Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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— Te asalta a menudo esa nostalgia?

— Cada día y cada noche, año tras año. Únicamente los meses que pasé a bordo de La Dama de Plata me olvidé por un tiempo de Tumbes y mi gente.

— ¡Háblame de ese barco!

— ¿De La Dama de Plata? — El peruano ensayó un asomo de sonrisa al señalar—: Es el más hermoso y altivo galeón que haya surcado nunca los océanos. Lo mandó construir Laurent de Graff, un famoso pirata que durante años sembró el terror en el Caribe. Es r pido y valiente, obedece de inmediato a la maniobra y cuando rugen sus cañones el enemigo tiembla y se caga patas abajo. Huele a cedro, ni siquiera cruje aunque el mar se encabrite, y sobre su cubierta te sientes más seguro que en la mismísima tierra firme. — Hizo un amplio gesto a su alrededor al añadir humorísticamente—: ¡Mucho más que aquí sin duda alguna!

— ¿Cómo llegaste a embarcar en él?

— Con mucha suerte. Cuando Port Royal desapareció, Jamaica dejó de ser refugio de piratas y corsarios, se acabó el dinero fácil, y no quedaba otra forma de vida que cortar caña o enrolarse en un barco que nos sacara al fin de la miseria. — El peruano lanzó un hondo suspiro—. En ese momento, y como un milagro, hizo su aparición doña Celeste.

— ¿Y quién es doña Celeste?

— Celeste Heredia, La Dama de Plata; la dueña del barco y por la que le pusieron el nombre.

— Extraño nombre. — Le viene porque recuperó del fondo de la bahía de Port Royal todo el cargamento de lingotes que llevaba a bordo el barco de su hermano, Jacaré Jack.

— ¿Una hermana de Jacaré Jack? — se asombró León Bocanegra—. ¡No puedo creerlo! Toda mi vida me la he pasado oyendo contar las barrabasadas de ese jodido pirata, pero jamás imaginé que tuviera una hermana.

— Ni tú ni nadie — admitió el cholo—. Pero por lo visto, poco antes del terremoto, Jacaré Jack había conseguido acabar con Mombars el Exterminador arrebatándole una fortuna en plata que trasladó a su barco. Ése fue uno de los barcos que se hundió en la bahía durante la catástrofe, pero su hermana sabía que el tesoro estaba en las bodegas y lo recuperó.

— ¡Increíble!

— Pero cierto. El mundo continúa girando pese a que nos encontremos aquí y tengamos la impresión de que se ha detenido para siempre. Gira y cambia. — Hizo un gesto señalando con la barbilla el mar de nubes—. Esto es lo único que parece no haber cambiado desde el principio de los siglos.

Guardaron silencio un largo rato puesto que la belleza del paisaje, con el sol hundiéndose en el mar de nubes sobrecogía, y aquéllas eran casi las únicas ocasiones de las que disponían para disfrutar de algo en una vida que no estaba hecha más que de amarguras y padecimientos.

Quedarse allí, muy quietos, haciéndose a la idea de que el creador que había sido capaz de imaginar tanta hermosura tendría la fuerza suficiente como para mostrarse compasivo con quienes tanta compasión necesitaban, confería un rayo de esperanza semejante a aquel rayo verde que decían que acostumbraba a lanzar el sol en el momento de su ocaso como cálido adiós a quienes a partir de aquel instante se verían impelidos a sumergirse de nuevo en las tinieblas.

Un águila de reflejos dorados sobrevoló las nubes portando sobre sus alas al peor enemigo, la nostalgia, y ahora no fueron uno sino dos los hombres que advirtieron cómo un nudo de angustia les atenazaba las gargantas.

¡Quedaba tan lejos su hogar!

¡Qué hogar!

El León Marino había sido desmontado cuaderna a cuaderna, y cuanto quedaba de él no era más que una pesada quilla que se secaba al sol, en una playa perdida, pero aun así, para su capitán, que en raras ocasiones había pasado más de tres noches lejos de su barco, la palabra «hogar» se encontraba asociada a todos aquellos lugares que recorrió en su día a bordo de la vieja «carraca», y hogar podían ser por tanto los bochornosos puertos del Caribe, el ilimitado océano o la gran bahía de Cádiz en la que tanto tiempo solía pasar a la espera de conseguir un puñado de desesperados pasajeros.

Hogar era cualquier lugar lejos de África.

Pero África continuaba estando allí, bajo sus pies.

Rugió un leopardo.

Lejos, muy lejos.

Tal vez fuera un gorila, resultaba difícil saberlo con exactitud a tamaña distancia, pero fuera lo que fuera actuó como recordatorio de que el peligro acechaba bajo la capa de nubes, y cuanto tenían a la vista no era más que una falsa ilusión que duraría lo que tardase la luz en extinguirse.

Y en cuanto llegaron las tinieblas se quedaron dormidos; sin una palabra más, sin ni siquiera un gesto, puesto que era tal el agotamiento y la tensión tras toda una jornada de subir y bajar abriéndose paso por entre la espesura, que se agradecía permanecer con la espalda apoyada contra un tronco y cerrar los ojos en el momento en que las primeras estrellas hacían su aparición en el firmamento.

El sueño ha sido siempre el mejor compañero de viaje del ser humano; el mejor medio de transporte y el gran guía que de igual modo le devuelve a los más hermosos paisajes del pasado que le transporta a los más ignotos rincones del futuro.

Y su gran mérito, aquel por el que siempre se desea sonar, se centra en el hecho de que muy rara vez suele adentrarse en las amargas realidades del presente, como si en el instante de dormirse la mente se esforzara por cerrar a sus espaldas esa puerta al dolor y la desilusión de cada día.

Recorrer a la inversa, en cuestión de segundos, el largo camino a través de un bochornoso lago, un mar petrificado o un inclemente desierto, para encontrarse una vez más sobre la cubierta de un barco que se desliza mansamente sobre las aguas, constituye un privilegio tan sólo reconocido a quien cierra los ojos rendido por el cansancio. Su peor contrapartida viene dada por el hecho ineludible de que en el corazón del continente negro, ocho horas más tarde, miles de aves ensordecen el aire con sus trinos, obligando a regresar con idéntica rapidez a la cima de una perdida montaña.

Los perezosos gorilas aún tardarían casi una hora en abandonar su «dormitorio».

Nadie les esperaba en parte alguna, y los tallos, frescos aún por el rocío, resultaban al parecer mucho más apetitosos que a mitad de la mañana.

— ¿Qué pasó con La Dama de Plata ?

— ¿Te refieres al barco, o a doña Celeste?

— A ambos.

— Como te iba diciendo, doña Celeste se convirtió en la mujer más rica de Jamaica, le compró el barco a Laurent de Graff y le ofreció trabajo a todo aquel que no hubiera sido pirata ni corsario.

— ¿Para hacer qué?

— En un principio no lo sabíamos — admitió el peruano—. Pero cuando llevábamos dos días de navegación, nos comunico que su intención era dedicarse a hundir barcos negreros, impidiendo de ese modo el tráfico de esclavos entre África y América.

— ¡Qué estupidez!

— Eso pensamos todos. En un principio lo consideramos una reacción provocada por el dolor que le había causado la muerte de su hermano, convencidos de que en cuanto retumbase el primer cañonazo se remangaría las faldas y no pararía de correr hasta Sevilla.

— Pero no fue así.

— ¡En absoluto! Muy pronto demostró que los tenía mejor puestos que la mayoría de nosotros.

— Entiendo.

— No emplees ese tono. No lo entiendes. No se trata de un marimacho; es que al parecer ha heredado el coraje de su hermano. La he visto de pie en el puente de mando en plena batalla y sin que se le alterara un músculo pese a que nos estuvieran machacando con «pepinos» de treinta libras.

— ¡Curioso! Muy curioso. ¿Pero por qué lo hace? Me refiero a esa manía de liberar a los negros.

— Porque, según ella, todos los hombres somos iguales, sea cual sea el color de nuestra piel.

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