Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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O al menos en un ser que aceptara que su propia libertad se encontraba supeditada a la libertad de cuantos le rodeaban.

Traídos por la fuerza desde los más remotos confines del continente, la mayor parte de los libertos ni siquiera hablaban el mismo dialecto, por lo que casi desde el día en que abandonaron sus oscuras mazmorras se encontraron perdidos, lo que propició que casi de inmediato las callejuelas de la vieja ciudadela se transformaran en una especie de gigantesca Torre de Babel en la que los intereses tribales e incluso personales solían anteponerse a los ideales comunes que sus salvadores preconizaban.

Pocos nativos parecían tener una clara idea de qué era lo que se pretendía de ellos, y pocos eran también los europeos que se sentían capaces de explicárselo.

Construir un país nunca ha sido empresa fácil.

Construirlo partiendo de la nada, y contando además con el hándicap de una masa humana tan disparatadamente heterogénea, constituía en verdad una empresa imposible.

No obstante, Celeste Heredia se negaba a aceptarlo, por lo que obligaba a sus hombres a patrullar día y noche por calles y plazas en un desesperado esfuerzo por mantener la paz entre tanto enemigo irreconciliable.

La voluntariosa armadora del poderoso galeón se había propuesto demostrar al mundo que la fe y la buena voluntad mueven montañas, sin detenerse a meditar en el hecho de que demasiado a menudo el cerrilismo humano resulta mucho más inamovible que la más alta y rocosa de esas montañas.

Por mucho que lo intentara, jamás conseguiría que yorubas, fulbé, hausas, ibos, mandingos, ashantis y bamilenké dejaran de odiarse como venían haciéndolo desde miles de años atrás, ni que olvidaran de improviso las antiguas «cuentas pendientes» que cada cual guardaba en lo más recóndito de su memoria.

A ello se unía el miedo a los odiados traficantes árabes, el terror a los crueles fenéc , e incluso el pánico a la abominable raza de unos mal llamados cristianos que solían hacinarlos en mugrientos navíos con el fin de trasladarlos al otro lado del mundo, donde se les trataba peor que a las bestias.

Por todo ello, la mañana que el capitán León Bocanegra se detuvo al fin en el centro del ancho patio central de la maciza fortaleza y observó cuanto le rodeaba, llegó a la inmediata conclusión de que no había alcanzado el ansiado «País de los Libertos» al que con tanto ardor solía hacer referencia Urco Huancay sino más bien al corazón de un pandemónium en el que no parecía existir forma humana de poner orden.

Agotadas tiempo atrás las escasas reservas de provisiones que se almacenaban en los sótanos, saqueados los poblados vecinos y aniquilados los rebaños en treinta leguas a la redonda, caballos y camellos comenzaban a ser sacrificados uno tras otro, sin que nadie pareciese preocuparse por el futuro, ni se molestara en plantar de nuevo unos fértiles campos que aparecían abandonados.

Los peces del río habían pasado a convertirse en la única fuente de alimentos que no corría peligro de r pido agotamiento, pero resultaba evidente que tan populosa comunidad no podría alimentarse únicamente de peces durante demasiado tiempo.

De improviso, el siempre inquieto, nervioso y casi mugriento Padre Barbas se plantó frente a él como nacido de la nada.

— ¿Qué le parece todo esto? — inquirió ansiosamente como si conociera de antemano la respuesta.

— Un auténtico desastre — admitió con sinceridad el español moviendo negativamente la cabeza—. Una especie de Arca de Noé, en vísperas del diluvio. ¿Qué piensan hacer al respecto?

— ¿Y qué podemos hacer? — inquirió el religioso encogiéndose de hombros—. Llevamos meses intentando imponer una cierta disciplina, pero esta gente no parece entender la disciplina a no ser que vaya acompañada de cepos y latigazos. Creo que presienten que jamás echar n raíces aquí, por lo que se limitan a disfrutar de la libertad hasta que un nuevo Rey del Níger los encadene y los embarque con rumbo desconocido.

— ¿Y por qué no han intentado regresar a sus casas?

— Porque saben que allí se toparán de inmediato con los cazadores de esclavos. Aquí al menos agotan cada minuto de libertad.

— Podrían unirse y formar un poderoso ejército con el que dirigirse al norte donde encontrarían inmensos territorios muy ricos en caza y pesca. Los he visto al venir hacia aquí.

— Si les proporcionáramos armas lo primero que harían sería aniquilarse entre sí. Un ibo prefiere matar a un yoruba aunque luche a su lado que a un mandingo del bando contrario. Así ha sido desde el comienzo de los tiempos, y así seguir siendo por mucho que nos esforcemos en hacerles comprender que su futuro está en juego.

— Triste.

— Triste, en efecto… — admitió el sacerdote—. Pero profundamente humano. El odio tribal es algo que conocen desde la cuna, y nadie les había hablado antes de amor fraterno o solidaridad.

— Luego ¿merecen ser esclavizados?

— ¡No! Eso nunca. — Se escandalizó el anciano—. Nadie merece ser esclavizado. Lo único que merece es ser instruido, pero a los «civilizados» nunca nos ha interesado instruir a los «salvajes». ¿Quién cortaría caña de azúcar en ese caso? ¿Y dónde se obtendría una mano de obra tan asequible?

— Pero por lo que me han contado, ibos y yorubas se odiaban a muerte antes incluso de que se descubriera América…

— En efecto: se odiaban. Y continuar n odiándose durante los próximos mil años, pero los cristianos no estamos haciendo nada por poner remedio a tal problema. Más bien, por el contrario, contribuimos a agravarlo a base de fomentar la esclavitud.

— ¿Y qué dice el Papa a eso?

— ¿El Papa? — repitió incrédulo el otro—. ¿De qué demonios habla? Abolir la esclavitud es una tarea que excede las atribuciones de cualquier Papa por grande que fuera su voluntad a la hora de intentarlo, que de momento, ni siquiera lo intenta. Abolir la esclavitud es una tarea que incumbe a la práctica totalidad de cuantos se llaman a sí mismos «cristianos». y resulta evidente que la mayoría de ellos han sido convencidos de que un negro tiene más porvenir y mayores esperanzas de salvación cortando caña en una hacienda de Cuba, que cazando monos en una selva africana.

— ¿Y no es así? — ¿Quién puede asegurar dónde se encuentra exactamente la salvación eterna? ¿Quién asegura que no es más lógico amar a Dios mientras se cazan monos en libertad, que mientras se corta caña encadenado? El odio a quien nos sojuzga puede conducir muy fácilmente al rechazo hacia quien tiene el poder de evitar tal vejación y sin embargo no hace nada por impedirlo.

— ¿Dios?

— ¿Quién si no?

— Extraño cura, a fe mía.

— Hace años que dejé de considerarme cura — puntualizó el mugriento anciano—. Ya no me siento cura, ni sacerdote, ni misionero, ni tan siquiera siervo de Cristo.

— En ese caso, ¿qué hace aquí?

— ¿Y yo qué sé?

Se alejó entre la multitud para desaparecer tal como había surgido, dejando a su interlocutor más desconcertado aún de lo que lo estuviera anteriormente, puesto que la extraña conversación le había servido para reafirmarse en la idea de que su primera impresión era la correcta.

Aquél era un submundo inmerso en el caos.

— ¿Acaso imagina que lo ignoro? — fue la honrada respuesta de Celeste Heredia cuando tres noches más tarde le expresó su opinión acodado en la borda de La Dama de Plata —. Estúpida sería si no comprendiera que la situación se me va de las manos. Yo, blanca y educada en el palacio del gobernador de la isla de Margarita, estoy más cerca de un fulbé o de un bamileriké, de lo que lo están ellos entre sí pese a que tengan el mismo color de piel y hayan nacido en selvas semejantes. A veces consigo entenderme con unos; a veces, con los otros, pero en cuanto los reúno, ya no me entiendo con nadie.

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