéndole una nueva brecha que tuvo la virtud de partir en dos el palo mayor, justo bajo cubierta, de forma tal que cayó de costado haciendo saltar a varios metros de altura parte de la obra muerta y a cuantos se encontraban sobre ella.

Fue una masacre.

A bordo del Ira de Dios todos los dioses mostraban la magnitud de su ira, y mientras la mayoría de los tripulantes luchaba por sujetarse a algo, el resto optaba por lanzarse al mar e intentar ganar la costa a nado.

La tercera andanada fue de metralla.

Pequeños sacos repletos de balas de pistola surgieron de las bocas de los cañones esparciendo una mortífera lluvia sobre cuantos resistían sobre cubierta, y entre lamentos, alaridos de muerte y maldiciones, la dotación del buque más temido del Caribe arrojó sus armas y alzó los brazos suplicando clemencia.

Crujiendo y lamentándose como una bestia agonizante, el Ira de Dios mostró al aire su costado de estribor para comenzar a hundirse lentamente.

Sebastián Heredia, cuya vista estaba fija en el gigante de la larga cabellera blanca, advirtió que se esforzaba por trepar hasta la puerta de su camareta y penetraba en ella para cerrar a sus espaldas, decidido al parecer a irse al fondo con su barco antes de caer en manos enemigas.

Jamás volvieron a verle más que muerto.

A medida que llegaban a la playa los salvajes iban siendo encadenados por los hombres del Jacaré, y al que ofrecía la menor resistencia le volaban la cabeza de un balazo.

Una hora después del fragor de la batalla no quedaba más que una treintena escasa de cautivos, algunos moribundos que aguardaban su fin y el cadáver de un barco suavemente posado sobre un fondo de arena, pero cuya arboladura y una pequeña parte de la cubierta de popa aún sobresalía sobre la superficie de las aguas.

Permanecieron tres semanas más en el islote, concentrados en la ardua aunque gratificante labor de desguazar el Ira de Dios con el fin de «liberarlo» de las infinitas riquezas que atesoraba, y que se iban amontonando en la playa ante el incrédulo regocijo de la dotación del Jacaré.

Cuatro de los salvajes se ahogaron atrapados en el interior del casco de la que había sido su nave cuando les obligaron a buscar los lingotes de plata que conformaban el lastre, pero como bien decía Zafiro Burman, «ellos los habían puesto allí, y justo era que fueran ellos quienes se jugaran la vida sacándolos».

Como la única opción que se les ofreció a los prisioneros fue la de ser colgados de una verga o bucear, no dudaron a la hora de elegir este último camino, ya que Sebastián prometió solemnemente que a los que consiguieran sobrevivir se les abandonaría en la isla con agua, víveres y la posibilidad de reparar los botes auxiliares del Ira de Dios que no hubieran quedado convertidos en astillas durante la batalla.

Tan triste futuro era, no obstante, mucho más prometedor que el que habría aguardado a los hombres del capitán Jack en caso de haber sido los perdedores, y como además al quinto día se enfrentaron al ya putrefacto cadáver del que había sido durante años su capitán y casi «divinidad viviente», los salvajes se resignaron a su suerte convencidos de que el simple hecho de sobrevivir compensaba todos los esfuerzos.

Fue de ese modo como al fin trescientas catorce barras de plata, veintidós pesados norays, nueve hermosos picaportes y toda una vajilla de oro macizo, amén de un enorme arcón repleto de perlas y esmeraldas que por sí solo habría bastado como botín del más fructífero de los abordajes, se fueron amontonando en las bodegas del Jacaré.

Los hombres se encontraban, lógicamente, exultantes de júbilo.

Cada noche encadenaban a los prisioneros, y excepto los tripulantes que se encontraban de guardia, el resto se dedicaba a beber, cantar, bailar y jugar a los dados hasta que el agotamiento les rendía, sin parar de hablar ni un solo instante de lo que pensaban hacer en cuanto desembarcaran en Port-Royal.

— Sólo hay una cosa que debéis tener muy presente — les advirtió desde el primer momento Sebastián —. Al que se vaya de la lengua y cuente que hemos hundido y desvalijado al Ira de Dios, lo paso por la quilla. Mombars era un tremendo coño e madre al que todos odiaban, pero serían muchos quienes no aceptarían que se robara impunemente a un pirata, puesto que eso supondría que la próxima vez podría tocarle a ellos.

La prohibición de saquearse mutuamente era algo que no estaba específicamente contemplado en las leyes de la piratería promulgadas por los Hermanos de la Costa de la isla de la Tortuga — leyes en cierto modo aún vigentes en aquellos momentos en Jamaica — pero el hecho de que no se mencionara tal posibilidad no presuponía, en absoluto, la aceptación de que «gentes del gremio» masacraran y expoliaran a otras «gentes del gremio».

Se firmó por tanto un férreo pacto de silencio al respecto, y tras aguardar durante tres días el final de una rugiente tormenta que descargó cataratas de agua sobre el islote, el margariteño ordenó levar anclas y poner de nuevo rumbo al sur.

Una semana más tarde, en el momento de fondear en la siempre acogedora bahía de Port-Royal, el barco de Laurent de Graaf y cuatro más habían partido rumbo a Maracaibo, pero otros nuevos habían venido a ocupar su lugar, y de entre todos ellos destacaba por la potencia de su artillería, la altiva silueta de un estilizado bricbarca portugués que nadie recordaba haber visto anteriormente en las Antillas.

Respondía al curioso nombre de Botafumeiro.

En cuanto oscureció, Sebastián Heredia desembarcó llevando consigo la práctica totalidad de la parte del botín que le había correspondido en el justo reparto, para emprender, cerrada ya la noche, el camino que habría de conducirle en poco más de una hora a la pequeña mansión de Caballos Blancos.

Su padre y su hermana apenas pudieron dar crédito a lo que veían cuando se enfrentaron a la magnitud del tesoro que llevaba consigo.

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