Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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— ¿Con respecto a mí? —repitió—. ¿A mí como mujer?

— Exactamente. — ¿Y qué tienes tú de especial que no hubiera podido encontrar en cualquier otro? — quiso saber la muchacha en un tono frío y casi cortante—. A mi modo de ver no eres el más alto a bordo. Ni el más guapo. Y probablemente ni siquiera el más inteligente. Tienes un aspecto horrible, no más que piel y huesos, y tengo la leve impresión de que tu salud no debe ser muy buena.

— No, en efecto… — admitió el aludido con naturalidad—. De tanto en tanto me asaltan las fiebres y deliro — sonrió con cierta amargura—. E imagino que, en efecto, mi aspecto físico deja mucho que desear.

— ¿Entonces…?

— Jamás me he permitido hacerme la ilusión de que puedes sentir un interés especial por mí… —puntualizó puntilloso León Bocanegra remarcando mucho las palabras—. Lo único que señalé es que tal vez alguno de tus hombres pueda llegar a imaginárselo. Y creo que te preocupa que eso ocurra. ¿O no fue eso lo que dije?

— Sí —admitió Celeste Heredia con naturalidad—. Eso es lo que has dicho.

— El error no está por tanto en mis palabras, sino en tu interpretación. Personalmente no me importa lo que piense tu gente, pero entiendo que para ti debe ser importante. Es tu barco y son tus reglas. Ya te dije una vez que me amoldaría a ellas, pero por lo que veo con eso no basta.

— No. No basta.

— A los demás sí les ha bastado.

— Desde luego que sí.

— ¿Cuál es entonces la diferencia? Soy respetuoso, me mantengo tan alejado como todos y no subo al castillete de popa si no me invitas a tu mesa. ¿Qué más puedo hacer?

— Marcharte.

— ¿Por qué?

— Porque éste es mi barco, y yo te lo pido.

León Bocanegra tardó en responder. Clavó la vista en el gajo de luna que había hecho su aparición entre una espesa masa de nubes, jugueteó unos instantes con la cucharilla de café que descansaba sobre la mesa y por último asintió con un casi imperceptible ademán de cabeza:

—Ésa es la más convincente de las razones que me han dado nunca, aunque aun así no me convence. Creo que lo que en verdad ocurre es que tienes miedo.

— ¿Miedo a qué? —inquirió ella casi con agresividad.

— Miedo a todo. A la reacción de esos bestias, o al fracaso de la misión que te habías propuesto. Pero sobre todo miedo de ti misma y me consta que ése es el único miedo que nunca se vence.

— ¿Lo sabes por experiencia?

— ¡Naturalmente! Una tarde vi llegar una galerna y me atemorizó la idea de no saber cómo hacerle frente. Dudé de mis propias fuerzas, y el resultado fue que perdí mi barco y a más de cincuenta hombres.

— Continúa lloviendo… — puntualizó ella—. Pero no veo que se aproxime ninguna galerna.

León Bocanegra se puso en pie lentamente, sonrió apenas, y se llevó el dedo índice a la sien golpeándosela repetidas veces.

— Tu galerna no tiene que llegar. Llegó hace tiempo. La tienes aquí dentro — dio media vuelta, pero cuando ya comenzaba a descender por la escalerilla se giró apenas para añadir—: Pero si te asusta y no sabes hacerle frente, es tu problema. No el mío.

Agitó levemente la mano para desaparecer de inmediato bajo la intensa lluvia.

Fueron precisos tres fatigosos días con sus correspondientes noches para atravesar el ancho estuario del Níger sin destrozar el casco contra los incontables árboles sumergidos en lo que constituía ahora una infinita llanura empanada de la que se habían adueñado centenares de gigantescos cocodrilos que no parecían en absoluto tan inofensivos como los del lago Chad.

Aquí se disputaban con violencia la carroña que arrastraba el río desde muy lejos, y al observarlos los hombres no podían por menos que preguntarse qué podría ocurrir en caso de que se abriera una vía de agua y la nave quedara atrapada para siempre en aquel verde laberinto en el que las insistentes cortinas

de agua impedían incluso hacerse una idea de lo que les aguardaba más allá del siguiente grupo de palmeras.

Las bocas del Níger podían considerarse como una sucursal del infierno, pero no un infierno de fuego, sino de humedad pegajosa y pestilente que aplastaba los ánimos.

Pero por fin… ¡el mar!

Un mar tranquilo, de un verde oscuro, tan oscuro que casi recordaba una plancha de acero muy bruñido: un mar sin olas y sin ruido de mar, pero maravilloso e inigualable mar, al fin y al cabo, mar que olía a mar, que sabia a mar, y sobre el que se deslizaban mansamente miles de gaviotas.

¡El Paraíso!

¡Oh, Dios! Aquel gigantesco océano era el paraíso largamente anhelado; el sueño de mil noches de insomnio; la libertad más allá de la última playa del último promontorio de un empapado continente en el que un hombre había sufrido las más espantosas penalidades imaginables.

¡Oh, Señor!

¡El mar!

León Bocanegra descendió por la escala de cuerdas, introdujo el cuenco de la mano en el agua, bebió para cerciorarse de que no era aquél un inmenso lago traidor del interior del África, y ascendió de nuevo a cubierta para arrodillarse y dar gracias a la Virgen del Carmen por haber e permitido regresar con vida a lo que siempre había considerado casi como el vientre de su madre.

Celeste Heredia le observó mientras rezaba, meditó largo rato, y por último hizo un gesto a Sancho Mendaña.

— Que aparejen la mejor de las falúas — dijo—. Que carguen agua y comida para tres semanas. El capitán Bocanegra abandona el barco.

— ¿Está s segura de que exactamente eso es lo que quieres?

— Lo estoy. La observó con el gesto fruncido y concluyó por encogerse de hombros.

— Tú mandas — masculló.

Una hora más tarde, Celeste Heredia le pidió a León Bocanegra que entrara en su camareta, y sin abandonar su cómodo butacón hizo un gesto hacia el pequeño cofre que se encontraba sobre la mesa.

— Ahí tienes mapas, dinero y una carta. Si bordeas la costa, pronto o tarde encontrar s algún buque de la marina inglesa, francesa u holandesa que te devolver n a Europa. — Abrió las manos con las palmas hacia arriba en un significativo gesto de impotencia—. Es todo lo que puedo hacer por ti — concluyó.

— ¿Y tú qué harás? ¿Hacia dónde piensas dirigirte?

— Aún no lo sé —fue la honrada respuesta—. Y si lo supiera no te lo diría, porque cuanto menos sepas sobre nosotros, más seguro estarás.

— Entiendo… — Me alegra que lo entiendas. Y ahora te ruego que te vayas.

— ¿Así sin más?

Ella asintió con un leve ademán de cabeza.

— Así sin más… — musitó apenas—. Te deseo mucha suerte.

— También yo. Vas a necesitarla.

León Bocanegra recogió el cofre, dio media vuelta, salió al castillete de popa, estrechó la mano de Sancho Mendaña, el capitán Buenarrivo y el inglés Gaspar Reuter, y ya en la cubierta inferior, al pie de la escalerilla, abrazó con fuerza a un Urco Huancay que tuvo que hacer notables esfuerzos para no echarse a llorar.

La tripulación en pleno asistía en silencio a la escena, y la mayor parte de los ojos se alzaron hacia ella en cuanto Celeste Heredia hizo su aparición en la puerta de su camareta.

Las miradas de la mujer y del hombre que abandonaba la nave se cruzaron y podría creerse que se estaban transmitiendo algo, pero de sus labios no surgió ni una sola palabra.

Al poco, y ante la fría impasibilidad de la muchacha que se había vuelto a observar el horizonte, León Bocanegra saltó a la falúa y soltó los cabos que la unían a la borda del navío.

De un modo casi imperceptible el enorme galeón comenzó a alejarse empujado por una leve brisa que llegaba de poniente.

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