— No me gusta.
— ¿Qué es lo que no te gusta?
— El terreno — puntualizó León Bocanegra indicando la grandiosidad de la sabana que se extendía ante ellos—. Demasiado llano. Y la hierba está demasiado alta y demasiado seca. — Agitó la cabeza con gesto de profunda preocupación—. Demasiados «demasiados». Nunca se puede predecir qué peligros te acechan entre esa hierba cuando corres por ella en mitad de la noche.
— ¡Pues no corramos!
— ¿Y qué haremos al amanecer? ¿Tumbarnos en mitad de la pradera?
— Nadie podrá vernos.
— Pero podrán olernos. Todo el día quietos bajo el sol hará que el viento lleve nuestro olor a millas de distancia. ¡No me gusta! — repitió—. ¡Por Dios que no me gusta nada!
— ¿Y qué vamos a hacer?
— Rezar para que no ronde por ahí ninguna familia de leones.
En cuanto cayó la noche iniciaron la marcha corno quien se lanza a un mar del que se desconoce la orilla, y en esta ocasión no corrían, sino que se limitaban a avanzar a buen paso, aunque deteniéndose con más frecuencia que de costumbre a escuchar el profundo silencio de una sabana que en las tinieblas daba la impresión de estar muerta.
El alba les sorprendió, tal como temían, en mitad de la nada.
Como náufragos en tierra firme se limitaron a tumbarse dispuestos a resistir de la mejor forma posible la ferocidad de un sol que calcinaba la desolada planicie en el corazón del África profunda, no demasiado lejos de la línea ecuatorial.
Sudaban a mares.
Hedían a carne apetitosa.
Una suave brisa cruzaba sobre sus cabezas, tomaba en sus manos su olor y lo aventaba como se avientan las semillas sobre el campo.
Un rugido lejano.
¿Acaso una llamada?
De tanto en tanto se arriesgaban a asomar apenas la cabeza, atisbando en todas direcciones pese a que supieran que el paisaje no había cambiado y no existía forma humana de distinguir la presencia de una fiera en la quieta llanura.
Ni un elefante, ni un búfalo, ni una jirafa, ni bestia alguna que superase el metro y medio de altura en cuanto alcanzaba la vista.
Ni una colina, ni un otero, ni una roca solitaria, y por no existir ni siquiera existía una vieja acacia en la inmensidad de aquel mar de color oro viejo.
Cielo azul, suave brisa y su olor que se iba extendiendo como una invisible mancha de aceite.
Otro rugido.
¡Dios!
Y como un eco, allá en la parte opuesta, otro más grave.
¡Dios!
Luego silencio.
Un silencio que espantaba aún más que los rugidos, puesto que cuando los felinos se disponen a saltar sobre su presa ni tan siquiera gruñen.
Cargaron las armas: tres largas espingardas casi inútiles en semejantes circunstancias, y dos pesados y lentos pistolones de chispa, aunque muy pronto llegaron a la conclusión de que en caso de ataque de toda una familia de leones, las posibilidades de salir con bien de la aventura eran prácticamente nulas.
Avanzaba la tarde y con ella la casi seguridad de una muerte espantosa, por lo que al fin León Bocanegra se decidió a poner en práctica la postrer solución.
— Corre contra el viento — le advirtió al peruano—. En cuanto yo te lo diga ponte detrás de mí y corre todo lo aprisa que sepas.
A continuación amasó un puñado de hierba seca y disparó contra ella.
En cuanto comenzó a arder le prendió fuego a la llanura y echó a correr contra el viento.
Las llamas se elevaron al cielo en cuestión de minutos formando una alta cortina que avanzaba hacia el sudeste, y casi de inmediato todas las bestias de la sabana, incluidas las fieras, iniciaron una ciega desbandada.
A los pocos minutos de correr alejándose del calor, León Bocanegra hizo un gesto a Urco Huancay para que se detuviera, y volviéndose, observó con atención la marcha del incendio.
— ¡Ahora viene lo peor! — exclamó—. Tenemos que cruzar a la zona que ya se ha quemado.
— ¡No jodas!
— No jodo. Si no lo hacemos pronto en cuanto tome más cuerpo el fuego nos obligar a retroceder hasta casi el lago Chad. ¡Vamos!
Se lanzaron hacia adelante cruzándose en su camino con infinidad de serpientes que huían despavoridas en dirección opuesta, se precipitaron contra las llamas dando gritos y saltos, y acabaron por dejarse caer sobre una tierra calcinada y humeante.
Durante casi media hora no hicieron otra cosa que toser en mitad — de una especie de islote rodeado de fuego, pero ese islote se iba haciendo cada vez mayor al tiempo que el aire se volvía más y más respirable.
Pese a ello, el peruano aún tardó mucho tiempo en sentirse capaz de alzar la cabeza e inquirir con un hilo de voz:
— ¿Siempre es así?
— Siempre es distinto — fue la áspera respuesta—. Lo que importa es conservar la vida un minuto más.
— ¿Es lo único que te importa? ¿Vivir a toda costa?
— Es algo que me enseñó alguien que durante más de treinta años no hizo más que sobrevivir a duras penas — replicó seguro de sí mismo León Bocanegra—. Cuando el destino se muestra tan hostil, lo mejor que podemos hacer es limitarnos a seguir respirando a la espera de tiempos mejores.
— ¿Y crees que llegarán?
— ¡Llegarán! — ¿Cómo puedes estar tan seguro? — Porque no puede haberlos peores. Ésa es la gran ventaja de haber tocado fondo: todo lo que viene después significa progreso. La tierra está abrasada y el sol nos derrite el cerebro, pero en estos momentos la situación no me parece en absoluto desesperada, sobre todo si me detengo a recordar lo que sufrí en la salina.
Muy a lo lejos, el fuego continuaba espantando a los pobladores de la sabana, puesto que como suele suceder, la salvación de unos significaba la perdición de otros, aunque resultaba evidente que a la hora de atravesar a pie y de punta a punta un hostil continente no cabía el menor sentimiento de compasión hacia los perdedores.
Vivir o morir continuaban siendo los únicos caminos a elegir, y León Bocanegra tenía plena conciencia de ello.
Al fin y al cabo en la llanura africana sobraban las bestias y escaseaban los marinos, por lo que justo parecía en cierto modo el intercambio.
Miles de polluelos habrían perecido entre las llamas, y miles de crías de liebre, zorro o conejo se habrían asfixiado con el humo en lo más profundo de sus madrigueras, pero una vez más sus vidas nada parecían importar frente a la vida de un solo ser humano, puesto que así había venido sucediendo desde que el primer homínido se puso en pie miles de años atrás en aquel mismo continente.
Una bestia mataría siempre a otra bestia para sobrevivir, pero únicamente el ser humano seria capaz de abrasar a millones de bestias para continuar manteniéndose con vida.
Y es que tal vez el dominio del hombre sobre el resto de las criaturas del planeta nació el mismo día en que dejó de tenerle miedo al fuego y llegó a la conclusión de que era un elemento que podía llegar a convertir en su aliado.
Una lanza o un hacha de piedra no eran en verdad armas excesivamente poderosas a la hora de enfrentarse a un tigre de dientes de sable o a un hambriento grupo de leopardos, pero el fuego y el ancestral terror que su sola presencia imponía incluso a las más poderosas fieras bastaba y sobraba para ponerlas en fuga sin arriesgar la piel.
El humo; el simple olor a humo en la sabana o el bosque africano provocaban de inmediato una loca estampida en la que tomaban parte desde la más inofensiva gacela a la más agresiva leona, y era tal el desconcierto que producía en sus mentes, que de simples irracionales se convertían en autómatas que tan sólo en la desesperada carrera fiaban sus esperanzas de supervivencia.
Algún día, miles de años atrás, el hombre aprendió a esquivar el fuego, dominándolo y transformándolo en un esclavo con el que enfrentarse a rivales en apariencia mucho más temibles, y desde ese mismo instante pasó a convertirse en rey de la creación.
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