Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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— ¿Y tú te lo crees?

— Cuando ella lo dice, sí… —reconoció con casi infanti1 sinceridad Urco Huancay. Pero en cuanto lo dicen otros comienzo a tener dudas. ¿Tú qué opinas?

— ¿Sobre qué?

— Sobre los negros, naturalmente.

— No lo sé —fue la sincera respuesta—. No he tenido demasiado trato con los negros. Me parecen… «diferentes».

— ¿Pero te parece lógico que los cacen como animales para convertirlos en esclavos?

— ¡No! ¡Desde luego que no! Yo soy quien mejor puede saber en este mundo que nadie tiene derecho a esclavizar a otro, pero si quieres que te diga la verdad, hasta que me ocurrió a mí, jamás me lo había planteado.

— Es lo que suele decir doña Celeste: jamás nos planteamos los problemas de los demás, hasta que nos afectan personalmente. — Lanzó un hondo resoplido—. Y lo malo está en que para entonces ya es demasiado tarde. En Jamaica veía a los negros cortando caña bajo un sol de justicia como algo casi tan natural como que se matase una gallina para el puchero. Estaban allí para eso.

— ¿Y ya no lo ves así?

— Intento no verlo. Intento ver el mundo a través de los ojos de doña Celeste.

— Esa mujer te tiene comido el seso.

— ¡Lógico! No olvides que yo provengo de un pueblo de semiesclavos. Ante la ley los indígenas del Perú somos libres, pero a la hora de la verdad los españoles hacen lo que quieren con nosotros. Nos envían a trabajar a las minas, nos utilizan como mano de obra barata, o nos raptan para que trabajemos en sus barcos a cambio de un salario miserable. ¿Por qué debe extrañarte que cuando surge alguien — sea hombre o mujer— que afirma que blancos, negros o peruanos tenemos los mismos derechos, me sienta atraído por sus ideas?

— El mundo no está hecho de ideas.

— Pero algún día lo estará.

El sol se había elevado ya sobre las más altas cumbres, por lo que al poco se pusieron de nuevo en camino, rumbo al este, en busca de aquellas llanuras por las que Urco Huancay había llegado desde las márgenes del río, y a media mañana comenzaron a dejar atrás las últimas estribaciones de unas montañas que constituían sin lugar a dudas un magnífico refugio, pero que no ofrecían la más mínima oportunidad de progreso.

A la caída de la tarde se enfrentaron a una inmensa sabana sin horizontes, salpicada de bosquecillos y atravesada por un serpenteante riachuelo. León Bocanegra la estudió con especial detenimiento para acabar por señalar un grupo de árboles que a duras penas se vislumbraba en el horizonte.

— Esta noche tenemos que llegar allí —dijo.

— Estoy muy cansado.

— Yo también, pero tenemos que conseguirlo. No quiero hacerme viejo en África.

En cuanto cayó la noche iniciaron la marcha a buen ritmo, con aquel paso monótono y sin concesiones que el español imprimía a sus andaduras nocturnas, paso que tan sólo se interrumpía cuando se detenía bruscamente para escuchar los mil rumores de la llanura o detectar el punto exacto en que podían encontrarse sus invisibles enemigos.

No daba tiempo, sin embargo, a que los músculos se le enfriasen, consciente de que era en esos momentos cuando hacía su aparición la fatiga, y el cholo le seguía como un autómata, aceptando de buen grado el liderazgo de quien parecía saberlo todo sobre el hostil mundo en que se encontraban.

Alcanzaron el bosquecillo cuando ya el alba se anunciaba por levante, para dejarse caer en lo más denso de la espesura, cerrar los ojos y quedarse tan profundamente dormidos que ni un trueno hubiese sido capaz de despertarlos.

Pero no corrían peligro.

Loros y monos reinaban en la arboleda y no parecieron sentirse en absoluto molestos con la presencia de los extraños.

Al despertar comieron en silencio, y de improviso León Bocanegra se quedó observando el suelo y comenzó a reír a carcajadas.

El otro le observó perplejo.

— ¿Qué ocurre? — quiso saber. Su compañero de fatigas se limitó a señalar un punto a sus espaldas.

— ¡Mira eso! — dijo—. ¿No te parece absurdo?

— ¿El qué?

— Las huellas. Según esas huellas estamos atravesando África, pero tú vas en una dirección y yo en la contraria. El que las encuentre en su camino se quedar perplejo. Es como si yo corriera hacía el este, y tú hacia el oeste, siempre en paralelo.

— ¡Pues es verdad! — admitió el desconcertado peruano—. ¿Y ahora qué hacemos?

— Fabricarte unas sandalias como las mías si no queremos que nos atrapen. Son salvajes, no estúpidos.

Se pusieron manos a la obra, y aunque en buena lógica no tuvieron tiempo de terminar tan complejo trabajo en ese mismo día, aprovecharon el tiempo para continuar con una conversación que parecía obsesionar al español.

— ¿Cuántos esclavos conseguisteis liberar?

— Muchos. Docenas, centenares… ¡Tal vez miles! Pero lo mejor del caso estriba en que durante meses conseguimos cortar el tráfico en todo el golfo de Guinea, y acabar con el maldito Rey del Níger, el mayor negrero que haya existido nunca.

— Creo que en alguna ocasión me hablaron de él.

— Doña Celeste le pegó un tiro. — No puedo creerlo! — Pues créelo, porque así fue. Llegamos hasta su mismísima, guarida, destruimos su ejército y nos apoderamos de su fortaleza para fundar un país libre en el corazón de África.

León Bocanegra, que estaba íntimamente convencido de que muy pocas cosas podían asombrarle en este mundo, permaneció unos instantes con la boca abierta y expresión de suprema imbecilidad mientras contemplaba al peruano como entre sueños.

— ¿Fundar un país libre en el corazón de África? — repitió al fin—. ¿Para qué?

— Para que todos los esclavos del continente acudan a refugiarse en él.

— ¡Qué idea tan loca!

— Tú crees?

— La más absurda que he oído en mi vida.

— A mí también me lo pareció en un principio, pero doña Celeste opina…

— ¡Olvídate de doña Celeste…! — le interrumpió su amigo—. No hablas más que por su boca. Doña Celeste esto, doña Celeste lo otro! A nadie en su sano juicio se le ocurriría enfrentarse a los fenéc , a los reyezuelos indígenas y a los traficantes árabes, en su propio terreno. Son demasiados enemigos y demasiado fuertes.

— También nosotros somos fuertes.

— Ya te he visto con una soga al cuello. — El español hizo una larga pausa, y por último indicó con un amplio ademán la sabana que se extendía más allá del bosquecillo—. África es inmensa — añadió—. Y te lo dice alguien que se la ha pateado a conciencia. Demasiado grande, y su principal negocio se basa en la trata de esclavos. Ni todos los ejércitos de España, Francia e Inglaterra juntos conseguirían poner coto a ese tráfico por más que se lo propusieran, si es que algún día llegaran a proponérselo. ¿Qué pueden hacer un puñado de soñadores frente a eso?

— Soñar — fue la tranquila respuesta—. Pero soñar es válido si al propio tiempo haces cuanto está en tu mano para que tal sueño se convierta en realidad.

— ¡Soñar…! Rayos! Bien sabe Dios que durante anos soné con escapar de aquella maldita salina, y lo cierto es que ahora estoy aquí, agazapado entre unos matojos y tallando unas absurdas sandalias en compañía de un chiflado.

— Sonrió como burlándose de sí mismo—. No me atrevería a asegurar si he progresado mucho o no, pero resulta evidente que algo de ese sueño se ha hecho realidad.

— También parte de los sueños de doña Celeste se han convertido en realidad — le hizo notar el otro—. Aunque no puedo saber por cuánto tiempo.

— ¿Crees que aún estar allí, a orillas del Níger? — Supongo que sí. —En ese caso, ser mejor que nos pongamos en marcha. Mucho me temo que no está en condiciones de esperar eternamente.

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