Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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¡Estaban cansados!

¡Tan cansados!

Noches de tensión, días de espera. Y el peligro acechando en cada recodo del camino.

Pero al fin, una noche gloriosa, y tras dejar a la derecha una inmensa isla de espesa vegetación, se adentraron en una ancha corriente que llegaba, mansa y poderosa desde el norte.

¡El Níger!

¡Dios fuera loado!

¡El Níger!

Las lágrimas anegaron los ojos del peruano que necesitó un largo rato a la hora de deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

— Lo hemos conseguido — musitó al fin—. ¡Lo hemos conseguido, hermano! Reconozco estas aguas y esas orillas. Aquí empieza el país de los libertos.

León Bocanegra no replicó puesto que se encontraba de igual modo conmovido por la indiscutible realidad de que se habían adentrado en el prodigioso cauce de aquel río del que Sixto Molinero le hablara años atrás como única vía de escape posible. El río que el mítico guerrero Tombuctú desvió por venganza a base de coraje y paciencia, discurría sin prisas hacia ese mar en el que había depositado siempre todas sus esperanzas.

Pese a la seguridad de su posición, poco antes del alba se ocultaron una vez más entre la maleza, pero en esta ocasión ni siquiera pudieron pegar ojo. Permanecían al acecho, observando cada movimiento de la vegetación, cada rumor de voces, cada gesto de las bestias que habitaban las orillas, a la espera de un detalle que les indicara que en verdad se encontraban fuera de peligro.

Al fin, pasado el mediodía, una altiva falúa armada de una amplia vela triangular y adornada con multicolores gallardetes hizo su aparición llegando desde el sur.

Navegaba muy despacio, venciendo la fuerza de la corriente a base de continuas ciabogas en las que aprovechaba al máximo la breve brisa reinante, y a medida que la veían aproximarse metro a metro sus corazones latían con más fuerza, ansiosos por distinguir los rostros de quienes tan hábilmente maniobraban.

Al fin, Urco Huancay dio un salto y echó a correr hacia la orilla.

— ¡Cristianos! — gritaba como un poseso—. ¡Son cristianos!

Cristianos eran, en efecto, y tripulantes de La Dama de Plata patrullando la frontera norte, a los que costó un enorme esfuerzo reconocer en aquel personaje peludo y vociferante al fiel compañero desaparecido meses atrás.

— ¡Vaya! — exclamó sonriente el escuálido hombrecillo que parecía comandar la menguada tropa—. ¿De modo que a los salvajes no les gusta la carne de cholo andino…? ¡Ya me parecía a mí!

Saltó a tierra, abrazó con afecto al peruano, y se volvió luego a observar, perplejo, al extraño personaje que surgía en esos momentos de la espesura y que avanzaba hacía la embarcación con paso firme y elástico.

— ¿Y ése? — inquirió—. ¿De dónde ha salido?

— Es una larga historia — replicó Urco Huancay—. Larga y casi inconcebible.

— Es una historia terrible — admitió Celeste Heredia—. Terrible, incluso para quienes estamos habituados a escuchar terribles historias, pero a través de ella deduzco que debéis ser el primer europeo que ha atravesado África de norte a sur.

— Por lo que he podido averiguar, ni tan siquiera he recorrido una cuarta parte… — le contradijo con naturalidad León Bocanegra—. Al este del lago Chad se extiende otro tanto de desierto, y hacia el sur las selvas continúan hasta el cabo de Buena, Esperanza. Éste es en verdad un continente inmenso y tan repleto de contrastes, que a mí mismo me asombran.

Se encontraban reunidos bajo la toldilla de popa, con Celeste Heredia rodeada por sus hombres de confianza: el capitán español Sancho Mendaña, el en apariencia siempre frío y distante Gaspar Reuter, el diminuto veneciano Arrigo Buenarrivo y el anciano y desarrapado Padre Barbas. Resultaba evidente que ninguno de ellos ocultaba su admiración ante la magnitud de las hazañas de aquel hombre flaco, fibroso, de ojos enfebrecidos y espesa cabellera, que había hecho una pormenorizada referencia a sus infinitas calamidades en el corazón del continente con la pausada serenidad de quien cuenta bucólicos paseos durante un agitado fin de semana en la campiña.

— Jamás había oído hablar de esclavos blancos — Señaló al fin el impresionado Sancho Mendaña—. Pero por lo que habéis contado resulta evidente que su destino es mil veces peor que el de todos los negros que permanecen cautivos en América.

— Que no os quepa la más mínima duda — admitió convencido el recién llegado—. Nada de cuanto puedan padecer esos infelices en una hacienda de caña caribeña admite comparación con las salinas del Chad.

— ¡Increíble! ¡Sinceramente increíble! — intervino a su vez el por lo general flemático Gaspar Reuter—. Obligar a seres humanos a sacar sal hasta la muerte. ¿Estáis seguro de que toda vuestra tripulación ha perecido?

— Razonablemente seguro — puntualizó el capitán español—. Nadie puede sobrevivir en condiciones tan extremas durante mucho tiempo.

— ¿Cuánto estuvisteis allí? —No lo tengo muy claro ya que los días se me antojaban todos iguales en un lugar en el que apenas se advierten los cambios de estación. Tal vez dos años; tal vez tres…. ¡Cualquiera sabe!

— Demostrasteis mucho coraje.

— A la hora de conservar la vida, no es el coraje lo que importa, sino las ganas de vivir — sentenció convencido León Bocanegra—. Con demasiada frecuencia es el miedo el que más te ayuda a la hora de seguir adelante…

— ¡Bien! — atajó Celeste Heredia dando por concluida la conversación—. Resulta evidente que os encontráis fatigado, y lo mejor que podemos hacer ahora es permitir que descanséis en paz y sin sobresaltos. Sobrado tiempo tendremos de ahondar en el tema.

Dos días y dos noches durmió León Bocanegra.

Dos días y dos noches en los que de tanto en tanto despertaba como si presintiera el peligro, para tranquilizarse de inmediato al escuchar el leve crujido de las cuadernas del navío, y aspirar el amado olor a brea que le retrotraía a lejanos tiempos nunca olvidados.

Descansar en la oscuridad del camarote de un enorme galeón significaba casi tanto como regresar al vientre de su madre; a la seguridad del seno en que siempre había vivido; al mundo del que jamás pretendió huir, y en el que tan a gusto se sentía.

Le faltaban, eso sí, el arrullo de las olas y el perfume de un mar aún demasiado lejano, pero tenía razones para confiar en que muy pronto ese infinito mar, tan deseado, se abriría de nuevo ante él con toda su prodigiosa magnitud.

Y en cuanto cerraba de nuevo los ojos a su mente acudía de inmediato el sereno rostro de la mujer de la que tanto había oído hablar durante aquellas últimas semanas y cuya presencia real no le había decepcionado en absoluto.

Era exactamente tal como el peruano se la había descrito: dulce, serena, tierna y etérea hasta parecer casi irreal, pero al mismo tiempo decidida, hermosa e inteligente.

Con esa imagen volvía a dormirse.

Y con esa imagen despertaba.

Pero cuando al fin regresó por completo a la realidad, le desconcertó descubrir la absurda y casi incomprensible complejidad de semejante realidad.

Lo que Urco Huancay le contara sobre la liberación de los esclavos durante el largo viaje de regreso también había resultado cierto en cada uno de sus puntos: allí a orillas del gran río, y en torno a lo que antaño fuera ciudadela del desaparecido Rey del Níger había nacido un auténtico país de hombres libres, pero la libertad, entonces, como ahora y como siempre, parecía convertirse en un concepto ideológico harto difícil de asimilar.

Dejar de ser esclavo no equivalía, en semejantes latitudes, a convertirse como por arte de encantamiento en un ser libre.

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