Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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¡Fenéc!

León Bocanegra se vio obligado a aguardar a que la ira que acababa de apoderarse de todo su ser se disipase, para aguzar la vista y cerciorarse de que no estaba soñando.

Eran fenéc , no cabía duda.

Apenas pusieron el pie en tierra, varios nativos acudieron solícitos a tomar de las riendas sus cabalgaduras, mientras otro grupo se apresuraba a empujar al agua una enorme piragua que permanecía a la sombra de la mayor de las chozas.

El corazón de León Bocanegra comenzó a golpear con inusitada fuerza, no podía saber si a causa del miedo o la excitación al comprender que la estilizada embarcación, en la que tres indígenas bogaban y dos fenéc se limitaban a observar en silencio el paisaje, se aproximaba palada a palada a su escondite.

Cruzaron a no más de cien metros a su derecha para introducirse por un sinuoso canal, y pese a que casi al instante se perdieron de vista entre los cañaverales aún pudo escuchar el golpear de los remos contra el agua hasta que se alejaron hacia el interior del lago.

Tardó en reaccionar.

Necesitó tiempo para tomar conciencia de lo cerca que había estado de quienes habían acabado de un modo horrendo con la práctica totalidad de su tripulación, e incluso de lo cerca que había estado de quienes no dudarían a la hora de devolverle a la salina.

Dos sentimientos de signo muy contrario se apoderaron de su espíritu: la urgente necesidad de huir, y el ansia de ir tras ellos buscando una ocasión para vengarse.

La mayor parte de los seres humanos suelen ser vengativos, al igual que suelen serlo un gran número de especies animales, y el deseo de devolver centuplicado el mal que se les causa es algo que nace, crece, se reproduce y raramente muere de muerte natural, en lo más profundo de casi todos los corazones.

Pero el espíritu de conservación es de igual modo un sentimiento común a la práctica totalidad de los seres vivientes.

En especial cuando se ha estado tan cerca de la muerte como lo había estado León Bocanegra.

Meditó serenamente esforzándose por conservar la sangre fría, y a media. tarde había llegado al convencimiento de que lo mejor que podía hacer era abandonar aquel peligroso lugar lo más pronto posible.

Dos fenéc bien armados constituían un enemigo demasiado poderoso para un hombre que no contaba con más arma que una herrumbrosa gumía.

Tenía que alejarse.

Y se alejó.

Trescientos metros.

En cuanto la proa de su embarcación embocó el canal por el que habían desaparecido los fenéc todas sus argumentaciones dejaron de tener valor, y en lugar de buscar una vía de escape que le llevara lejos de allí, comenzó a vadear el lago empujando su kadeya en pos de la estela de sus odiados enemigos.

No la encontró.

Esa noche volvió a plantearse el dilema y de nuevo llegó a la conclusión de que resultaba absurdo continuar la persecución, pero en cuanto una leve claridad se apoderó del lago, reanudó la búsqueda con idéntico afán.

El cañaveral se abría o espesaba de forma en apariencia caprichosa, pero al fin llegó a la conclusión de que los juncos podían intentar confundirle pero no así los nenúfares que aparecían abiertos o quebrados allí por donde había navegado una ancha piragua impulsada por canaletes de dura madera.

Rastreó como un perro de caza cada detalle que pudiera darle una pista, y fue así como a media mañana del día siguiente hizo su aparición ante sus ojos un pequeño islote sobre el que se elevaba un achaparrado caserón de amarillentas paredes de adobe.

Fuera del agua en la que se encontraba sumergido hasta el cuello el calor resultaba insoportable, y pese a que copudos árboles que nacían junto a sus muros proporcionaban una magnífica sombra a la edificación, no le sorprendió comprobar que no se advirtiese rastro alguno de presencia humana en cuanto alcanzaba la vista.

Tal como casi siempre sucedía, en la canícula del mediodía ni siquiera los peces osaban moverse en el interior del Chad.

Aprovechó por tanto las horas que siguieron para estudiar a fondo el lugar en que se encontraba, cerrando a menudo los ojos con objeto de memorizar cada grupo de juncos y cada detalle de la maciza construcción, así como la disposición de cada una de las piraguas que aparecían varadas en la orilla, para abrirlos de nuevo y cerciorarse de que no había cometido errores, tanto en lo que se refería a la disposición de los objetos como en la distancia que los separaba.

Los años pasados trabajando con los ojos vendados le habían acostumbrado a orientarse a ciegas, y a la caída de la tarde abrigaba la absoluta certeza de que podría moverse por los alrededores en mitad de la noche con la misma seguridad con que lo haría a plena luz del día.

El sol rozaba las copas de los árboles cuando se abrió el pesado portón para que hiciera su aparición un grupo de jóvenes nativas a las que vigilaba un fenéc , que sin abandonar ni un instante su espingarda tomó asiento en el primer escalón que descendía hasta el agua, y se dedicó a observarlas mientras se bañaban en la orilla.

Para León Bocanegra, que llevaba años sin mantener el más mínimo contacto con una mujer, el excitante espectáculo de casi una docena de hermosas muchachas jugueteando en el agua resultaba cuanto menos perturbador, y dicha turbación se transformó en un sentimiento harto difícil de definir, en el momento en que el fenéc chistó a una de ellas ordenándole que subiera hasta donde se encontraba.

Cuando la tuvo ante él la observó de arriba abajo con una especie de estudiado desprecio y fingida indiferencia, y a continuación se alzó el faldón del amplio jaique, y con un inequívoco gesto que no admitía réplica le indicó que se arrodillara.

Observar oculto entre plumeros de papiros y en el rojizo atardecer del lago Chad cómo una adolescente de pequeños pechos y negra piel muy brillante practicaba una lenta y cuidadosa felación a un hombre que continuaba empuñando impasible su espingarda sin perder de vista el resto de las bañistas, constituía una rara experiencia para la que el marino no se encontraba anímicamente preparado.

Tras las apasionadas noches de Dáora en las que una desconocida beduina había sabido proyectarle a las más altas cimas del placer, León Bocanegra se había esforzado por rechazar cualquier pensamiento erótico, y tan sólo en inevitables sueños que escapaban por completo a su control, había conseguido dar rienda suelta a una necesidad física natural en todo hombre adulto.

No obstante, pronto advirtió cómo en esta ocasión una parte de su cuerpo escapaba de forma ostensible al flácido control del diminuto taparrabos de piel de ardilla, y pese a que apartó la mirada con objeto de evitar males mayores, resultó inútil puesto que las atenciones y las caricias de la joven nativa parecieron surtir mayor y más rápido efecto sobre quien se encontraba inmerso en las tibias aguas del Chad que sobre el fenéc a quien estaban destinadas.

Docenas de pececillos acudieron de inmediato a dar buena cuenta de las consecuencias de tamaño desastre, y por primera vez en mucho tiempo León Bocanegra lanzó un sonoro reniego y se avergonzó de sí mismo.

Cuando poco más tarde la muchacha pareció dar por concluida su tarea, el aún impasible fenéc pronunció una sola palabra, y sin perder un instante, las sumisas bañistas se encaminaron, como un silencioso rebaño de negras ovejas, al interior de la fortaleza.

Las primeras sombras de la noche avanzaron con rapidez sobre los cañaverales, y una profunda sensación de paz pareció querer adueñarse una vez más del lago, pero al poco las enrejadas ventanas comenzaron a iluminarse, y a través de la ancha puerta que había quedado semiabierta llegó, nítido y desconcertante, el alegre resonar de tamboriles, chirimías y panderetas.

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