Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas: краткое содержание, описание и аннотация

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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En el fondo, tales odios no debían ser más que el barniz que cubriera otros odios mucho más íntimos, puesto que lo que resultó evidente es que con el transcurso de los años llegó un momento en que al sádico Mombars poco le importaba que quien corriera por un bosque dejándose atrás las tripas fuera español, inglés, holandés o de cualquier otra nacionalidad.

Admirador incondicional y discípulo de su compatriota L'Olonnois, cuyo mayor placer consistía en arrancar el corazón a sus víctimas y devorarlo ante sus ojos en el instante en que expiraban, juntos conformaron durante tres décadas el macabro dúo que peor fama le diera al denostado oficio de la piratería caribeña, que jamás conseguiría desprenderse de la pesada losa de desprestigio que entre ambos dejaran caer sobre sus espaldas.

Justo es reconocer, que si los más eficientes corsarios de las Antillas fueron sin lugar a dudas los ingleses Drake, Raleigh y Morgan, los más odiados piratas fueron los franceses Mombars y L'Olonnois pese a que los más «admirados» fueran los también franceses Vent en Panne y Chevalier de Grammont.

De todos cuantos habían conformado la plana mayor de tan temible ejército, el único que al parecer continuaba con vida era el sanguinario Ángel Exterminador, aunque tal vez también lo estuviera el elegante Chevalier de Grammont, del que se aseguraba que, al igual que Mombars, se había retirado a sus cuarteles de invierno para no volver nunca.

No es de extrañar, por lo tanto, que cuando en la noche del sábado siguiente la activa pelirroja condujo a su casa a Sebastián, a éste comenzara a golpearle con fuerza el corazón en el pecho en el momento de enfrentarse a un gigante de aspecto demoníaco que le observaba desde lo más profundo de unos ojos que parecían esconderse bajo la oscura selva de unas espesísimas cejas.

— ¿Así que tú eres el piloto del Jacaré ? — fue lo primero que dijo con una voz que parecía surgir de lo más profundo de la más profunda de las cavernas —. Yo soy Mombars el Exterminador.

Hablaba muy despacio y en el «pichinglís» propio de los marinos barriobajeros de las Antillas, cuyo argot estaba conformado por una pintoresca mezcla de palabras inglesas, francesas, españolas, portuguesas y holandesas, pero entre las que se intercalaba con harta frecuencia vocablos exclusivos del dialecto caribe, que chamullaban la mayoría de sus salvajes tripulantes.

El margariteño se volvió de inmediato hacia la pelirroja como para echarle en cara que le hubiese tendido tan sucia trampa.

— ¿Por qué me has hecho esto? — se lamentó —. Ya te dije que no quiero cambiar de barco.

El hombretón, casi un gorila encorvado por el peso de los años, velludo y con la leonina y blanca melena peinada en diminutos tirabuzones, lo cual le confería un aspecto en verdad desconcertante, se limitó a colocar sus enormes pies descalzos sobre la mesa tras la cual se sentaba en una silla de tijera que parecía a punto de despatarrarse bajo su peso, para gruñir con el mismo tono cavernícola:

— Sólo quiero hablar contigo. No voy a comerte. — Le observó de tal forma que parecía convencido de que resultaba imposible que le mintieran sin que él lo advirtiese —. ¿Eres español? — quiso saber.

— Margariteño de tercera generación — fue la respuesta —. Hace tiempo que renuncié a todo lo que se relacione con España.

— ¿Renegaste?

— Renuncié. Punto.

— Bien — admitió el Exterminador como si le bastara la explicación —. Renunciaste. ¿Por qué le tienes tanto afecto a ese viejo borrachín de Jacaré Jack?

— Porque siempre ha sido justo, paga bien y es un magnífico capitán.

— Yo también soy un hombre justo, te ofrezco veinte veces más de lo que él te paga y estoy considerado como un buen capitán. ¿Cuál es la diferencia?

— Su barco es más seguro.

— ¿Cómo lo sabes?

Sebastián Heredia se limitó a abrir las manos en un gesto que podía decirlo todo o no decir nada.

— ¡Lo sé! — musitó.

— ¡Entiendo! — masculló el otro —. ¿Es a causa de esos famosos derroteros? ¿Tan importantes son?

Sebastián, que había ido a tomar asiento a los pies de la enorme cama de la pelirroja, que por su parte habría preferido alejarse discretamente hacia la playa como si todo aquello ya nada tuviera que ver con ella, asintió convencido.

— He oído hablar mucho de tu barco — dijo por fin —. De su tremenda potencia de fuego y sus fabulosos tesoros, pero te garantizo que ni con todo el oro del Perú podrías pagar lo que tiene el Viejo.

— Exageras.

— ¡En absoluto! ¿Cuántos barcos cargados de tesoros descansan en el fondo del Caribe…? ¿Docenas? ¿Centenares, tal vez? Con los libros de ruta del capitán la mayoría de ellos jamás se habrían hundido.

— ¿Estás seguro?

— Tan seguro como que estoy aquí. Y tan seguro como que en un par de años me los sabré de memoria, tal como se los sabe ahora el Viejo. — Se inclinó hacia adelante —. Entonces te seré de utilidad. Ahora, sin esos derroteros subiría tu barco a las rocas, por lo que lógicamente tú me arrancarías las tripas. — Negó una y otra vez con la cabeza al concluir —: ¿De qué me sirven diez mil libras si no me va a dar tiempo a gastármelas?

Mombars bajó los pies de la mesa, apoyó en ésta los codos y comenzó a rascarse con ambas manos la blanca melena, como si de ese modo ayudara a escapar los pensamientos que se amontonaban en su mente.

Parecía encontrarse sumamente cansado, o demasiado viejo para reiniciar la vida de pirata, con el cetrino rostro marcado por profundísimas arrugas y el poderoso torso mostrando ya los primeros síntomas de flaccidez, pero aun así su sola presencia imponía terror no sólo por su tremenda humanidad y su feroz aspecto, sino, sobre todo, por una fama que podría creerse que, más que precederle, le rodeaba como si de un halo maligno se tratase.

Y es que Mombars el Exterminador parecía transpirar violencia por cada poro de su cuerpo.

— Me cuesta creerte, pero te creo — masculló al fin como si hubiese necesitado todo ese tiempo para triturar y digerir las ideas —. Nadie en su sano juicio rechaza diez mil libras a no ser que tenga poderosísimas razones para hacerlo, y las tuyas parecen válidas. — Le miró de frente —. ¿Qué hacemos ahora?

— En Cumaná hay un piloto, Martín Prieto, que tal vez… — comenzó Sebastián con cierta timidez, para interrumpirse de inmediato ante el severo gesto de su interlocutor.

— ¡Para! ¡Para…! ¿Quién piensa en Martín Prieto? Ya sé que todos los capitanes darían un brazo por contar con él, pero ese «gachupín» es tan jodidamente fiel a su rey que sería capaz de embarrancar con tal de acabar con un barco enemigo. Hablemos de ti. — Le observó con atención —. Si tuvieras los derroteros del viejo Jacaré Jack, ¿aceptarías mi oferta?

El otro hizo un gesto de asombro señalando con el dedo a sus espaldas.

— ¿Con el archivo del Viejo? ¡Desde luego! Ya te he dicho que sabiendo interpretarlo se puede llegar a cualquier lugar con los ojos vendados. Y el capitán me ha enseñado cómo hacerlo.

— En ese caso — sentenció el gigantón volviendo a colocar sus enormes y desnudos pies sobre la mesa —, lo único que tenemos que hacer es apoderarnos de él… ¿O no?

Fue ahora Sebastián Heredia el que se tomó un rato para meditar sobre lo que acababa de oír, luego se puso en pie, se aproximó a la puerta y admiró la figura de la pelirroja recortada contra la rojiza luna que acababa de hacer su aparición en el horizonte.

Sin volverse, replicó:

— No creas que no he pensado en ello. — Su voz sonó tan tenue que su interlocutor se vio obligado a aguzar el oído —. ¡Un millón de veces! — insistió —. Pero ¿cómo? — Ahora sí que se volvió a mirarle —. ¿Cómo?

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