Era una jornada más.
Un día más de vida.
El único lujo que aún podía permitirse.
Al fin un nebuloso atardecer la proa de su minúscula embarcación tropezó con algo duro.
Era tierra; auténtica tierra que sobresalía apenas sobre la superficie de las aguas, pero en la que crecían gruesos ambáys cuyas copas emergían sobre la algodonosa neblina.
Trepó a la más alta para enfrentarse a un blanco mar de nubes del que destacaban, a un par de millas de distancia, nuevas copas de ambáys.
Y allá a lo lejos, muy a lo lejos, hacia levante, vislumbró otras muchas.
Aguardó hasta que el disco del sol tomó un tono cobrizo y le asombró descubrir que cuando estaba a punto de sumergirse en el horizonte del algodonoso mar comenzaban a emerger miles de aves.
Disfrutó del espectáculo hasta que cerró la noche para permanecer luego allí, trepado como un mono en una rama, contemplando un firmamento en el que cada una de sus miríadas de estrellas parecía estar enviándole un mensaje de aliento.
Y corrió serio peligro de que le venciera uno de sus peores enemigos, ya que a punto estuvo de dejarse arrastrar por la tentación de evocar mágicas noches rodeado de amigos en la cubierta del León Marino , pero casi de inmediato rechazó sus recuerdos consciente del daño que causaban.
Lo más difícil seguía siendo evitar la nostalgia.
Cuando, como en aquellos momentos, le asaltaban los recuerdos, bloqueaba su mente para retroceder al tiempo en que sufrió todas las penas del infierno en la salina, puesto que había comprobado que la ira le ayudaba a mantenerse en tensión, mientras que el regreso a unos tiempos mucho más lejanos acababa por convertirse en una puerta al desánimo.
Olvidar era tanto como negarse a si mismo a rechazar lo mejor de su pasado, pero recordar los rostros de Diego Cabrera, Fermín Garabote, Cándido Segarra, Emeterio Padrón y tantos otros de cuyos padecimientos se sentía en cierto modo culpable, se convertía en una amarga tortura.
Los camaleones no piensan.
Ni recuerdan.
Tan sólo viven.
Y tan sólo se esfuerzan por continuar sobreviviendo.
— Algún día pensaré —argumentaba en los momentos en que temía ser débil—. Algún día me tumbaré en la cubierta de una nave que me lleve de regreso a las Antillas, contemplaré el firmamento, y dedicaré horas y horas a recordar lugares y gentes. Ahora no puedo.
El temor a ser débil convierte en débiles a muchos seres humanos, pero no era ése el caso de León Bocanegra, que al primer síntoma de vacilación cerraba los ojos y se buscaba a sí mismo acurrucado en el minúsculo cubículo de la salina.
Y cuando todo le fallaba evocaba las cabezas cortadas, la violación del joven pañolero, o la terrible muerte de Fermín Garabote.
La violencia del odio que experimentaba en esos momentos disipaba los negros nubarrones de una absurda nostalgia.
Al alba del día siguiente miles de martín pescadores surcaban el cielo, pero en cuanto el sol ganó altura se sumergieron en la neblina conscientes de que el fuego de ese sol les abrasaría las alas.
Tan sólo entonces descendió de su atalaya para dedicarse a recorrer de punta a punta un islote que no sería mucho mayor que su vieja «carraca».
Decidió, no obstante, que parecía ser un magnífico lugar para descansar y aprovechar el tiempo reponiendo algunos haces de juncos de una nave que comenzaba a perder parte de su sorprendente flotabilidad.
La isla siguiente resultó ser aún más pequeña, pero la tercera contaba ya con casi una milla de largo y muy pronto descubrió que proliferaban en ellas unas diminutas ardillas de color arena.
Atrapó unas cuantas, curtió sus pieles con el fin de confeccionarse un sencillo taparrabos, y como afilando a conciencia la gumía había conseguido recortarse la barba, acabó por sentirse más cómodo y en cierto modo, más humano.
El simple hecho de contar con una mísera piel con la que protegerse los genitales del continuo roce de las cañas le inyectó nuevos ánimos, por lo que cuando a la noche siguiente le llegó, oscuro y lejano, un ronco rugido, lanzó un hondo suspiro ya que en cierto modo el inquietante rugido venía a confirmarle que la orilla del lago debía encontrarse relativamente cerca.
Puso proa a levante y dos días más tarde avistó las primeras copas de gruesos sicómoros que poco a poco nada tenían que ver con los ambáys que poblaban los islotes del lago.
Continuó su avance sin abandonar la protección de los juncos, y el sol caía a plomo en el instante en que alcanzó un punto en que los espesos nenúfares daban paso a una ancha laguna de agua grisácea al fondo de la cual nacía una selva alta y espesa.
Se tumbó a esperar. Dormitó un rato y a la caída de la tarde percibió, con total nitidez, el casi olvidado sonido de una voz humana.
Atisbó por entre los plumeros de los papiros que se agitaban como gigantescos abanicos, y al poco descubrió cómo una larga piragua tripulada por seis hombres que bogaban rítmicamente avanzaba por el centro de la laguna.
Uno de ellos cantaba.
¡Bendito sea Dios!
¡Cantaba!
¿Realmente podían quedar en este mundo seres humanos que cantaran?
Allí había uno; un negro fuerte y sudoroso de blanquísimos dientes, que sentado a la popa de la esterilizada embarcación, entonaba una monótona tonadilla que más bien parecía destinada a marcar el ritmo de las paladas de los remeros que a alegrarles la vida.
Pronto León Bocanegra llegó a la conclusión de que aquella larga piragua nada tenía que ver con las balsas de juncos, ni aquellos indígenas con los pobladores del interior del lago.
Éstos eran kokotos de tierra firme, más fuertes, menos esbeltos y de un negro casi ceniciento que contrastaba con el lustroso brillo de la piel de los budúma , y pese a que se limitaran a bogar al ritmo que marcaba el «cantante», se percibía en ellos una especie de crispada agresividad muy alejada de la pacífica actitud que emanaba de cada gesto de la familia de nativos que había estado espiando en el norte del lago.
Se perdieron de vista entre dos luces, y en cuanto cerró la noche se encaminó a la orilla.
Le sorprendió, no obstante, descubrir que le resultaba imposible aproximarse a ella, puesto que a casi media milla de distancia la capa de agua aparecía tan delgada que incluso la kadeya embarrancaba, y bajo una fina película de agua lo único que se abría era una masa de fango y detritus en la que se hundió hasta el pecho.
¡El Chad!
Inmenso charco que jamás dejaría de asombrarle.
Allí muy cerca, gritaban los monos, chillaban las aves y rugían las fieras, pero un muro de lodo putrefacto que se transformaba en una trampa mortal le impedía llegar hasta ellos.
Sudó, resbalando y cayendo una y otra vez antes de conseguir librarse del fango para trepar de nuevo a la balsa, y volvió a sudar a la hora de devolverla a aguas profundas a base de empujar con una larga pértiga.
A punto estuvo de que el alba le sorprendiera atrapado como, una mosca en la miel, y tuvo que apresurarse a buscar refugio para tumbarse a dormir completamente agotado.
¡Madre de Dios, qué mundo!
A la noche siguiente reemprendió la marcha lejos de la orilla y siguiendo el rumbo de la piragua.
Horas más tarde avistó un promontorio en el que destacaban media docena de chozas de techo de palma que se alzaban sobre pilotes de madera, y a unos doscientos metros de distancia se distinguía un amplio cercado en el que dormitaban medio centenar de camellos.
Durante todo el día se dedicó a espiar las idas y venidas de los nativos, y comenzaba a hacerse a la idea de que no se trataba más que de una simple aldea de pacíficos pescadores, cuando a media tarde advirtió cómo, llegando del interior del bosque, se aproximaban dos jinetes que vestían capas blancas y empuñaban largas espingardas.
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