El alba le sorprendió trepando al más agreste de los picachos para espiar desde allí a sus enemigos.
A pie se le antojaban vulnerables e incluso se diría, por sus gestos y su actitud, que no se sentían tan seguros de sí mismos como cuando vigilaban a sus cautivos desde lo alto de sus cabalgaduras.
La selva también debía infundirles respeto. Por lo que se decía de ellos, los fenéc no eran gentes de espesura sino de horizontes abiertos, mientras que él, León Bocanegra, se había visto empujado a ser camaleón bajo cualquier circunstancia.
Al mediodía se encontraba por tanto apostado al borde del sendero, rebozado en oscuro fango y tan cubierto de hojas que se podía cruzar a dos metros de distancia sin sospechar siquiera su presencia.
El fenéc que cerraba filas lo comprobó en carne propia en el momento en que una pesada lanza de hierro, una de aquellas barras que solía poner en manos de los esclavos, para que le ayudaran a hacerse rico extrayendo «panes» de sal a costa de su vida, le penetró de improviso por la espalda, le alcanzó directamente el corazón, volvió a salir y se perdió entre la maleza sin que el difunto llegara a comprender jamás de qué lugar había surgido ni qué extraño ser, más vegetal que humano, la empuñaba.
Sus compañeros contemplaron, entre estupefactos y aterrados, el cadáver de quien no había tenido tiempo ni de emitir un ronco estertor de agonía, y aunque desenvainaron sus curvos alfanjes dispuestos a plantar cara al agresor, no tardaron en descubrir que no existía agresor alguno al que plantar cara.
Estaban solos con su cuerda de cautivos en mitad de unas hostiles montañas cubiertas de enmarañada selva.
¿Quién era el fantasmal enemigo?
¿Y cuántos enemigos eran?
¿De dónde partiría el nuevo ataque?
El temor se adueñó de su ánimo, puesto que una cosa era escoltar a un puñado de infelices, y otra muy diferente hacer frente a sombras que surgían como relámpagos de la floresta.
Debió ser el olor a sangre fresca lo que obligó a rugir al viejo leopardo.
¡Alá sea loado!
¡El leopardo!
¿Era acaso uno de aquellos temidos «hombres-leopardo» el que había atravesado en un abrir y cerrar de ojos el corazón del infeliz Hassan?
¿Se habían adentrado sin saberlo en el territorio de sus más odiados enemigos?
Transcurrió, como si se hubiera vuelto infinita, más de una hora.
Luego otra.
La lluvia se detuvo como si eligiese unirse a la quietud que parecía haberse instalado en el mundo, y al dejar de repiquetear contra las anchas hojas consiguió que un silencio sepulcral se adueñara del angosto valle.
Al poco graznó, allá en lo alto, un cuervo de mal agüero.
Le respondió el leopardo.
Y como un eco, el terror se aferró a la garganta de los cuatro fenéc .
Oculto entre las ramas de un espeso sicómoro León Bocanegra observaba, y cuando advirtió cómo las últimas nubes se alejaban perezosamente hacia el oeste, se aplicó a la nada fácil tarea de cargar su arma.
Abrió con sumo cuidado el curvo cuerno que conservaba seca la pólvora y calculó detenidamente la cantidad que precisaba con el fin de no errar el disparo a tan considerable distancia.
Luego extrajo la baqueta, confeccionó una pequeña bola con algodón salvaje, atacó el cañón y concluyó por insertar en su interior la redonda bala de plomo.
Cebó el percutor y apuntó, sin prisas, al fenéc que le ofrecía un blanco más nítido.
Era un hombretón sudoroso, de gruesos brazos y dilatada barriga que, con su alfanje firmemente empuñado, parecía decidido a repeler cualquier tipo de ataque que pudiera llegar de frente o por la espalda.
Probablemente jamás imaginó que la muerte pudiera sorprenderle desde arriba, y tan veloz y certera que ni tiempo le dio de encomendar el alma a su dios, suplicándole que le abriera de par en par las puertas del paraíso.
Los fenéc sobrevivientes intercambiaron una mirada en la que podía leerse la magnitud de su espanto.
¡Malditos!
¡Mil veces malditos!
¿Desde cuándo, ¡oh Señor! los traicioneros «hombres-leopardo» atacaban a sus víctimas con armas de fuego?
¿Desde cuándo no eran los fenéc los más poderosos?
¿Y qué probabilidades tenían de salir con vida de entre aquellas montañas frente a un invisible enemigo del que lo ignoraban todo?
Y la pregunta de más difícil respuesta: ¿cuán lejos podrían llegar empujando ante sí a una hostil reata de cautivos?
Los observaron.
Negros rostros, todos menos uno, pero hasta en el último de ellos podían leer el odio y el ansia de venganza.
Negros rostros, todos menos uno, dispuestos a lanzarse sobre sus guardianes para lincharlos a golpes y mordiscos.
Negros rostros, todos menos uno, por los que no valía la pena arriesgarse a quedar como pasto de buitres en lo más intrincado de unas perdidas montañas.
En un principio fue repliegue organizado; al poco, sencilla retirada, cien metros más allá, paso de carga, y a éste le sucedió un trote ligero que acabó en el siguiente recodo del camino en abierta desbandada.
A continuación se produjo un largo silencio que venía acompañado de una sorprendente calma, puesto que, pese a lo que cabía imaginar, los cautivos no dieron muestra alguna de entusiasmo, ni aun tan siquiera pronunciaron un solo grito de alegría.
Eran esclavos y por el momento seguían siendo esclavos.
De otros dueños, sin duda, pero esclavos, y al igual que el oro no salta de alegría, ni el cerdo chilla de gozo por el simple hecho de haber cambiado de manos, los africanos — tan hechos a la esclavitud desde hacía ya tantos siglos— se limitaban a aguardar resignados a que su nuevo dueño se dignara indicarles hacia qué punto debían encaminar sus pasos.
Tumbado boca abajo sobre la ancha rama del sicómoro, León Bocanegra también se limitaba a dejar pasar el tiempo, atento, más que a lo que pudiera ver, a lo que fuera capaz de oír, pues sabía por experiencia que los peligros de la jungla venían siempre precedidos de rumores o susurros, y rara vez de movimientos.
Cuando se convenció de que sus aborrecidos enemigos se habían alejado definitivamente, descendió de su atalaya y se deslizó entre la maleza para detenerse de nuevo a no más de veinte metros del grupo que había tornado asiento a la sombra y esperaba en silencio.
Su vista se clavó en aquel rostro, blanco aunque muy curtido por el sol y de rasgos levemente orientales, que aparecía unido por una gruesa horquilla de madera al vigoroso nativo de ojos inyectados en sangre que se sentaba a sus espaldas.
Cuando al fin se decidió a gritar, León Bocanegra no pudo por menos que recordar al infeliz Fermín Garabote.
— ¿Cristianos?
El hombre, de corta estatura aunque complexión robusta, se puso en pie de un salto obligando a alzarse a su compañero de cautiverio al tiempo que por sus ojos cruzaba un relámpago de esperanza.
— ¡Cristianos! — aulló en un perfecto castellano—. ¡Por Jesús y el Espíritu Santo! Por la Virgen María y San José! ¡Por todos los Santos, Dios sea loado! ¡Cristianos!
— ¿De dónde?
— De Tumbes.
— ¿Túnez?
— Túnez, no…! Tumbes, en Perú!
León Bocanegra se deslizó con el sigilo de una serpiente para acabar por lanzar a los pies de su interlocutor la afilada gumía.
— ¡Corta tus ataduras y ven hacia aquí!
El otro obedeció, tan nervioso que casi se rebana un dedo en el intento, para internarse a trompicones en la maleza y acudir al encuentro de quien momentáneamente le había librado del más cruel de los destinos.
Se abrazaron.
Jamás se habían visto anteriormente, pero aun así se fundieron en el abrazo propio del ser humano que encuentra a un semejante cuando ha dado ya por perdida toda esperanza.
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