Sabía por experiencia que con frecuencia el solo hecho de cuestionar una maniobra o realizarla a desgana podía provocar un error, y en el mundo de la navegación un pequeño error podía significar el desastre final.
Luchaba y sudaba a todas horas como el que más, desconcertado tan sólo por el hecho de que un viaje que había comenzado en una lejana playa de forma tan lenta y tan pausada estuviera alcanzando no obstante en su tramo final un ritmo tan sorprendentemente desenfrenado.
Nunca, bajo ningún viento y sobre ningún tipo de mar, ningún navío que él conociera había alcanzado con anterioridad semejantes velocidades.
Por su, parte, y consciente de que llevar La Dama de Plata hasta el mar era en aquellos momentos un trabajo de hombres por lo que su presencia sobre cubierta tan sólo contribuiría a provocar confusión y desasosiego, su propietaria, Celeste Heredia, apenas solía hacer acto de presencia en el puente, dejando transcurrir la mayor parte de las horas del día en el interior de su camareta.
Rumiaba su derrota.
Hundida en la tristeza, rumiaba una y otra vez el fracaso de sus largamente acariciados sueños de libertad para los que siempre había considerado sus iguales, y que por primera vez se veía en la obligación de admitir que eran a buen seguro muy diferentes.
Recordaba sus largas conversaciones con los miembros más prominentes de cada etnia, y se preguntaba cómo era posible que la mayor parte de ellos pudieran continuar anteponiendo pasados rencores a nuevas esperanzas, y cómo era posible que optasen por un negro futuro cargado de cadenas cuando se les estaba ofreciendo un prometedor destino basado en la mutua comprensión y la paz duradera.
Odios ancestrales continuaban imponiendo su ley a orillas del Níger, y Celeste Heredia no podía ni siquiera imaginar que el calvario que había vivido durante aquellos terribles meses de incomprensión continuaría de igual modo vigente tres siglos más tarde, sin que ni siquiera entonces nadie supiera cómo poner fin a tamaña desgracia.
Su derrota, a la que seguiría la derrota de otros muchos, la sumía en una profunda depresión a la que no era en absoluto ajeno el hecho de que de igual modo se sabía descentrada en cuanto se refería a sus más íntimos sentimientos.
Única mujer entre demasiados hombres, alimentada espiritualmente por un quimérico deseo de cambiar el mundo a base de proclamar que nadie tenía derecho a esclavizar a otro ser humano, descubría de pronto que todo cuanto había dicho y hecho durante tanto tiempo en favor de los demás carecía de sentido.
Sin duda su puesto no estaba en el castillete de popa de un oscuro galeón erizado de cañones y rodeada de rudos marineros, sino en el jardín de una hermosa mansión rodeada de niños.
Y era cuando pensaba en ello, cuando hacía su aparición, como entre brumas, la inquietante figura de León Bocanegra.
Durante aquel peligroso viaje de regreso hacia el mar corriendo desalentados a lo largo del caudaloso Níger, Celeste Heredia llegó a la conclusión de que amaba a León Bocanegra, pero de igual modo llegó a la conclusión de que el simple hecho de pensar en él constituía una inadmisible traición a su pasado.
¿De qué servía que tantos hombres valientes incluido su propio padre, hubieran muerto durante el asalto a la fortaleza del Rey del Níger, si bastaba con que hiciera su aparición un personaje ciertamente singular para que la difícil empresa en que se había embarcado ocupara de improviso un segundo término?
¿De qué servía el esfuerzo que se había obligado a hacer para mantener las distancias con respecto a setenta hombres, si ahora uno solo de ellos estaba en disposición de romper esa barrera debido a que se le antojaba que sus ojos brillaban de una forma extraña, o su voz sonaba de un modo diferente?
Celeste Heredia tenía plena conciencia de lo que podía ocurrir a bordo del galeón la noche en que aceptara que un hombre — fuera el que fuera— atravesara el umbral de su puerta.
Esa noche estaría quebrantando unas normas que ella misma había impuesto, y estaría despreciando de forma ignominiosa los sentimientos de toda una tripulación.
Su primera obligación era por tanto ser consecuente con sus actos, y la sola idea de aceptar que se sentía atraída por León Bocanegra constituía a su modo de ver una inadmisible inconsecuencia.
Era una auténtica mujer, de eso no cabía duda, y por el mero hecho de serlo tenía derecho a amar como tal, pero también era cierto que voluntariamente había renunciado al papel que le había sido asignado a la hora de nacer, y no se le antojaba justo aprovechar su situación predominante para cambiar a su antojo las reglas de un juego que ella misma había inventado.
Comprendía ahora, eso sí, que dicho juego se había vuelto harto complejo y peligroso.
Cuando se decidió a comprarle al temible corsario Laurent de Graff su poderoso galeón con el fin de dedicarlo a combatir el tráfico de esclavos, tenía muy claro que se vería obligada a enfrentarse a los rugientes cañones de las naves enemigas e incluso tal vez a la traición de unos hombres a los que haría muy feliz la idea de dedicar de nuevo la nave a la piratería, pero lo que no se le pasó nunca por la mente fue la posibilidad de que con el tiempo se llegara a una situación tan desconcertantemente ambigua como la que estaban viviendo en aquellos momentos.
Nunca antes había deseado pertenecer a ningún hombre y se diría que ahora pertenecía a más de medio centenar.
Nunca antes deseó dar explicación alguna sobre sus actos, y se diría que ahora tenía que estar justificando a todas horas cada gesto, cada palabra e incluso cada mirada.
Por qué se reía alegremente en un momento dado, por qué se vestía de una determinada forma, por qué hablaba con un joven gaviero durante más tiempo del previsto, por qué detenía la mirada tan sólo un segundo sobre el desnudo torso del herrero, o por qué invitaba a su mesa a unos sí y a otros no, se había convertido en obsesivo tema de conversación para una gran parte de cuantos navegaban a sus órdenes, y eran aquellos demasiados «porqués» para alguien cuyo único punto de partida había sido la necesidad de sentirse libre y ayudar a los demás a ser libres.
Aquellos a quienes consiguió liberar pronto se encontrarían de nuevo encadenados, y a cambio lo único que había conseguido era saberse prisionera en su propio barco y de sus propias acciones.
Extraños son los caminos que conducen al ser humano al lugar del que está intentando alejarse, pero con excesiva frecuencia tales caminos se entremezclan, obligando al que huye a regresar una y otra vez sobre sus propios pasos.
Celeste Heredia era lo suficientemente inteligente como para comprender que estaba regresando a marchas forzadas sobre sus propios pasos, no por la evidencia de que La Dama de Plata se deslizaba por el río rumbo al mar, sino porque abrigaba el íntimo convencimiento de que su forma de encarar el problema de los africanos había cambiado desde el mismo día en que puso por primera vez el pie en África.
Ahora comprendía que la solución al problema del tráfico de esclavos no se centraba tanto en cercenar las rutas de acceso a un continente, como en evitar, en su origen, que las razones por las que dicho tráfico existía, continuaran produciéndose.
Atacar y hundir uno tras otro barcos negreros era tanto como podar las puntas de las ramas de un gigantesco árbol cuyas raíces cada día se afincaban más en la tierra.
León Bocanegra le había relatado con todo lujo de detalles los espeluznantes sufrimientos de quienes eran raptados y vendidos a unos desalmados que los condenaban a trabajar hasta la muerte en las salinas, y por lo visto aquélla era una práctica cuyos principios se remontaban a cientos de años atrás.
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