Se dirigía hacia el sur; hacia el interior del dilatado Atlántico.
León Bocanegra permaneció largo rato en pie bajo la lluvia, observando con profunda amargura cómo la mujer a la que amaba se iba empequeñeciendo en la distancia.
Había sufrido tanto en el transcurso de los últimos años que estaba convencido de que toda su capacidad de padecimiento había quedado agotada, pero resultaba evidente que no era así.
No era así en absoluto.
Sufría tanto o más que durante los terribles años que pasó encadenado en una tórrida salina.
Y es que ahora no le dolían las piernas o los ojos.
Le dolía el alma.
La Dama de Plata era ya apenas un punto en el horizonte cuando el cielo se abrió, dejó de llover, y un rayo de sol se aventuró entre las espesas nubes para ir a iluminar la quieta superficie de aquel mar que semejaba ahora un sucio espejo carcomido.
León Bocanegra tomó asiento, abrió el cofre y con mano temblorosa rompió el lacre de la carta que llevaba su nombre.
La leyó en voz alta, como si por el hecho de escuchar su propia voz se sintiera tal vez menos solo y menos desgraciado.
Amor mío:
Ésta es la primera, y probablemente la última vez, que escribo o pronuncio tan dulces palabras.
No sé si con ello aumento o mitigo tu dolor, pero al menos a mí me sirve de consuelo.
Te acompaño un mandato para mi banquero en Sevilla que te proporcionar cuanto necesites para fletar un barco. Quiero que sea el más hermoso que surque los mares, y que le pongas el nombre de mi hermano.
Tal vez algún día lo aviste en la distancia y me sentiré feliz al saber que tú eres feliz a bordo.
Te suplico que no lo rechaces. Te lo debo por lo mucho que has sufrido, o por el mero hecho. de haber conseguido que haya podido considerarme una auténtica mujer aunque tan sólo fuera por muy corto espacio de tiempo.
Y quizá sea también la única forma de que algún día volvamos a encontrarnos.
Admito que todo esto se debe a que aún no sé con la suficiente exactitud cuáles son mis verdaderos sentimientos hacía ti y no considero lógico que por el simple hecho de desear que me acaricies la mano, me mires a los ojos o me digas unas dulces palabras deba poner en peligro las vidas de quienes tan fieles me han sido y tanto han arriesgado por mí.
Para bien o para mal debo seguir siendo La Dama de Plata , hasta que me convenza de que no lo soy porque lo que en verdad anhelo no es comandar un barco o liberar esclavos, sino volver a sentirme una auténtica mujer en tu presencia.
Por todo ello, si dentro de tres años continúo pensando que lo que ahora experimento es auténtico amor, pondré proa a la isla de Margarita y fondearé mi barco en el centro de la bahía de Juan Griego, justo frente a la casa en que nací.
Si por tu parte también sigues creyendo que vale la pena dedicar el resto de tu vida a cuidar de una mujer que vive a la sombra de la horca, me sentiré feliz al descubrir que el Sebastián Heredia se aproxima a mi borda.
Te seguiré adonde quieras ir, pero recuerda el verso:
El tiempo es al amor
lo que la vela al viento.
si sopla con suavidad lo hará llegar muy lejos
Si sopla con brusquedad lo acabará rompiendo.
Hasta entonces:
CELESTE.
Alberto Vázquez-Figueroa
Lanzarote, junio 1998
Ver Piratas y Negreros , del mismo autor