Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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Una voz femenina vibrando feliz en mitad de una selva en la que les acechaban incontables peligros constituía en verdad un choque anímico mucho más brutal que la brusca aparición de una fiera sedienta de sangre, ya que les transportaba, de improviso, a mundos muy lejanos de los que apenas conservaban un simple recuerdo.

¿Cuándo fue la última vez que el capitán Bocanegra oyó cantar a una mujer con idéntica alegría?

Aquella voz venía a dejar constancia de que incluso en el más perdido rincón de la espesura del continente negro, allí donde reinaban los leopardos, las serpientes y los elefantes, existía, no obstante, una mujer feliz con su destino, que no dudaba a la hora de demostrarlo con una de las formas más hermosas que existen de expresar los sentimientos.

Tomaron asiento apoyados contra el tronco de una frondosa ceiba y escucharon.

Su vieja enemiga, la nostalgia, llegó a la carrera, jadeante, como si se avergonzara de haberse quedado rezagada días atrás.

Allí estaba de nuevo decidida a roerles las entrañas, agrietarles el corazón, y dejar caer sobre sus espaldas la pesada carga de las evocaciones.

La suya era ahora una soledad compartida, extraña quizá, pero no por ello menos dolorosa.

Pese a que se encontraban sentados apenas a unos centímetros de distancia, en aquellos momentos ninguno de los dos se sentía acompañado, puesto que sus mentes se encontraban demasiado lejos de la ceiba.

Una debía de haber volado hasta Perú, y la otra, hasta la cubierta de un vicio barco del cual ya no quedaba nada.

Caía la tarde; llegaba la noche tan perezosa cuando se va adueñando de cada hoja, cada llana y cada tronco como si se tratara de una apocalíptica bestia que fuera engullendo el mundo a bocados para sumirlo en la impenetrable oscuridad de su gigantesco estómago, y cuando al fin ellos mismos se supieron engullidos, cerraron los ojos para permitir que el cansancio les venciera mientras aún resonaba en sus oídos aquella mágica voz tan repleta de cadencias.

¿Por qué no se alejaron?

Quizá el hecho de dormir en la proximidad de otros seres humanos — aunque tal vez fueran caníbales— contribuyó en cierto modo a aliviar sus temores.

Y es que posiblemente el peor de los temores no fuera ya la muerte, sino el convencimiento de que su existencia se limitaba a aquel continuo vagar de un lado a otro, huyendo siempre de algo o de alguien, y buscando una salida inexistente al mayor de los laberintos jamás imaginados.

Volar como Ícaro aun a riesgo de quemarse las alas bajo el sol constituía la única esperanza de salvación, y a falta de alas, dejaban volar su imaginación que les llevaba de regreso a su mundo.

Al alba les despertó la hermosa voz cuya alegría de vivir parecía no conocer horarios, y ambos sintieron envidia por no ser negros, no ser nativos de aquella espesa selva, y no poder atravesar la empalizada libremente con el fin de conocer a la dueña de tan prodigiosa garganta.

Reanudaron la marcha cabizbajos, silenciosos y cansados de antemano por el peso de la profunda amargura que se había convertido de improviso en incómoda compañera de viaje.

Pasado el mediodía advirtieron que un nuevo río que llegaba del sudeste se unía al que seguían, con lo que casi doblaba su anchura, y poco más allá, y también en la orilla opuesta, distinguieron un nuevo grupo de chozas protegida de igual modo por una alta empalizada, pero que ofrecía la particularidad de que, varadas en la arena, se distinguían cuatro largas piraguas de oscura madera.

— Eso es lo que necesitamos — señaló el español—. Una piragua con la que navegar de noche y escondernos de día.

Se sentaron por tanto a esperar a que las tinieblas se adueñaran del paisaje, aguardaron hasta tener la completa seguridad de que los nativos dormían, y sólo entonces se introdujeron en el agua para dejarse arrastrar por la corriente e ir a poner el pie en tierra a menos de diez metros de las embarcaciones.

Permanecieron largo rato muy quietos, escuchando en silencio, y al fin se apoderaron de la primera de ellas y se perdieron en las sombras de la noche sin pronunciar palabra.

El simple hecho de navegar, de sentir el rumor del agua al deslizarse sobre los costados, y el ligero vaivén que les remontaba a viejos tiempos, les devolvió en cierto modo el ánimo perdido, puesto que al fin y al cabo ambos eran marinos y era a bordo de una nave, aunque fuera tan frágil como aquélla, donde 'se sentían verdaderamente a gusto.

Desde el centro del cauce, lejos de los altos y copudos árboles, se distinguían a menudo las estrellas, y a través de ellas León Bocanegra supo que realmente avanzaban en la dirección apetecida, siempre hacia el sudoeste, siempre en procura del ansiado golfo de Guinea.

—Éste debe ser un afluente del Níger — señaló a la mañana siguiente, cuando se encontraron seguros Ocultos, junto a la piragua, en lo más espeso de la foresta.

— Existe un río, el Benué, le llaman los nativos, que desemboca en el Níger a unos dos días de navegación de donde se encuentra el barco — replicó el peruano—. Con suerte, tal vez sea éste.

— Raro sería que la suerte se dignara hacerme una visita — puntualizó su acompañante—. Pero también es cierto que no puede pasarse muchos más años esquivándome. Si no es el Benué, es de esperar que sea al menos uno de sus tributarios.

Con ese sueño soñaron.

Con esa ilusión durmieron.

Con esa esperanza despertaron al caer la noche, y con ese deseo reemprendieron la marcha aguas abajo.

Se deslizaban tumbados en el fondo de la embarcación, sin asomar apenas más que las manos y la cabeza, con el fin de que quien distinguiese en las tinieblas una mancha que se movía sobre la superficie supusiera que no se trataba más que de uno de los muchos troncos que arrastraba la corriente.

Al poco comenzó a diluviar.

Cataratas de agua se precipitaban desde nubes tan bajas que parecían rozar las copas de los más altos árboles, y gracias debían dar puesto que si tan gigantesca masa líquida se hubiera precipitado desde una altura más considerable hubieran corrido serio peligro de perecer aplastados.

Las lluvias del Benué —si es que en verdad era el Benué— no eran, ni habían sido nunca, normales.

A las lluvias del Benué —si es que en verdad era el Benué— no les faltaba más que el Arca de Noé para pasar día tras día a la historia de las grandes catástrofes, pero por suerte el drenaje de la región había sido diseñado por la naturaleza con tan absoluta perfección que de inmediato las aguas que escurrían de las hojas de los árboles se deslizaban sobre la maleza putrefacta e iban a parar al cauce del río que de ese modo crecía y se ensanchaba a ojos vista.

Ni un rayo de sol hería durante tres o cuatro días la tierra.

Ni una estrella hacía su aparición a todo lo largo de la noche.

Al rumor de la corriente tan sólo le vencía el restallar de las centellas y el retumbar del trueno.

Deslumbrantes relámpagos trazaban caprichosos dibujos sobre las oscuras nubes.

El arco iris había emigrado de la región mil años antes para dejar a las tonalidades grisáceas como indiscutibles dueñas del paisaje.

Musgo y moho trepaban mansamente por las rugosas cortezas de los árboles.

En los amaneceres tiritaban.

A la caída de la tarde despertaban con la impresión de encontrarse encerrados en la más gigantesca sauna del planeta.

Durante las largas horas de vigilia, ocultos entre el ramaje a poco más de diez metros de la orilla, hablaban en susurros de doña Celeste Heredia, de su barco, de su historia, o del lejano mundo que habían dejado atrás hacia ya tanto tiempo.

El exceso de humedad bajaba sus defensas sumiéndoles en la laxitud y la desgana.

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