Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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— En absoluto — fue la respuesta—. Es joven. Y muy bonita.

— ¡Diantres! Pues se lo estar pasando bomba con toda una tripulación a su servicio. ¡Joder con doña Celeste!

— ¡Cuida tu lenguaje! — replicó el peruano súbitamente alterado y en un tono que no había empleado hasta ese momento—. Sé que te debo mucho, pero no consiento que insultes a doña Celeste. Es un ser maravilloso y pongo la mano en el fuego a que es virgen.

Se diría que semejante revelación dejaba de piedra al español, que durante unos instantes no acertó a pronunciar palabra como si lo que acabara de oír le resultase en verdad totalmente inadmisible.

Por último agitó negativamente la cabeza como si intentara desechar un pensamiento absurdo.

— ¿Pretendes hacerme creer que es la única mujer a bordo de un galeón, que es joven y bonita y que aun así no se acuesta con nadie?

— ¡Exactamente!

— ¡Perdóname, pero no puedo creerte!

— Me importa un bledo que me creas o no — le espetó su interlocutor en un tono casi agresivo—. Y ser mejor que dejemos el tema porque resultaría absurdo que, en nuestra situación actual, acabáramos por enemistarnos.

— ¿Tanto significa para ti? — Más de lo que haya significado nunca nadie en este mundo. Daría mi vida por ella, al igual que creo que la darían la mayor parte de los miembros de su tripulación.

León Bocanegra no respondió, sumiéndose en un extraño mutismo en el que se diría que estaba intentando asimilar cuanto acababa de escuchar y que sin duda iba más allá de su capacidad de raciocinio.

No obstante, careció del tiempo necesario como para llegar a alguna conclusión medianamente válida, puesto que de improviso su vista quedó clavada en un punto del horizonte.

— ¡Allí están! — susurró.

El peruano siguió la dirección de su mirada y al poco asintió con un gesto.

— Son ellos, no cabe duda. ¿Qué vamos a hacer? León Bocanegra alzó la vista y calculó el tiempo que tardaría el sol en ocultarse.

— ¡Deja que se cansen! — señaló al poco—. No quiero sorpresas arriesgándome a salir a campo abierto a la luz del día.

Fue una curiosa espera.

Dos hombres permanecían sentados, impasibles, observando cómo una partida de feroces guerreros fuertemente armados avanzaba hacia ellos con la evidente intención de aniquilarles, al tiempo que observaban de igual modo cómo el sol se dejaba caer mansamente sobre la línea del horizonte.

Lo que en un principio apenas eran diminutos puntos en la distancia, ganaban minuto a minuto en tamaño, cobraban vida y se transformaban metro a

metro en un peligro cierto, pero Urco Huancay conservaba la calma al advertir la seguridad en sí mismo con que el marino español dejaba pasar esos minutos.

Cuando al fin pudieron distinguirlos con total nitidez llegaron a la conclusión de que en efecto, venían agotados.

Todo un día de seguir sus huellas bajo un sol inclemente les obligaba a sudar a chorros, y si hubiesen tenido ocasión de escuchar su respiración habrían advertido, de igual modo, que cada vez resultaba más irregular y agobiante.

Se trataba de un grupo de hombres jóvenes y fuertes, acostumbrados a perseguir sus presas a través de selvas, montañas y llanuras, pero aquélla era una presa demasiado escurridiza, y que había aprendido mucho tiempo atrás a dosificar sus fuerzas.

El sol comenzaba a coquetear con el horizonte y casi se podía escuchar el jadeo de la tropa cuando León Bocanegra se puso perezosamente en pie para señalar con sequedad:

— ¡Ahora nos toca a nosotros! ¡Vamos!

Iniciaron una vez más, una de las infinitas veces más, la acompasada marcha con el fin de internarse en las sombras de la noche que pronto se adueñarían del paisaje, y al verles surgir de entre la espesura y alejarse, los salvajes lanzaron un desesperado rugido de impotencia convencidos de que habían sido nuevamente derrotados.

En el fondo era como un juego; un peligroso juego en el que la apuesta era la vida, pero estaba claro que aquélla era una tierra dura y cruel en la que la vida de todos sus habitantes pendía siempre de un hilo.

La llanura se poblaba cada vez más de espesura.

Las altas y resecas gramíneas y las aisladas acacias calcinadas por el sol iban dejando paso a una hierba verde y mullida, y a grupos de altos árboles que anunciaban a gritos la cercanía de la selva.

Los últimos rayos del sol rebotaban contra las cumbres de agrestes montañas que se alienaban hacia el este; montañas de las que nacían riachuelos que se iban abriendo camino por lo que parecía ser un gigantesco valle húmedo y fértil.

El desierto no era ya más que un recuerdo.

La sabana se dejaba vencer.

Las nubes que llegaban del aún lejano golfo de Guinea empezaban a hacerse dueñas de los cielos.

Olía a tierra mojada.

La noche era más noche sin la compañía de las estrellas.

África mostraba su nuevo rostro; el rostro de la selva, y tanto matojos como árboles caídos les obligaron a frenar el ritmo de su carrera.

No obstante, ahora sabían que aunque su velocidad disminuyese, las hojas muertas y la hierba joven ocultarían en parte su rastro dificultando de igual modo el trabajo de quienes al día siguiente vinieran tras sus huellas, si es que los guerreros perseveraban en su persecución.

Pasada la media noche León Bocanegra se detuvo de improviso venteando el aire en todas direcciones.

— ¡Gente! — musitó.

— ¿Cómo lo sabes?

— Huele a carne asada. No obtuvo respuesta puesto que los sentidos del peruano no se encontraban tan desarrollados como los de alguien que llevaba años dependiendo de la sensibilidad de su olfato, su vista o su oído.

Avanzaron con infinitas precauciones y al poco vislumbraron los rescoldos de una hoguera en torno a la cual se agrupaban media docena de redondas chozas de barro.

Ladró un perro.

Se alejaron dando un gran rodeo para avanzar con infinitas precauciones bordeando el cauce de un rumoroso riachuelo que parecía ir ganando anchura por momentos.

El alba fue glauca.

La luz aparecía tamizada por infinidad de hojas y raíces aéreas que colgaban de altísimos árboles.

¡La selva!

¡Dios Bendito!

El oscuro río susurrante se abría paso ahora a través de una espesa jungla tropical, húmeda y lujuriante.

Aquél era otro mundo.

Un mundo en cierto modo maravilloso y en cierto modo amenazante.

Nuevos paisajes, nuevas bestias, distintos seres humanos y peligros muy diferentes a los que tenían que aprender a hacer frente, puesto que ambos sabían que a partir de aquel punto y hasta su destino final, fuera éste el mar o la cubierta de un galeón, ya nada volvería a ser como antaño.

— ¿Qué vamos a hacer ahora? — quiso saber el peruano.

— Aún no lo sé —admitió su compañero con absoluta sinceridad —. Pero lo que está claro es que, si hemos llegado hasta aquí, seguiremos adelante.

— Háblame de ella.

— ¿De quién?

— ¿De quién va a ser? De doña Celeste. Cuéntame cosas.

— ¿Qué clase de cosas?

— ¡Cosas! ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Por qué llegó a convertirse en armador de un galeón que se dedica a combatir el tráfico de esclavos en contra de la opinión de todo el mundo… ¡Cosas!

— Es joven, ya te lo he dicho… — replicó con calma el peruano—. Y muy bonita. No demasiado alta, pero tiene un cabello precioso, un cuerpo magnífico, unos ojos enormes y expresivos, y sobre todo, una sonrisa encantadora, las escasas veces en que sonríe. Casi siempre está triste.

— ¿Por qué?

— Por lo visto su vida ha sido muy dura. Un gaviero, que debió de ser pirata a las órdenes de su hermano, aunque él se esfuerza en ocultarlo, me contó gran parte de su historia. Al parecer su familia era muy pobre, pescadores de perlas de la isla de Margarita, pero su madre era bellísima. Un día apareció por allí el gobernador, la sedujo y se la llevó, con Celeste, que por entonces era una niña, a su palacio de la capital. Para evitarse problemas, al padre lo encerró en una mazmorra.

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