Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Y es que Mombars estaba cerca.

El Ángel Exterminador les acechaba.

Doscientos salvajes, herederos directos de los temibles caribes devoradores de hombres que antaño sembraran el terror a lo largo y lo ancho del mar de las Antillas, afilaban sus cuchillos decididos a esparcir sus entrañas al viento.

¿Quién podría dormir con semejante amenaza paseando en silencio sobre cubierta?

Dos horas antes del amanecer hasta el último hombre estaba ya en pie, y tras un frugal y silencioso desayuno, cada cual acudió a ocupar su puesto de combate.

El alba se hizo de rogar, y cuando al fin se descubrió, traía las manos vacías.

No se distinguía presencia humana alguna en cuanto abarcaba el horizonte.

Se dejaron tres hombres de vigilancia en la cima de las dunas, y el resto regresó a bordo, tal vez aliviado, pero de igual modo frustrado por el hecho de tener que soportar una demora que crispaba los nervios.

Consciente de que la inactividad se convertiría en el peor enemigo de su tripulación, Sebastián ordenó que construyeran una balsa dotada de una pequeña vela cuadrada, que hizo fondear en el centro del canal de entrada a la bahía.

Luego, pidió a los artilleros que apuntaran al centro de esa vela, dispararan hasta alcanzarla de pleno, y que en cuanto lo hubieran conseguido, fijaran en ese punto exacto los cañones.

Por último, se dispusieron a soportar otra noche de miedos.

Y otro amanecer sin enemigos.

Y así hasta cinco.

Pero cuando al fin el sol se alzó más de una cuarta en el horizonte en la mañana del sexto día, una voz resonó en el silencio de la quieta bahía:

— ¡Barco a la vista!

¡Dios! ¡Allí estaba!

Treparon a la duna y lo observaron avanzar sin prisas entre islotes, bajíos y arrecifes, tan altivo y poderoso que costaba admitir que un puñado de locos osaran enfrentarse con un triste jabeque de apenas treinta cañones, a una de las más impresionantes máquinas de guerra que surcaban en aquellos tiempos las aguas del Caribe.

— ¿Es él?

Sebastián le entregó el pesado catalejo a Lucas Castaño, que era quien había hecho la pregunta.

— ¿Quién si no?

El segundo observó con detenimiento, y cuando por fin pudo distinguir con absoluta nitidez la enorme bandera negra en cuyo centro destacaba una gigantesca calavera sin ningún otro adorno, asintió convencido.

— Es la enseña de Mombars, no cabe duda.

— Que cada cual ocupe su puesto.

Cada hombre se encaminó sin prisas y en silencio al punto que tenía asignado de antemano, y únicamente el joven capitán y su segundo permanecieron entre las dunas, sin perder de vista los movimientos del navío, que enfilaba ahora directamente hacia el islote.

Tendido sobre la arena y con el ojo pegado al enorme catalejo, Sebastián se concentró en la enorme humanidad del hombretón de la larga cabellera blanca que observaba a su vez la isla desde el puente de mando, y musitó apenas:

— Bien. Ya no hay escapatoria. ¡O él, o nosotros!

Habría sido muy difícil calcular cuánto tiempo pasó hasta que la proa del Ira de Dios se detuvo a poco más de media milla, justo frente al canal de entrada a la bahía.

A unos se les debió de antojar una eternidad.

A otros, apenas unos minutos.

El impresionante buque de línea había arriado la mayor parte de su velamen para mantener sólo los foques que le permitían avanzar muy lentamente, al tiempo que alzaba las portas de artillería y tres hileras de cañones mostraban sus bocas dispuestas a escupir una lluvia de hierro y fuego a la menor provocación.

En pie al lado del timón, el Ángel Exterminador observó por última vez el estilizado jabeque anclado en el fondo de la ensenada, y pese a que le ofrecía la banda de estribor, en la que se distinguían con claridad las trampillas de sus cañones, pareció llegar a la conclusión de que poco tenía que temer avanzando de frente hacia una embarcación inerte.

Luego, estudió con ayuda del catalejo las anchas lenguas de arena de baja altura que se extendían a los lados del canal, y no dio orden de continuar avanzando hasta cerciorarse de que no se distinguía cañón alguno entre las diminutas dunas o las aisladas palmeras.

Por último, reparó en el hombre que se había puesto en pie en la parte más alta de la isla y que agitaba repetidamente un pañuelo rojo.

Aquélla era la contraseña que confirmaba que el renegado piloto español había puesto los mapas y derroteros a buen recaudo.

Alzó el rostro en una muda pregunta a los vigías de la cofa, y éstos indicaron con un gesto que desde aquella altura tampoco se percibía amenaza alguna.

Indicó con un leve ademán que se ciñeran aún más los foques, y el navío reanudó su lenta andadura.

Al poco el Jacaré lanzó un tímido cañonazo de aviso que fue a hundirse a unos cien metros ante la proa del Ira de Dios, pero éste no se dignó replicar, en parte porque la tibia amenaza se le debió de antojar inconsistente, y en parte debido al hecho de que en aquellos instantes sólo su pequeño cañón situado sobre el botalón de proa se encontraba en línea con el navío agresor.

Mombars indicó en silencio que se arriara la negra bandera como inequívoca advertencia de que venía en son de paz, puesto que su verdadera intención no era iniciar un desigual y absurdo duelo a cañonazos, sino colocarse en paralelo al jabeque mostrando su potencia de fuego con el fin de exigirle la entrega de sus mapas y derroteros a cambio de permitirle continuar a flote.

Para Mombars, mandar a pique el barco de un colega escocés no tenía razón de ser, puesto que lo único que en verdad seguía interesándole era degollar españoles. Incluso a su avanzada edad continuaba convencido de que aquélla era la verdadera razón por la que el Creador le había enviado al mundo.

Arriar su temida bandera y no responder al fuego enemigo constituía, a su modo de ver, suficiente prueba de buena voluntad, por lo que se limitó a adentrarse en el canal, más atento a las indicaciones que gritaban los hombres de las sondas, que a un nuevo ataque proveniente del Jacaré.

— ¡Doce brazas y arena!

— ¡Doce brazas y arena!

— ¡Once brazas y arena!

— ¡Once brazas y arena!

Aquello era lo que en verdad importaba, puesto que mientras sus cañones estuvieran cargados y sus hombres alerta, lo único que tenía que preocuparle era el hecho de mantener agua suficiente bajo la quilla.

En tierra, Sebastián y su segundo observaban el lento avance de lo que ahora se les antojaba una monstruosa máquina de matar de cuyas jarcias colgaban más de doscientos salvajes dispuestos a lanzarse a un feroz abordaje, y al contemplar la frágil silueta del desguarnecido Jacaré, intercambiaron una breve mirada de inquietud.

— Si consigue enfilar sus baterías lo volará de una sola andanada.

El Ira de Dios había penetrado ya en el canal, se disponía a iniciar en breve una lenta maniobra para virar a estribor y su proa rebasó lentamente el punto en que había estado anclada la balsa que sirviera para las prácticas de tiro.

Un metro, dos metros, tres metros.

Sebastián Heredia alzó una pesada pistola y disparó al aire.

Desde el Jacaré tres cañonazos le respondieron de inmediato, y como si ésa fuera — y en realidad lo era — la señal convenida, veintidós cañones que permanecían ocultos bajo la lengua de arena que se encontraba a sotavento del Ira de Dios dispararon al mismo tiempo teniendo como única diana un círculo de no más de dos metros de diámetro en su amura de babor, justo sobre su línea de flotación.

El gigantesco navío se estremeció de punta a punta para frenar su marcha de inmediato.

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