Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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Tamboriles, chirimías y panderetas.

Desganadas voces femeninas.

Un coro de ranas.

¡Miles de ranas! Y centenares de gruesos sapos que parecían querer convertirse en los fagots de una desaliñada orquesta en la que cada miembro tocaba a su aire mientras los panderos cobraban en esta ocasión una tonalidad distinta, como de llanto o de lamento, o como si quienes los hicieran sonar se estuvieran golpeando con fuerza el corazón en lugar de una tensa piel de cordero.

No era una fortaleza.

Tampoco una vivienda.

Ni siquiera una cárcel.

Tras varias horas de observarla León Bocanegra llegó a la conclusión de que probablemente se trataba de una singular especie de prostíbulo o una particularísima «casa de reposo» en la que los fenéc intentaban reponer fuerzas y divertirse tras meses de recorrer montañas y desiertos, o adentrarse en el infierno de sal del mar petrificado.

Un islote perdido en lo más intrincado del laberinto de papiros del centro del Chad debería constituir el único lugar del mundo en que los aborrecidos traficantes de carne humana se consideraban a salvo de las acechanzas de sus innumerables enemigos, puesto que sabían mejor que nadie, que siglos de explotar hasta la muerte a miles de seres humanos les habían granjeado el odio de la mayor parte de los habitantes del continente.

Desde un punto de vista histórico, no puede asegurarse que los fenéc pertenecieran a un grupo étnico particular, profesaran una religión concreta, o les uniera algún tipo de ideología común, pues cuanto conformaron fue una especie de poderoso gremio cuya principal actividad se centraba en el comercio de la sal, lo cual no hubiera tenido nada de reprochable, a no ser por el hecho de que los métodos que utilizaron para conseguir su monopolio fueron los más crueles y abominables que se recuerden en un sufrido continente cuya historia rebosa de actos crueles y abominables.

Tradicionalmente se ha considerado siempre que Agadés, Kano y El — Fasher fueron, entre los siglos XIV y XVIII, los puntos geográficos en los que se establecieron las casas matrices o cuarteles generales de tan repudiable «Organización», aunque a decir verdad no existen datos fiables al respecto, de igual modo que tampoco pueden encontrarse sobre el grado de influencia que los fenéc ejercieron sobre los cambios políticos que tuvieron lugar durante una época tan poco documentada de una región que únicamente comenzó a ser explorada por los europeos hace poco más de cien años.

Lo que sí parece cierto — o al menos así lo aseguran las leyendas locales— es el hecho de que fue la necesidad de enfrentarse al omnipresente poder de los fenéc y de los cazadores de esclavos que imponían un auténtico imperio del terror por aquellos tiempos lo que provocó el nacimiento de la temida secta de los «hombres-leopardo», que en cierto modo ha conseguido sobrevivir, aunque con muy diferentes planteamientos, hasta los tiempos actuales.

Cuentan que los feroces «hombres-leopardo» no tenían en sus orígenes otro objetivo que el de vengarse de sus opresores aprovechando para ello las tinieblas de la noche y el anonimato que les proporcionaba ocultarse bajo la piel del más sagaz y escurridizo de los habitantes de la selva, puesto que en «hombre-leopardo» podía convertirse un frágil anciano al que le habían arrebatado a su hijo, una amargada esposa a la que le habían dejado sin marido e incluso un valeroso adolescente cuyos hermanos se veían abocados a morir de sed en el interior de una ardiente salina.

Bastaba con disfrazarse de fiera moteada y acechar al borde de un camino para desgarrar con saña el cuello de su víctima sin más ayuda que una vieja zarpa disecada.

El disfraz y el arma dormían— luego en lo más profundo de un hoyo cavado en el corazón del bosque, de donde no volverían a surgir hasta que su dueño decidiera que había llegado el momento de salir a la caza de un nuevo enemigo.

Por desgracia — y como casi siempre suele ocurrir— con el paso del tiempo llegó un momento en que ese enemigo no fue ya un odiado fenéc , sino más bien alguien que no había cometido otro delito que pertenecer a una etnia diferente o seducir a la mujer equivocada.

De cazadores de asesinos los «hombres-leopardo» pasaron a convertirse a su vez en crueles asesinos, pese a lo cual no conviene olvidar que en un principio hicieron gala de su valor y una decisión a toda prueba.

Y sin él mismo saberlo León Bocanegra comenzaba a comportarse ahora como ellos, pese a que no contara con una moteada piel bajo la que esconderse.

Su piel seguían siendo el lago y sus cañaverales. Noche cerrada ya, se deslizó sin agitar las aguas hasta el desembarcadero natural del islote, y tras permanecer largo rato al acecho, salió a tierra reptando con el sigilo y la paciencia de un camaleón, hacia el amplío portalón de entrada.

Debía encontrarse a unos diez metros de los primeros escalones cuando le llegó, superponiéndose con fuerza a los olores propios del entorno, un inequívoco hedor a sudor rancio y azafrán que su mente asoció de inmediato a la idea de fenéc .

Por qué razón las mujeres beduinas eran tan sumamente aficionadas a teñirse las manos con azafrán era algo que León Bocanegra jamás conseguiría averiguar, pero lo cierto era que su penetrante e inconfundible olor acababa por impregnarles la piel fijándose con el tiempo en todo aquello con lo que mantenían un frecuente contacto.

Olía a azafrán.

¡Apestaba a fenéc !

Cerró los ojos, giró apenas el rostro para captar el punto exacto del que provenía la suave brisa nocturna, aspiró profundo y llegó a la conclusión de que un centinela permanecía acurrucado en el rincón más próximo del dintel de la puerta.

Se concentró en aquel punto, abrió un instante los ojos, volvió a cerrarlos para analizar la imagen que durante déc1mas de segundo permanecía grabada en su retina por la tenue luz de las estrellas, y no le cupo duda de que el confuso bulto era un ser humano que mantenía su arma terciada sobre las rodillas.

Aguardó paciente puesto que le constaba que él no apestaba.

Inmerso como solía estar largas horas en un agua de la que acababa de emerger, su cuerpo no había tenido tiempo de sudar, por lo que, aplastado sobre el barro, lo único que conseguiría delatarle sería un ruido o un brusco movimiento.

Se deslizó por tanto con tan desesperante lentitud que tardó casi una hora en llegar hasta los mismos pies de su enemigo.

Por fin, como una sombra nacida de los abismos del infierno, se puso en pie de un salto para cercenarle de un solo golpe la garganta al tiempo que le tapaba la boca con la mano, consiguiendo así que ni las estrellas llegaran a darse cuenta de que un ser humano había pasado en fracciones de segundo del mortal aburrimiento al olvido total.

Permaneció muy quieto, escuchando los rumores de la noche, y al poco, con idéntica paciencia, qué importante podía ser en ciertos momentos la paciencia, arrastró el cadáver hasta acomodarlo en el interior de una de las piraguas.

Por último se apoderó de la espingarda que colocó junto al muerto, liberó las amarras y se alejó arrastrando tras sí las embarcaciones para desaparecer definitivamente en el intrincado laberinto de los cañaverales.

Al amanecer había desnudado ya el cadáver para sumergirlo en el lodo, lastrándolo de forma tal que juncos, cañas y nenúfares no le permitieran volver a emerger bajo ninguna circunstancia.

Más tarde hundió de igual modo las piraguas dedicando todo su esfuerzo a poner a punto el delicado mecanismo de disparo de la espingarda, sin dejar por ello de espiar las idas y venidas de los fenéc .

Pero ni un solo fenéc fue ni volvió durante toda la mañana, por lo que llegó a la conclusión de que nadie debía de haberse percatado aún de lo ocurrido.

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