Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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Durante largos minutos se consideraron incapaces de pronunciar una sola frase mínimamente coherente.

— ¿Quién eres? — quiso saber al fin el peruano aferrando con fuerza y tratando de besar las manos de su salvador.

— Me llamo León Bocanegra y era capitán de un barco que naufragó frente a las Canarias.

— ¿Las islas Canarias? — Se asombró el otro—. Pero si eso está…

— ¡Lejísimos, lo sé! —le interrumpió el marino—. ¿De dónde sales tú?

— Me llamo Urco Huancay y era el segundo timonel de La Dama de Plata .

— ¿Negrero?

El otro negó con firmeza.

— ¡Antiesclavista! La Dama de Plata es el primer barco que se ha lanzado a luchar contra el tráfico de negros [1] Ver Piratas y Negreros , del mismo autor .

León Bocanegra pareció quedar como alelado, y resultó evidente que le costaba un enorme esfuerzo coordinar las ideas.

— ¿Un barco antiesclavista? — repitió estupefacto—. ¿De qué diablos hablas? — Luego hizo un significativo gesto con la mano como desechando el tema—. ¡Olvídalo! — pidió—. No es el momento… — Se volvió hacia la veintena de indígenas que aguardaban impávidos el devenir de los acontecimientos—. ¿Quiénes son? — quiso saber.

Urco Huancay se encogió de hombros mostrando a las claras su ignorancia.

— Esclavos — se limitó a responder—. Nativos de muy distintas tribus. La mayoría ni siquiera se entienden entre sí, y yo no he conseguido entender ninguno pese a que hace meses que andamos juntos.

— ¿De dónde vienen?

— La mayoría del Níger.

— ¿El río Níger? — se interesó el otro—. ¿Lo has visto?

— ¡Naturalmente!

— ¿Y está lejos?

— Mucho. Pero si he llegado hasta aquí, supongo que sabré regresar.

— ¿Acaso conoces el camino?

— Tengo una idea, pese a que hemos dado infinidad de rodeos cazando gente y procurando evitar las zonas pobladas. Lo único que tengo claro es que se encuentra en dirección sudoeste.

Comenzaba a caer la tarde.

Allí, en las montañas, encajonadas entre altivos picachos, las sombras corrían con más velocidad que en parte alguna, por lo que León Bocanegra comprendió que tenía que tomar una decisión respecto a los cautivos antes de que cerrara la noche.

Prestó atención, se cercioró por enésima vez de que no quedaba rastro alguno de la presencia de los fenéc en las proximidades, y sólo entonces decidió regresar al camino para cortar las ataduras de aquella mísera cuadrilla de desgraciados.

— ¡Sois libres! — les gritaba al tiempo que hacía grandes aspavientos con los brazos con la intención de darles a entender que podían irse—. ¡Sois libres! ¡Marchaos! Volved a vuestras casas!

Algunos le besaron las manos antes de perderse de vista en lo más intrincado del bosque, pero media docena se limitaron a permanecer allí, como alelados, o como si no fueran capaces de aceptar que ya no tenían dueño.

— ¿Qué les ocurre? — quiso saber el español volviéndose a Urco Huancay—. ¿Por qué no echan a correr como los otros?

— Porque probablemente no tienen ni la menor idea de hacia dónde tienen que correr — fue la tranquila respuesta—. A ése de ahí, el de las cicatrices en la mejilla, lo capturaron antes que a mí, lo cual significa que viene de más allá del Níger. Imagino que estar preguntándose cómo diablos se las arreglará para volver a casa.

— Tal vez le consolaría saber que está a menos de la mitad de camino de la nuestra, pero no creo que podamos explicárselo. — León Bocanegra observó el cielo—. Será mejor que busquemos un escondite antes de que caiga la noche. ¡Recoge esas armas! Despojaron los cadáveres de todo cuanto pudiera serles de utilidad y se encontraban en disposición de cargar, para iniciar de inmediato una r pida marcha a través del bosque, cuando muy pronto descubrieron que los nativos les seguían.

El marino se detuvo en seco para volverse a contemplarlos.

— ¿Qué opinas? — quiso saber.

— Que siento abandonarlos porque hemos compartido momentos muy difíciles, pero no nos acarrearán más que problemas. Y no creo que pudiera dormir tranquilo teniéndolos cerca. Algunos son caníbales.

— ¡Caníbales! — se horrorizó el marino—. ¡Bromeas!

— Les vi devorar a un muchacho que murió de agotamiento. La mayoría nunca matarían a nadie para comérselo, pero muy pocos le harían ascos a uno de tus pies a la brasa. ¡Les encantan los pies!

— Y a mí me gustan mis pies donde están, así que adiós. — Volvió a agitar los brazos con inequívocos gestos de despedida—. ¡Fuera! ¡Buscaos vuestro propio camino!

Daba auténtica lástima verlos allí, como huérfanos en mitad del bosque, sin saber qué era lo que tenían que hacer ni qué rumbo elegir, pero infundía al propio tiempo un innegable respeto el tomar conciencia de que eran gentes de otra raza y otras costumbres para las que la vida humana — y sobre todo el cuerpo humano— no parecía ser un templo de Dios ni poseer unos valores espirituales merecedores de un trato especial.

Y León Bocanegra sabía muy bien que una cosa era deslizarse a través de un continente desconocido con el sigilo con que había venido haciéndolo hasta el presente, y otra muy diferente arrastrando tras de sí a media docena de desconcertados indígenas con los que se sentía incapaz de intercambiar una sola palabra.

— ¡Lo siento! — masculló como si se estuviera justificando ante sí mismo más que ante el peruano—. Lo siento por ellos, pero con semejante tropa no llegaríamos a parte alguna.

Reanudaron la marcha apretando el paso pese a que resultaba en verdad engorroso avanzar por entre la espesura cargando con las armas y los enseres de los fenéc , y fue por ello por lo que al cabo de poco menos de una hora se dejaron caer en el centro de un diminuto claro por el que discurría un remedo de arroyo que descendía, saltarín, de las más altas cumbres.

La noche llegaba en su busca.

Aprisa; muy aprisa.

Tan aprisa que ni tiempo tuvieron de intercambiar un par de frases antes de caer rendidos por el agotamiento de un día especialmente pródigo en emociones.

El leopardo rugió toda la noche.

Pero lo hizo lejos, allá, en el sendero de la cañada; en el punto en que se afanaba devorando el cadáver del más cebado de los fenéc .

Crujían los huesos, se desgarraba la carne, y cuando una zarpa rasgó el vientre hinchado por los gases de la muerte, se escuchó una levísima explosión semejante a la de un pequeño globo al reventarse, al tiempo que un fétido hedor a excrementos fríos se adueñó del paisaje.

El amanecer sorprendió a León Bocanegra trepado en la rama de un árbol con el oído atento y observando con atención hasta el último movimiento de la selva.

En cuanto Urco Huancay abrió los ojos y le miró, le hizo un significativo ademán con el índice para que guardara silencio, y al poco descendió sigilosamente para tomar asiento a su lado.

— ¡Gorilas! — susurró.

— ¿Gorilas? — Se horrorizó el otro—. ¿Dónde?

— Por allí, no muy lejos. — Le golpeó afectuosamente la rodilla como si pretendiera tranquilizarle—. Pero no te inquietes — añadió—. He llegado a la conclusión de que tan sólo son peligrosos cuando se entra en el territorio que han acotado para pasar la noche. No soportan que se moleste a las hembras y las crías.

— Has debido aprender mucho en este tiempo.

— Mucho, en efecto, y es que a la fuerza ahorcan. — Alzó el rostro como para calcular la altura de un sol que aún no había hecho su aparición sobre la cima de las montañas, antes de añadir—: Aún pasará algún tiempo antes de que podamos movernos sin tener que preocuparnos de los gorilas, así que aprovechémoslo. Cuéntame cómo llegaste hasta aquí.

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