Habían pasado siglos, ¡incontables siglos! pero llegado el momento de peligro, la primitiva fuerza surgía de lo más profundo y ancestral del ser humano, y el viejo aliado tomaba de nuevo cartas en el asunto para poner en fuga al enemigo.
Ahora dos hombres se alejaban sin prisas marcando sus huellas sobre los rescoldos de su obra mientras el implacable fuego continuaba su avance.
A la mañana siguiente continuaban sin existir horizontes ni mucho menos aún espesos bosques, y se sentían de nuevo corno desnudos en mitad de la llanura, a merced de inconcretos enemigos que quizá les estuvieran observando desde muy lejos.
— Esto me gusta menos todavía — sentenció con acritud León Bocanegra—. Nada hay peor que avanzar por campo abierto expuesto a cualquier mirada.
— Buscó a su alrededor y descubrió una pequeña zanja—. Será mejor que nos tumbemos ahí y esperemos a que llegue la noche.
— ¿Otra vez a pleno sol? — se horrorizó Urco Huancay.
— Una insolación se cura en tres días — fue la desganada respuesta—. La esclavitud suele durar toda una vida.
Se acurrucaron a duras penas en la angosta hondonada, turnándose para dormitar mientras uno de ellos vigilaba, y a primera hora de la tarde el cholo agitó levemente el brazo de su compañero de fatigas para mascullar roncarnente:
— ¡Salvajes!
Eran «salvajes» en efecto, casi una veintena, y parecían haber nacido del lejano humo que aún dominaba el horizonte, para marchar a un trote cansino y sostenido, en dirección noroeste.
— Si siguen ese rumbo se toparán con nuestras huellas — musitó el español como si temiera que pudieran oírle pese a la enorme distancia.
— Tal vez pasen sin verlas. — Lo dudo. Observaron expectantes, y poco a poco pudieron advertir que andaban prácticamente desnudos y esgrimían largas lanzas y ovalados escudos pintados de colores.
Quince minutos más tarde descubrieron que también sus cuerpos, y en especial sus rostros, se encontraban pintarrajeados.
— Van en son de guerra — puntualizó León Bocanegra.
— ¿Y eso es bueno o malo para nosotros?
— Depende… — se limitó a señalar—. Si andan en pos de un enemigo determinado nos dejarán en paz.
Pero si lo que buscan son esclavos, caerán sobre nosotros.
— No pienso volver a ser esclavo. Antes me pego un tiro.
— Reserva los tiros para ellos. Los indígenas alcanzaron al fin el punto en que se distinguían sus huellas, y tal como temían, se detuvieron en el acto observándolas con evidente desconcierto.
Dos hombres — habían pasado ese mismo día por allí, de eso no cabía la más mínima duda, pero por la marca de sus huellas resultaba imposible dilucidar si se encaminaban hacia poniente o hacia levante.
¿Acaso se habían cruzado?
¿O quizá se trataba del mismo hombre que había vuelto sobre sus pasos?
No; evidentemente no se trataba del mismo hombre. El tamaño y la forma de las huellas era muy diferente, pero ello no contribuía a aclarar tan extraño misterio.
Ante la duda la solución parecía obvia.
Se dividieron en dos grupos, y uno marchó en pos de las huellas que se dirigían al este, mientras el otro siguió las del que parecían encaminarse al oeste.
— ¡Bien…! — comentó no sin cierta sorna el peruano—. Confío en que se cumpla aquello de «divide y vencerás».
— Siguen siendo nueve. ¿Qué tal andas de puntería?
— Con cañones de treinta libras me las arreglo. Con estos juguetes no creo que le atinara a un elefante a diez pasos. Ser mejor que tú dispares y yo me encargue de recargarlas.
— De acuerdo. Pero no lo haré hasta que el otro grupo esté lo suficientemente lejos como para no oír el disparo. De lo contrario regresarían de inmediato, y en ese caso sí que podemos darnos por perdidos. — Se introdujo el dedo índice en la boca y lo alzó sobre su cabeza—. Viento del norte — puntualizó—. Confío en que eso nos ayude.
Esperaron.
El peruano sudaba a chorros, con el cabello y el rostro tan empapados como si en lugar de bajo el sol se encontrara bajo un chaparrón tropical, mientras que por el contrario su acompañante se mantenía más sereno que nunca, consciente de que tenía que contagiarle dicha serenidad a quien parecía a punto de dar un salto y echar a correr corno un conejo.
Pocas esperanzas de salvación tendrían corriendo.
Muy pocas.
En su nerviosismo, Urco Huancay extendió la mano, tomó el blanco jalque sucio de sangre que había pertenecido a uno de los fenéc y que habían utilizado como envoltura de las armas, y se secó el sudor.
León Bocanegra le observó.
— ¡Póntelo! — dijo.
— ¿Cómo has dicho? — inquirió el otro sorprendido.
— ¡Que te lo pongas! — insistió—. Y en cuanto yo dispare álzate para que te vean bien.
— Para qué? —Tal vez te tomen por un fenéc … — fue la sencilla aclaración—. Por estas tierras les deben tener pánico a los fenéc .
— ¿Y si los odian?
— El odio nunca ha estado reñido con el miedo — fue la respuesta—. Y si nos van a matar igual nos da que nos odien o no.
El peruano se tumbó en el suelo afanándose en la engorrosa tarea de introducirse por la cabeza el jaique sin mostrar ni un solo centímetro de su cuerpo, y cuando al fin se escuchó con cierta nitidez el golpear de pies descalzos, León Bocanegra alzó con infinito cuidado el cañón de su arma, apuntó pacientemente al ancho pecho del guerrero que avanzaba en primer lugar, y lo tumbó de un certero balazo.
El grupo se detuvo en seco, arremolinándose en torno al moribundo, momento que aprovechó el español para cambiar de arma al tiempo que su compañero de fatigas se ponía de pie lanzando alaridos.
La desconcertada tropa se volvió, otro de sus miembros recibió un nuevo impacto, y ante la vista de aquel vociferante personaje que aullaba envuelto en un ensangrentado jalque, los nativos dieron media vuelta y echaron a correr corno alma que lleva el diablo.
A poco más de una milla de distancia se detuvieron para girar sobre sí mismos y buscar a sus nuevos enemigos.
No vieron nada puesto que dichos enemigos habían vuelto a ocultarse en la zanja, y no hacía falta ser excesivamente perspicaz como para llegar a la conclusión de que estaban preguntándose quién o quiénes eran los que les habían atacado.
No obstante, más que en lo que hicieran o dejaran de hacer, León Bocanegra se concentraba en otear el horizonte en un esfuerzo por descubrir si los que se habían alejado hacia el este volvían o no sobre sus pasos.
Por suerte la leve brisa soplaba a su favor.
Pasaron los minutos.
Largos minutos.
Minutos en los que podría pensarse que el tiempo en verdad se había detenido sobre aquel lejanísimo rincón del universo en el que la tierra aparecía chamuscada y vuelta a recalentar por un sol inclemente, y en el que unos pintarrajeados personajes dudaban entre vengar a sus muertos o alejarse definitivamente.
— ¿Qué hacen? — inquirió al fin el peruano.
— Nada.
— ¿Y cuánto tiempo estarán así?
— No tengo ni la menor idea — fue la sincera respuesta—. Si nunca se han enfrentado a un arma de fuego, lo más probable es que acaben por marcharse. Si las conocen tal vez nos ataquen.
Atisbaron por entre unas piedras para descubrir que la perpleja partida de salvajes había tomado asiento y cuchicheaba en lo que seguía pareciendo un excitado e interminable conciliábulo.
Muerto el que los comandaba, resultaba evidente que no llegaban a un acuerdo sobre quién habría de sucederle o qué actitud debían tomar a partir de aquel momento.
Tiempo de espera.
León Bocanegra era un hombre acostumbrado a las largas esperas.
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