Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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— ¿Y por qué no? — fue la sencilla respuesta —. He descubierto qué es lo que en verdad me gusta, y del mismo modo que acepté que no era lógico permanecer a bordo de una nave pirata, tú debes aceptar que sí puedo vivir a bordo de otra en que su tripulación sea gente normal que sólo luche por una noble causa.

— ¿Y dónde encontraríamos a esa gente normal?

— En Port-Royal, no, naturalmente — fue la lógica respuesta —. Pero sí en cualquier otro puerto si les pagamos bien…

— ¡Estás loca!

— Me encanta esa locura…

En ese momento Miguel Heredia hizo su aparición en la puerta de la casa, para inquirir con tono humorístico:

— ¿Y cuál es esa nueva locura?

— Tu hija pretende que dedique el Jacaré a asaltar barcos negreros y liberar esclavos — puntualizó Sebastián.

Su padre tomó asiento, se sirvió café, meditó por unos instantes, y finalmente asintió convencido.

— Es la primera cosa sensata que le oigo decir en mucho tiempo — musitó.

— ¿Hablas en serio?

— Completamente en serio. Tienes muchísimo dinero, un barco magnífico y por lo menos media docena de hombres, incluido Lucas Castaño, que se sumarían de buen grado a la aventura. Buscaríamos una nueva tripulación y dedicaríamos el resto de nuestras vidas a hacer algo digno de ser tenido en cuenta en beneficio de los más desgraciados. ¡Me gusta! — concluyó —. ¡Me gusta mucho esa locura!

Pasaron el resto de la mañana discutiendo el tema, y pese a que desde hacía semanas el más íntimo deseo de Sebastián era el de pasar toda una noche en compañía de la pelirroja Astrid, a última hora de la tarde decidió no regresar a Port-Royal y optó por quedarse en la casa, tal vez imaginando que el indeterminado peligro que parecía flotar en el ambiente acabaría por concretarse, por lo que su absurda familia necesitaría su protección.

Pero se equivocaba. No era exactamente su familia la que necesitaba protección, puesto que ese mismo día, y en cuanto las sombras de la noche se extendieron sobre la quieta bahía de Port-Royal, del costado del Botafumeiro se desprendieron dos largas chalupas cargadas de hombres armados que al llegar a las proximidades del Jacaré se deslizaron al agua y nadaron en silencio hacia el semidesierto navío, a cuya cubierta treparon sigilosamente.

Los tres aburridos centinelas, el cocinero filipino y el marmitón que en esos momentos estaba concluyendo su diaria faena, fueron pasados a cuchillo.

Poco después, don Hernando Pedrárias Gotarredona y el capitán Tiradentes tomaron posesión del barco para asombrarse de inmediato ante la inmensidad de las riquezas que se almacenaban en sus bodegas.

— ¡Santo cielo! — no pudo evitar exclamar el primero —. Jamás imaginé que el negocio de la piratería diese para tanto.

— ¡No es normal! — replicó de inmediato el portugués —. Lo que guardan aquí no es normal, y está claro que acaban de dar un golpe fantástico.

— ¿Dónde?

— Lo ignoro.

El ex delegado de la Casa de Contratación de Sevilla observó una vez más la ingente cantidad de barras de plata que se amontonaban en interminables hileras, para agitar repetidamente la cabeza aún incrédulo.

— ¿Cómo es posible que hayan dejado todo esto a bordo, sin más protección ¿píe tres cretinos, un marmitón y un cocinero? — quiso saber.

— Porque jamás se había dado el caso de que alguien osase abordar un barco en plena bahía de Port-Royal — replicó con acritud uno de los hombres que habían contratado en la Tortuga —. Si nos atrapan nos enterrarán hasta el cuello en la arena de la playa para que los cangrejos nos devoren en vida. Y le aseguro que ése es el peor tormento que jamás haya inventado el ser humano. — Sacudió una y otra vez la cabeza —. ¡No me gusta esto! No me gusta nada.

— Te gustará cuando te lleves a casa una de esas barras de plata — replicó despectivamente Joгo de Oliveira lanzando una vez más un sucio escupitajo —. Y ahora córtale la cabeza a esos mierdas y mételas en salmuera.

— ¿Cómo ha dicho? — se horrorizó el otro.

— He dicho que hemos venido a llevarnos las cabezas de los tripulantes del Jacaré, y eso es lo que haremos. — Escupió de nuevo sobre la montaña de plata —. El resto es un regalo. Muy de agradecer, pero regalo al fin y al cabo.

— ¿Es que piensa decapitar a cuantos suban a bordo? — quiso saber otro de sus hombres.

— Uno por uno.

De uno en uno, de tres en tres, o de cinco en cinco, los tripulantes del Jacaré fueron regresando a bordo, en su mayoría borrachos, para topar de bruces con la muerte y verse arrojados luego sin miramiento alguno a la bodega.

Cayeron vilmente asesinados Justo Figueroa, Nick Cararrota, Mubarrak el Moro, e incluso Zafiro Burman, que fue el único que reaccionó a tiempo para ofrecer una leve resistencia antes de que le degollaran, ya que Lucas Castaño ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo pese a que embarcó de los últimos casi a plena luz del día.

Sólo al adormilado tripulante de la lancha que había estado haciendo viajes entre el barco y la playa sin percatarse de cuanto ocurría a bordo, se le respetó la vida, puesto que don Hernando Pedrárias lo necesitaba para enfrentarle al ingente montón de cadáveres al tiempo que inquiría con tono amenazador:

— ¿Cuál de ellos es el del capitán Jacaré Jack?

El aterrorizado hombre apenas acertó a articular palabra mientras negaba una y otra vez con la cabeza:

— ¡Ninguno! — aseguró —. No es ninguno de ellos.

— ¿Cómo es posible? — dijo su captor, azorado —. ¿Dónde está?

— En tierra — musitó apenas el otro —. Con su padre y su hermana.

— ¿Su padre y su hermana? — se asombró el capitán Tiradentes —. Jamás mencionó nadie que ese jodido escocés tuviera familia.

— El escocés se fue a Escocia hace mucho tiempo — puntualizó el hombrecillo que a todas luces luchaba por conservar la vida a base de ganarse la buena voluntad de sus captores —. Ahora el capitán es otro.

— ¿Otro…? ¿Quién?

— Un margariteño… Sebastián Heredia.

La asombrosa revelación dejó tan perplejo a don Hernando Pedrárias, que tomó asiento sobre un montón de barras de plata, incapaz de aceptar tamaño absurdo.

— ¡Sebastián Heredia! — exclamó —. No es posible. ¿Cómo se llama su hermana?

— Celeste.

— ¡Celeste…! Ahora lo entiendo. En aquel tiempo ese hijo de la gran puta era apenas un muchacho. — Se llevó las manos a las sienes, como si éstas estuvieran a punto de estallarle —. De modo que ha sido él — musitó apenas —. El hijo de Emiliana… ¡No puedo creerlo!

— Si me lo explica tal vez también yo me entere de algo — le hizo notar el portugués con su eterna flema de hombre incapaz de alterarse —. ¿Qué diablos significa todo esto?

— Significa que a menudo la vida gasta bromas pesadas. ¡Muy pesadas! — fue la evasiva respuesta —. Pero en este caso la suerte le ha abandonado. — Don Hernando Pedrárias señaló con un gesto el montón de cadáveres —. Aquí tenemos ahora a toda su tripulación y toda su fortuna. Si Dios continúa ayudándome, hoy mismo acabaré con él. — Se volvió hacia el hombrecillo —. ¿Dónde vive?

— ¡No tengo ni idea! — se apresuró a responder el aludido esforzándose por conseguir que le creyeran —. Es un secreto que ha procurado ocultar a todos. Anteanoche cargó en un carruaje la parte del botín que le correspondía y desapareció.

— ¿Dijo cuándo volvería?

— Ordenó al cocinero que preparara una gran cena de despedida para esta noche porque la mayoría de los hombres habían decidido retirarse definitivamente.

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