— ¿De veras te interesa mi historia?
El capitán León Bocanegra sonrió de un modo casi imperceptible.
— Aún no lo sé —admitió—. Pero lo que sí sé es que llevo tantos años sin oí r hablar a nadie que llegué a pensar que la única voz que quedaba era la mía. Dudo que puedas hacerte una idea de lo que significa sentirse absolutamente solo y lejos de todo. Corres peligro de volverte loco imaginando que te has convertido en el último ser vivo sobre la faz de la tierra.
Urco Huancay observó con cierta conmiseración a aquel curioso personaje, mitad hombre y mitad bestia de la selva, barbudo y desgreñado, comprendió que lo que en el fondo pretendía era escuchar el sonido de una voz amiga aunque lo que dijera careciera por completo de importancia, y tras dudar tan sólo unos instantes, asintió con un leve ademán de la cabeza.
— De acuerdo — dijo—. Te contaré cómo llegué hasta aquí.
— Nací en Tumbes — comenzó— que, por si no lo sabes, es un pueblecito de pescadores del norte del Perú, el primer lugar en que puso el pie Francisco Pizarro cuando llegó a conquistarnos…
Hizo una corta pausa, como si referirse al hombre que había acabado en un abrir y cerrar de ojos con un imperio milenario exigiese un cierto período de reflexión en torno a la magnitud de tan incomprensible desastre, y sin cambiar de tono, monocorde y en cierto modo cansino, añadió:
— Mi padre era un marino de Huelva, pero jamás lo conocí. Mi madre siempre evitaba hablar del tema. Desde niño me llamaron «cholo andaluz», que supongo que no era más que una forma cariñosa de llamarme hijo de puta, aunque a decir verdad a mí eso nunca me molestó, puesto que en mi pueblo tener sangre española en las venas, aunque no fuera una sangre reconocida oficialmente, constituía una especie de diferenciación, y está claro que a todos nos gusta diferenciarnos del resto de la gente, aunque se trate de algo tan poco honorable. Pasé la mitad de mi vida en el mar, trabajando para mis tíos, que me trataban a correazos, y cuando al fin me convertí en un hombre y empecé a plantearme la posibilidad de independizarme, arribó a puerto el San Pedro y San Pablo, un gigantesco galeón de los que hacían la ruta a Filipinas, y del que al parecer habían desertado una treintena de hombres…
Arrancó una ramita del arbusto más cercano y comenzó a hurgarse con ella los dientes como si hacerlo le ayudara a reflexionar.
— Una mañana — continuó—, en el momento de poner el pie en la playa de regreso de toda una dura noche de faena, cuatro soldados me alzaron en peso y sin la más mínima explicación me arrojaron a una chalupa junto a otros pescadores tan desconcertados como yo. Al cabo de una hora estábamos a bordo del San Pedro y San Pablo y a la caída de la tarde zarpábamos rumbo al oeste sin tener ni tan siquiera la posibilidad de despedirnos de nuestras familias.
— ¿Así sin más? — se sorprendió León Bocanegra.
— Así sin más — fue la respuesta—. Recuerda que tan sólo éramos nativos y por contentos podíamos darnos por el hecho de que nos hubieran enviado tiempo atrás a las minas de Potosí. Las leyes de la Corona especifican muy claramente que somos «hombres libres» a los que no se puede obligar a hacer aquello que no queremos, pero en Perú «una música toca el rey y otra canta el virrey».
— Entiendo.
— ¿De verdad lo entiendes? — se asombró Urco Huancay—. En ese caso explícamelo porque para mí continúa siendo un. misterio. — Hizo un leve gesto despectivo con la mano—. ¡Pero dejemos eso! — señaló—. No es lugar ni momento para solucionar problemas irresolubles. Lo que cuenta es que me vi navegando a través del océano Pacífico, y te aseguro que el duro trato que me habían dado hasta ese momento mis tíos se me antojó de amor paterno frente al que se recibía en aquel maldito galeón. — Se alzó el destrozado blusón para mostrar las marcas de su espalda—. Dos «camisas a cuadros» me dibujaron en el lomo aquellos malnacidos, y no era de extrañar que en cuanto se tocaba puerto media tripulación pusiera tierra por medio. El capitán era uno de esos hombres que al carecer de autoridad imaginan que el respeto se impone a base de sangre.
Escupió despectivamente sobre una mariposa amarilla que se había posado sobre una flor cercana, la derribó de costado dando muestras de una espectacular puntería a la hora de lanzar salivazos, y tras buscar serenarse a base de apartar de su mente la imagen de un hombre al que sin duda odiaba, volvió a tomar el hilo conductor de su relato.
— Durante el viaje de regreso hicimos escala en Panamá y como comprenderás, «si te he visto, no me acuerdo». Todo el que sabía nadar se lanzó al agua y se perdió de vista en la selva. — Lanzó un silbido de admiración—. La puta, qué selva! En todo el tiempo que llevo en África no he visto nada que recuerde, ni en pintura, los pantanales del Atrato, en los que desaparecieron la mayor parte de mis compañeros. Los salvajes, las serpientes, las fieras y las arenas movedizas se los fueron llevando uno tras otro y tan sólo cuatro conseguimos alcanzar, casi dos meses después, las costas de Urabá.
— Una vez estuve en Urabá —admitió el español—. Desembarqué allí a una especie de locos que se hacían llamar «temporalistas» y de los que nadie volvió a saber jamás.
— Si se internaron en el Atrato no me sorprende — fue la respuesta—. Aquélla no es tierra para vivir, sino para morir de la peor forma posible.
— ¿Nunca te tropezaste con ningún «temporalista»?
— El único blanco que vi estaba tan loco que tan sólo hablaba con una cotorra a la que se «beneficiaba» a cada rato, y que le tenía los muslos cosidos a picotazos.
— ¿Una cotorra? ¡No puedo creerlo!
— ¡Pues créetelo! En el barco era costumbre «beneficiarse» a las gaviotas, pero ésas son más discretas y no van por ahí pregonándolo a los cuatro vientos. ¿Nunca lo has hecho con ningún animal?
— ¡Por Dios!
— ¿Y cómo te las has arreglado todo este tiempo?
— Sin pensar en ello.
— ¡Esas cosas no se piensan! — sentenció el cholo convencido—. Ocurren. Y como dice el dicho, «más vale culo de gaviota que de gaviero».
— En mi barco jamás se dio ningún caso de bestialismo. Al menos ninguno del que yo tuviera conocimiento.
— ¡La travesía del Pacífico es muy larga. Demasiado! Y en mi país hay pastores que prefieren una buena alpaca de piel sedosa que a su propia mujer. ¡Pero dejemos eso! — repitió—. No viene al caso. Lo que importa es que en Urabá robamos una chalupa y pusimos rumbo al único lugar del mundo del que sabíamos que estaríamos a salvo de la horca: Jamaica.
— ¿«La isla de los piratas»?
— Tú lo has dicho. «La isla de los piratas.» Pero también de los prófugos de la justicia y todos aquellos que, como yo, no habíamos cometido otro delito que encontrarnos en el lugar equivocado en el momento equivocado.
— ¿Cómo es?
— En aquel tiempo una locura. Port Royal era la ciudad más prodigiosa que ningún ser humano haya soñado, con las mujeres más hermosas, los hombres más ricos, los palacios más lujosos, las tabernas mejor abastecidas y los salones de juego en los que más fortuna se dilapidaba en una sola noche. El paraíso en la tierra. En él pasé el mejor año de mi vida, y ¡Dios qué vida!
— ¿Por qué te fuiste?
— No me fui. Nadie en su sano juicio se hubiera marchado nunca de Port Royal. Simplemente, desapareció.
— ¿Desapareció? —repitió evidentemente desconcertado León Bocanegra—. ¿Qué quieres decir con eso de que desapareció?
— Lo que he dicho — replicó su interlocutor con absoluta naturalidad—. Desapareció. Un buen día la tierra se sacudió como quien se quita una mosca de encima, lanzó un gruñido, y se zampó la ciudad.
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