Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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¿Cuánto podría tardar el concepto cristiano de que todos los hombres eran iguales en alcanzar las orillas del Chad, cuando resultaba evidente que hasta el presente tan sólo un cristiano había conseguido regresar con vida de ese lago?

¿Cuántos siglos serían necesarios para cambiar tan sólo — un ápice la mentalidad de unas gentes que arrastraban tras sí la triste tradición de cien generaciones de esclavos y esclavistas?

¿Qué importancia podía tener el hecho de convencer a un plantador de caña de Jamaica de que Dios no deseaba que continuara comprando negros, mientras el destino final de uno solo de esos negros pudieran seguir siendo las salinas?

Sentada a Solas, viendo cómo iban quedando atrás unas tierras a las que llegó repleta de esperanzas, Celeste Heredia experimentaba unos casi irrefrenables deseos de llorar, y si no lo hacía era porque había agotado ya su provisión de lágrimas.

La traición de su madre y la muerte de su hermano y de su padre habían colmado su capacidad de sufrimiento, y lo que ahora sentía no era dolor, sino únicamente pesadumbre por tener que escapar casi de puntillas, abandonando a su suerte a aquellos a quienes prometió la salvación.

Sin decir nada a nadie, sus tripulantes habían trepado a un barco que soltó amarras dejándose llevar por la corriente.

Sin decir nada a nadie, se marcharon tal como habían llegado.

Sin decir nada a nadie, huyeron del incongruente «país» que ellos mismos habían creado.

Pero pensándolo bien, ¿qué podían haber dicho? Siempre se habían sentido intrusos en un mundo y un paisaje que nunca les quiso.

Bienintencionados intrusos, pero intrusos al fin, serían recordados durante algunos años aunque tan sólo fuera por el hecho de haber intentado romper las eternas cadenas, pero para la mayoría de los nativos no pasarían de ser una curiosa anécdota condenada al olvido.

«Blancos locos» estúpidamente empeñados en cambiar una historia que había comenzado mucho antes de que el primer hombre blanco pusiera el pie sobre un enorme continente.

África era vieja, muy vieja, demasiado vieja sin duda, y debido a ello sus vicios y sus achaques se encontraban tan firmemente arraigados que ningún estúpido, por muy blanco que fuera, conseguiría remediarlos.

La accidentada travesía del océano y la larga estancia a orillas del Níger le habían servido a Celeste Heredia para comprender su tremenda pequeñez frente a la naturaleza, y lo infinitamente minúsculo de sus fuerzas frente a la tarea que se había propuesto llevar a cabo. Y cuando en muy raras ocasiones se le ofrece a un ser humano la oportunidad de verse cómo es en realidad, su reacción suele ser de insondable desánimo.

¿Qué caminos se le ofrecían a partir del momento en que se veía obligada a aceptar que su empeño era inútil?

¿Qué rumbo debía marcarle al capitán Buenarrivo?

¿Cuál era el futuro de aquel bravo navío?

Continuar persiguiendo buques negreros sería tanto como dedicar la vida a sacar agua de un pozo con un cesto de mimbre.

El agua siempre volvería al pozo y al final no quedaría más que dolor de brazos y frustración sin cuento.

Cada esclavo volvería a ser esclavo, y cada caníbal volvería a ser caníbal.

Y mientras tanto ella, Celeste Heredia, continuaría malgastando su juventud encerrada entre cuatro mamparos que apestaban a brea.

Jamás podría ponerse un vestido escotado. jamás podría sentirse deseada por aquel que ella quisiera sentirse deseada.

Y jamás podría entreabrir la puerta de su alcoba sin temor a que la atravesasen una oleada de rencores.

Se sentía como la abeja reina de una colmena estéril, en la que cada zángano parecía dispuesto a matar por conseguir que continuara siendo igualmente reina e igualmente estéril.

Quizá cualquier otro tipo de mujer se hubiera sentido íntimamente orgullosa al saberse tan amada de un modo tan extraño y tan profundo, pero Celeste Heredia sabía muy bien que eran las circunstancias y no ella misma lo que había provocado que la situación desembocara en aquel absurdo callejón sin salida.

Románticos muchachuelos, viejos libidinosos y soeces hombretones espiaban a todas horas cada uno de sus gestos, y el tiempo le había enseñado a adivinar qué era lo que pasaba por sus mentes en el momento de mirarla.

¿Pero qué era lo que pasaba por la mente de un hombre en cuyos profundos ojos grises se podían adivinar las cicatrices que habían dejado el dolor y la amargura de inconcebibles sufrimientos?

León Bocanegra era un hombre valiente, de eso no cabía la más mínima duda, pero el calvario por el que había pasado durante los últimos años no había quedado atrás sin dejar huella.

A menudo se le podía ver sentado sobre el tambucho de proa observando ensimismado el horizonte, y al advertir hasta qué punto se encontraba ausente, Celeste Heredia no podía evitar suponer que su espíritu había volado una vez más a aquella espantosa salina en la que perdieron la vida todos sus compañeros.

Que un capitán fuera testigo de cómo su tripulación se ahogaba en el océano debía ser sin duda una experiencia muy dura, pero que viera cómo iban cayendo uno tras otro en lo más profundo del más profundo desierto superaba todo lo imaginable.

Cuando un marino se enrolaba, al estampar su firma estaba poniendo su vida en manos del capitán y daba por sentado que a partir de aquel momento tenía la obligación de obedecer pero también tenía derecho a sentirse protegido.

Un simple marino no sabía manejar un sextante, marcar un rumbo, o interpretar una carta marina.

Sabía izar velas, afirmar calabrotes y baldear cubiertas.

Cumplía con su trabajo y confiaba en que quien le mandaba supiera cumplir con el suyo.

Y no se le antojaba justo despertarse una mañana en mitad de una salina en el confín del universo.

No podía ser culpa de una galerna; era culpa de aquel que no supo esquivarla.

Tal vez, o más bien seguramente, tal razonamiento no se ajustaba en exceso a la realidad, pero Celeste Heredia presentía que aquél era el razonamiento que León Bocanegra se hacía cada vez que se sentaba sobre el tambucho de proa a contemplar, durante horas, el lejano horizonte.

El sentimiento de culpabilidad es tal vez el más caprichoso de todos los sentimientos, puesto que con excesiva frecuencia se complace en asaltar a los inocentes al tiempo que se olvida por completo de los auténticos culpables.

Y suele ser también el más injusto, ya que le agrada tiranizar hasta la exasperación a quien tiene conciencia pero jamás se le ocurre hacer acto de presencia en la memoria de quienes no la tienen.

León Bocanegra nada pudo hacer frente a la desatada furia de los vientos, pero pese a tenerlo muy presente, la vida de cada uno de sus hombres le pesaba como las losas de las tumbas en las que nunca fueron enterrados.

A menudo rememoraba la dantesca noche de la muerte de Fermín Garabote como si aquella terrible tragedia fuera en realidad el compendio de todas las otras muertes de sus hombres, y lo que más lamentaba era saber que estaba a punto de abandonar para siempre el continente sin haber podido matar a un fenéc por cada miembro de su desaparecida tripulación.

Tenía plena conciencia que sus frustradas ansias de venganza le perseguirían por el resto de su vida allá dondequiera que fuese, y era ésa una amargura y una carga de la que jamás conseguiría desprenderse.

— El odio no ayuda a vivir; más bien nos va matando poco a poco — había señalado en cierta ocasión Urco Huancay al comentar el tema—. Lo sé por experiencia. Yo odié durante años a los que me enrolaron a la fuerza en aquel maldito barco, y no recuperé la alegría hasta que al fin decidí olvidar definitivamente el mal que me habían hecho.

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