Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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— ¡Menudo hijo de puta!

— Más hija de puta debía ser la mujer que lo aceptó. Sin embargo, el hermano de doña Celeste, Sebastián, que era apenas un muchacho, sacó una noche del presidio a su padre y se embarcaron en una lancha, haciéndose a la mar.

— Un chico valiente.

— No puedes imaginar cuánto. Al cabo de casi dos semanas, y cuando ya estaban a punto de morir, los encontró un barco pirata, el Jacaré , a cuyo capitán, el famoso Jacaré Jack, le encantó el desparpajo y la astucia del muchacho, hasta el punto de que cuando años más tarde decidió retirarse a su Escocia natal, le dejó en herencia el barco y el nombre.

— ¡Ahora lo entiendo! — admitió el español—. Yo siempre había oído hablar de Jacaré Jack como de un hombre mayor. ¿De modo que hubo otro?

— El joven Sebastián, que sacó a su hermana del palacio del gobernador cuando éste parecía dispuesto a sustituir a la madre, que se había convertido en una gorda borracha y repugnante, por la hija, que empezaba a florecer. — Urco Huancay chasqueó la lengua en un gesto que parecía querer demostrar la magnitud de su repugnancia—. Por lo visto la vieja estaba dispuesta a cerrar los ojos e incluso favorecer ese cambio a condición de no perder sus privilegios.

— ¿Cómo puede existir una mujer así?

— Del mismo modo que existen hombres así. Tener tetas nunca ha sido una garantía de honradez, y cuando una mujer sale bruja es más bruja que el más brujo de los brujos. Por suerte, Sebastián apareció a tiempo, se llevó a su hermana a Port Royal y allí vivieron hasta el jodido día que el terremoto acabó con todo. Sebastián murió, y el resto de la historia ya te la he contado.

— ¡Curiosa.!

— Muy curiosa, en efecto. Doña Celeste adoraba a su padre y a su hermano, y ahora que los ha perdido a los dos no tiene muchos motivos de alegría…

— Pero siendo joven, guapa y muy rica, podría tener lo que quisiera. ¿Por qué no se va a Europa, a vivir en paz y sin problemas?

— No es su carácter. Ella lucha por aquello en lo que cree: la liberación de los negros.

— ¡Sigo pensando que se trata de una soberana estupidez! Hoy por hoy nadie conseguir abolir el tráfico de esclavos. Hay demasiados intereses en juego…

— Yo lo sé, tú lo sabes, ella lo sabe, y todos lo sabernos, pero doña Celeste es de las que adoran luchar contra corriente…

Fue a añadir algo pero León Bocanegra avanzó la mano colocándosela sobre la boca en clara invitación a que guardara silencio.

Permanecieron muy quietos, escuchando, y al poco resultó evidente que tenían razón a la hora de ser prudentes. Pese a que se encontraban ocultos en lo más profundo de la espesura, se escuchaban nítidos rumores de hojas secas al ser aplastadas y ramas al partirse.

Alguien avanzaba hacia ellos, y por el ruido cabía deducir que no se trataba de una sola persona.

Se ocultaron aún más y atisbaron por entre la maleza.

Pasaron, angustiosos, los minutos.

El rumor se percibía cada vez más cercano, los chasquidos eran más y más frecuentes, y al poco a los ruidos propios del avance se unió otro, confuso y casi indescriptible, como si un enorme bombo estuviera girando sobre si mismo, estrujando y apretujando cuanto llevaba en su interior.

Se observaron perplejos, preguntándose en silencio qué podía significar aquello.

Al poco, las llanas se abrieron para que hiciera su aparición una extraña forma ondulada que se movía de un lado a otro, y tras ella dos blancos y amenazadores colmillos a los que seguía la gigantesca masa gris de un elefante.

El asombro, y tal vez el espanto, les impidió moverse.

La bestia se detuvo, alzó la trompa, arrancó unas ramas tiernas y se las llevó a la boca.

En su quietud pudieron llegar a la conclusión de que el extraño rumor procedía de su estómago, que al parecer se retorcía y agitaba a la hora de digerir ramas y frutos.

El animal, un viejo macho de gigantescas proporciones, se movía con la lentitud y la tranquilidad de quien se sabe dueño absoluto de la foresta, y ni siquiera pareció alterarse cuando en un momento dado torció la trompa hacia donde se encontraban y venteó el aire a la búsqueda de nuevos olores.

Sin duda adivinó que allí, entre los matojos, se ocultaban dos míseras criaturas humanas, pero una especie de sexto sentido le debió de advertir que se encontraban demasiado asustadas, por lo que resultaban de todo punto inofensivas.

Lo observaron durante los largos minutos que el despectivo mastodonte se dedicó a pastar por las proximidades antes de optar por alejarse con la indiferente calma de quien desprecia profundamente a sus posibles enemigos.

Cuando al fin dejaron de escucharle lanzaron un profundo suspiro de alivio.

— ¿Habías visto alguna vez alguno? — quiso saber el peruano.

— Tan cerca no — admitió su interlocutor—. Y la verdad es que acojona.

— ¿Qué pasaría si en lugar de comer hojas, ramas y frutos, comiera gente?

— Que no quedaría un negro en África. — El español agitó la cabeza como si pretendiera reafirmar la magnitud de su admiración—. Es el animal más bello que he visto nunca — musitó—. Lo más grandiosa que nadie pueda imaginar… — Se puso en pie muy lentamente—. Y ahora ser mejor que nos pongamos en marcha.

— ¿A plena luz del día? — se sorprendió Urco Huancay.

— ¿Y qué otra cosa podemos hacer? — fue la lógica respuesta—. De noche no avanzaríamos ni un metro en la dirección correcta. A partir de ahora tenemos que darle un vuelco a nuestros hábitos.

Iniciaron por tanto la marcha, con infinitas precauciones, paralelos siempre al cauce del río que se iba ensanchando a ojos vista, siempre en silencio, muy despacio, y atentos al menor rumor que les llegara.

Aquélla era una selva muy diferente a la que León Bocanegra había conocido en la orilla sur del lago Chad, e incluso de la que cubría las montañas en las que se había tropezado con los fenéc y sus. esclavos. Aquélla era la auténtica jungla guineana, de lluvias constantes, calor pegajoso y un vaho denso que ascendía a partir de media mañana de la tierra y se enroscaba en torno a las lianas y los gruesos árboles confiriendo al paisaje un aspecto fantasmagórico y en ciertos momentos aterrador.

Los pies se hundían en una especie de fango putrefacto conformado, más que por tierra o barro, por detritus amontonados a lo largo de millones de años, y era tal la humedad de ese suelo oscuro y pestilente, que al poco las correas que sujetaban las sandalias se reblandecieron hasta el punto de que el español se vio obligado a continuar el viaje descalzo.

El sol; un sol triste, lejano e impreciso, les indicaba que el río había variado su rumbo hacia el oeste, pero como era ese río el que debía conducirles al mar, se limitaron a seguir su curso sin preocuparse de ninguna otra circunstancia.

Descubrieron senderos.

Senderos diminutos, tal vez abiertos por las bestias o tal vez por los humanos, pero las constantes lluvias borraban pronto las huellas, por lo que resultaba imposible dilucidar si se trataba de los unos o los otros.

Al atardecer les asaltó de nuevo un apetitoso y denso olor a carne asada, lo cual les obligó a extremar aún más las precauciones; al poco vieron a un par de chicuelos muy negros bañándose en la orilla opuesta y minutos después descubrieron un diminuto poblado semioculto tras una alta empalizada de gruesos troncos.

Ni siquiera tuvieron ocasión de vislumbrar el aspecto de sus habitantes.

De varias de sus chozas ascendía un humo denso, pero la altura de la empalizada impedía distinguir a nadie.

De pronto una mujer comenzó a cantar.

Tenía una voz cálida, agradable y melodiosa, y aunque lo que decía resultaba de todo punto incomprensible para ambos, la alegría que demostraba les obligó a quedarse muy quietos, como hechizados por las diferentes tonalidades que subían y bajaban como el gorgojeo de un millón de pájaros de la foresta, ya que era aquélla una garganta en verdad prodigiosa que sabía imitar a la perfección el trino de la mayor parte de los habitantes de la jungla.

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