Ranas y sapos llevaban horas entonando sus cánticos pese a que en esta ocasión los seres humanos hubieran desistido de acompañarles.
Un pez chapoteó muy cerca.
Un joven saurio cruzó en busca de posibles aventuras amorosas.
La luna perdió interés por el cadáver y continuó su viaje hacia muy distintos paisajes.
Cuando al fin desapareció por el oeste, León Bocanegra cerró los ojos, ladeó la cabeza y concentró toda su atención en los sonidos que pudieran llegar del islote.
Por fin, algunas ranas dejaron de cantar.
Algo las había asustado.
El chirrido de los goznes de una puerta.
En un mundo tan primitivo un ruido semejante bastaba para alarmar a sus habitantes.
León Bocanegra aguardó unos minutos y por último extendió la mano y apretó suavemente el gatillo.
A la explosión siguió, como un eco, un alarido de dolor, y uno de los fenéc que alzaba el cadáver de su compañero con intención de arrojarlo al agua, soltó su carga y corrió, lanzando maldiciones hacia el interior del edificio.
Sus compañeros le imitaron, se escuchó un sonoro portazo y León Bocanegra sonrió por primera vez en años llegando a la conclusión de que por esa noche podía dedicarse a dormir a pierna suelta.
A la mañana siguiente un extraño pajarraco, un cálao de enorme cabeza, grueso pico y cómica cresta, se dedicaba a picotearle los ojos al difunto.
Al parecer no le interesaba su carne; sólo sus ojos, y cuando se los hubo arrancado y devorado como si se tratara de un par de uvas demasiado maduras, dio unos cuantos saltos, lanzó un chirriante graznido y se alejó a ras de los plumeros.
Durante los tres días que siguieron no ocurrió absolutamente nada digno de mención.
Era como si se estuviera jugando una silenciosa partida de ajedrez sin tiempo límite, en la que cada contendiente estuviese esperando que su rival se decidiera a mover una pieza.
Asediados y asediante daban muestras de idéntica paciencia.
Resultaba evidente que tanto uno como otros poseían nervios de acero y parecían dispuestos a no dar un solo paso en falso.
Por fin, al atardecer de ese tercer día algo comenzó a moverse.
¡El viento!
Un abrasador viento del nordeste iba ganando fuerza a medida que avanzaba la noche, agitaba las aguas, inclinaba las cañas y arrancaba la emplumada cabeza a los papiros.
León Bocanegra entendió muy pronto que ya no luchaba solo.
Aquel furioso harmattán que avanzaba desde lo más profundo del desierto libio, empujando ante sí una nube de polvo que casi impedía la visión, acudía en su ayuda.
Abandonó su refugio, y arrastrando tras sí la frágil embarcación, luchó contra el viento buscando la protección del muro de espesura, hasta alcanzar un punto, a poco más de inedia milla del islote, que se le antojó perfecto.
Desde allí, con un ancho canal de aguas libres a la espalda, distinguía a duras penas una inmensa extensión de juncos que se extendía, corno una inclinada alfombra, hasta casi los mismos muros del amarillento edificio.
Tras aguardar tan sólo — unos minutos, colocó entre las cañas un pequeño montón de hojas muy secas recubiertas de pólvora y les disparó a bocajarro.
Prendieron como yesca, y casi instantáneamente el fuego se propagó a todo lo largo y lo ancho del cañaveral, para que altas llamas corrieran empujadas por el viento en dirección al islote.
En cuestión de minutos, aquella remotísima región del corazón del continente negro se convirtió en un infierno aún peor de lo que lo había sido hasta ese instante.
Fuego y un humo denso y asfixiante era cuanto podía distinguirse en derredor, sin más sonido que el crepitar de la reseca vegetación al consumirse y el alocado aletear de garzas, patos, cormoranes, marbellas y pelícanos que emprendían una desesperada huida.
León Bocanegra observó el muro de fuego que corría hacia el oeste, y tras meditar largamente llegó a la conclusión de que la consumación de la venganza era algo que quizá ayudaba a sentirse un poco menos desgraciado, pero en nada contribuía a sentirse mucho más feliz.
Se sentía solo.
Dolorosamente solo.
La soledad venía siendo una constante en su vida desde hacía ya demasiado tiempo, pero ahora, a medida que se alejaba de la columna de humo que se diluía en el aire para adentrarse de nuevo en la inmensidad de un lago que parecía haberse convertido en una maldición, a esa soledad se unía la sensación de culpa, multiplicando por mil la angustia de saber que no contaba, ni contaría nunca quizá, con otra ayuda ni más consuelo que el que fuera capaz de proporcionarse a sí mismo.
Acudieron a su memoria las jóvenes nativas que había visto bañarse, y no pudo por menos que preguntarse cuántas de ellas habrían muerto en el terrible incendio que arrasara su «hogar».
¿Qué culpa tenían ellas?
¿Por qué razón se habían visto obligadas a pagar con la vida por los sufrimientos de un extraño?
¿Acaso no constituía suficiente castigo servir de diversión a unos seres crueles y abominables, para tener que acabar como achicharradas víctimas de una venganza que en nada les atañía?
León Bocanegra nunca había considerado un crimen asesinar fenéc .
Ni siquiera lo consideraba una falta o un pequeño delito.
Pero provocar que un puñado de inocentes criaturas tuvieran una muerte tan horrenda, sí era algo que le obligaba a sentir una profunda amargura.
Y amargura y soledad jamás habían sido buenas compañeras de viaje.
¿Qué viaje?
A menudo, en las duermevelas de los desesperantes mediodías se cuestionaba las razones — por las que se había empeñado en emprender tan absurdo periplo hacia un incierto destino, y cuando — cada vez con más frecuencia— le flaqueaban las fuerzas, tardaba horas en recuperar la fe y decidirse a reiniciar la marcha rumbo al sur.
Rumbo al mar.
¡El mar!
¡Cómo le consolaba soñar con un mar limpio y azul, y cómo le entristecía comprobar que cada mañana despertaba flotando sobre un agua grisácea y lodosa!
¡Cuánto hubiera dado por escuchar de nuevo la amada sinfonía de una furiosa ola rugiendo al chocar contra la amura de babor del León Marino mientras un viento frío cantaba en los obenques!
Necesitaba hablar con alguien
Estaba cansado de escucharse murmurando largas frases sin sentido o tatareando en apenas susurros viejas canciones que antaño le parecían alegres y en aquellos momentos se le antojaban trágicamente idiotas.
¡A ratos, demasiados! abrigaba el convencimiento de que en realidad había emprendido un imparable viaje sin retorno hacia la locura.
El Níger no existía.
El océano tampoco.
No obstante, un caluroso amanecer descubrió, perplejo, que había comenzado a flotar sobre aguas profundas.
Sin saber cómo ni por qué la frágil e inestable kadeya se había adentrado durante la noche en una zona del lago en la que el fango se encontraba a casi veinte metros bajo una superficie a la que no podían aflorar ni cañas, ni papiros.
Era un remedo de mar.
Un sucio y triste mar sobre el que soplaba una ligera brisa que le empujaba hacia un vacío horizonte ilimitado en el que ya no proliferaban los peces ni anidaban las aves.
Le invadió una extraña mezcla de gozo y miedo; gozo por el hecho de que había dejado atrás una difícil etapa de su andadura, y miedo ante el convencimiento de que en el centro del lago se encontraba a merced de sus enemigos, y de un desnudo sol que podía muy bien derretirle el cerebro.
¿Cuánto tiempo llevaba sin avistar una nube?
¿Seguían existiendo?
¿Habían existido alguna vez?
No en el centro del Chad probablemente.
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