Alberto Vázquez-Figueroa - Piratas

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Piratas es la novela de aventuras en estado puro: el género que ha convertido Alberto Vázquez-Figueroa en el autor español número uno en ventas. Narra una extraordinaria historia repleta de acción, emociones e intriga protagonizada por un viejo corsario británico y un jovencísimo buscador de perlas español al que las circunstancias conducen hasta el barco del temido Jacaré Jack. Los combates en alta mar, los peligrosos juegos de la astucia, el destino de una familia de españoles afincada en el Caribe de la época de la trata de negros y la corrupción generalizada de las autoridades coloniales constituyen el transfondo de una trama trepidante, como corresponde a una de las mejores novelas de su autor.

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Tal vez algún día, en alguna parte, encontraría una encantadora mujer con la que compartir un destino menos inquieto, y tal vez algún día, en alguna parte, Celeste encontraría a su vez un hombre honrado que pudiese proporcionarle la felicidad que tanto merecía.

Su padre, aquel desgraciado que pasara años afilando machetes al borde de la locura, tendría entonces una vejez apacible rodeado de nietos, y con un poco de suerte las viejas heridas acabarían por cicatrizar al tiempo que la imagen de Emiliana Matamoros se diluía definitivamente en sus memorias.

En esta ocasión Sebastián no dedicó al recuerdo de su madre ni siquiera un segundo, prefiriendo detenerse a meditar sobre cuál habría sido el futuro de don Hernando Pedrárias, y no pudo evitar sonreír ante la idea de que quizá, con un poco de suerte, se encontrase purgando sus crímenes en alguna húmeda mazmorra de la Casa.

¿Qué cara habría puesto al descubrir que su barril de perlas había desaparecido?

Y ¿cómo habría reaccionado al enterarse de que su amada carroza se había convertido en un montón de cenizas?

Y ¿qué habría sentido en lo más profundo de su ser al comprobar que jamás volvería a ver a la excitante chicuela a la que tenía intención de corromper?

La venganza, la dulce venganza, era un manjar que valía la pena degustar sentado en el alcázar de un navío anclado en mitad de una tranquila bahía, con un vaso de ron en la mano y contemplando cómo la luna comenzaba a hacer su aparición sobre la línea del horizonte.

— ¿Puedo bajar a tierra, capitán?

Observó al servicial cocinero, que era quien le había hecho la pregunta, y asintió con un gesto.

— ¡Desde luego! Pero recuerda las órdenes.

— Las recuerdo muy bien, capitán — dijo el minúsculo filipino —. El viejo capitán se ha vuelto maniático y no quiere visitas.

— ¡Eso es! ¡Diviértete!

— ¡No lo dude!

Sebastián se sorprendió al advertir cómo se limitaba a dar un salto sobre la borda para caer limpiamente al agua y alejarse nadando con soltura hacia las luces de una ciudad en que sabía que le aguardaban todas las diversiones que un hombre en su sano juicio podía desear, y por unos instantes experimento un acuciante deseo de imitarle, aunque se contuvo al comprender que si lo hacía sería para encaminarse a la taberna de Los Mil Jacobinos, tomar de la muñeca a la pelirroja Astrid y arrastrarla a la playa para hacer el amor sobre la arena hasta el amanecer.

Se limitó, por lo tanto, a dedicar unos minutos al recuerdo de la gratificante experiencia de la noche anterior y se concentró por último en repasar cada detalle del plan que había concebido, para llegar a la conclusión de que necesitarían de toda la suerte del mundo para llevarlo a buen fin.

Tres horas más tarde un Lucas Castaño que apestaba a ron y perfume barato tomaba asiento a su lado con una sonrisa de oreja a oreja.

— La he visto — dijo —. Y hemos hablado. Tenías razón: dan ganas de comérsela.

Su capitán le dirigió una larga mirada difícil de clasificar, y él se limitó a sonreír al tiempo que hacía un gesto de rechazo con la mano.

— No te inquietes — le tranquilizó —. No le he tocado un pelo. Me lié con una china. Siempre he sentido una gran debilidad por las chinas. — Le golpeó pesadamente en el hombro —. ¡Y me di cuenta de que le gustas! — exclamó riendo —. ¡Le gustas mucho! Cuando le dije que navegaba en el Jacaré le brillaron los ojos al preguntar si pensabas bajar a tierra, y sufrió una gran decepción cuando señalé que estabas de guardia. — Se echó hacia atrás en su asiento —. Debió ser por eso que me decidí por la china.

— ¿Qué más te preguntó?

— Que si me gustaría cambiar de trabajo, pero está claro que lo que pretendía era sacarme información sobre el barco y el viejo capitán.

— Luego, se ha tragado el anzuelo.

— Hasta el fondo. Ahora lo que en verdad importa es que Mombars se lo trague también.

— ¿Y si lo hace, pero decide presentarse a bordo de improviso para llevarse los derroteros por la fuerza?

— ¿En plena bahía de Port-Royal? — preguntó incrédulo el panameño —. ¡Olvídalo! Ni siquiera el Exterminador se atrevería a tanto. — Hizo un gesto alrededor —. Este lugar es sagrado para todos los piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros del mundo — añadió —. El único auténtico santuario que queda sobre la faz de la tierra.

— ¿Curioso, no es cierto? — le hizo notar el capitán —. Aquí se concentra el mayor número de criminales que haya existido nunca, y sin embargo es el único lugar en que un hombre honrado puede sentirse a salvo.

Lucas Castaño dejó escapar una achispada risita.

— Confío en que en esta maravillosa ciudad no exista en estos momentos un solo hombre honrado — dijo —. Acabaría por robarnos a todos. — Se puso en pie casi tambaleándose —. Me voy a dormir — concluyó —. Puesto el cebo, ya todo es cuestión de paciencia.

«Paciencia» era una palabra harto difícil de encontrar en el diccionario privado de todo aquel que tuviera menos de veinticuatro años, y en este caso Sebastián Heredia no constituía en modo alguno una excepción, pese a que el tiempo a bordo del Jacaré le hubiera enseñado a dejar pasar horas y días aguardando la aparición de una presa en el horizonte.

Piratas y corsarios no eran en el fondo más que pescadores de barcos siempre al acecho de sus víctimas, pero en esta ocasión el margariteño sabía de antemano que la víctima constituía una pieza fuera de serie, no sólo por el hecho de que se tratase de uno de los más poderosos navíos del Caribe, sino, sobre todo, porque su capitán estaba considerado como el más bestial de los criminales.

Mombars — jamás nadie conoció cuál era en realidad su nombre de pila — había pasado la mayor parte de su vida dedicado a la odiosa tarea de abrirle las tripas a los españoles por el simple placer de hacerlo, o tal vez porque los desvirtuados relatos de un cura iluminado le habían trastornado hasta el punto de convertirlo en un fanático incontrolable.

Quizá, si en el momento de leer al padre Bartolomé de Las Casas, hubiera sabido que éste, antes de convertirse en paladín de los indígenas y malhadado creador de la tristemente célebre «leyenda negra española», había sido el mayor traficante de esclavos de la isla de La Española y el principal impulsor de la injusta y cruel Ley de Encomiendas impuesta por su buen amigo y protector el gobernador Ovando, el entonces jovencísimo Mombars se habría detenido a meditar en el hecho de que los golpes de pecho de un arrepentido nunca debían constituir la mejor bandera para iniciar su sangrienta cruzada.

Jugador, mujeriego, borrachín, pendenciero y, sobre todo, ambicioso, Bartolomé de Las Casas había estado considerado como uno de los hombres más indeseables de las Indias Occidentales hasta el desafortunado día en que asistió a un severo oficio religioso en el que se le echaba públicamente en cara todos sus vicios y desmanes, momento en que decidió de improviso regenerarse tomando los hábitos y siguiendo el trillado sendero de la mayoría de aquellas mujeres que, siendo muy golfas, en cuanto se casan se convierten en las más puritanas.

Pocos hombres a lo largo de la historia han hecho tanto daño a tantos como Bartolomé de Las Casas, ya que por su culpa millones de desgraciados indígenas pasaron a convertirse en esclavos, y también por su culpa la inmensa mayoría de los que jamás le ayudaron a imponer dicha esclavitud pasaron a la historia como nefastos opresores.

Pero todo eso no podía saberlo la enfermiza mente de un impresionable mocoso francés que debió llegar a la conclusión de que «español» era sinónimo de «criminal», por lo que se juró a sí mismo aniquilar del modo más cruel posible a todo el que hubiera nacido en el país vecino.

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