Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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¿Por qué?

Tardó en descubrirlo.

Tras infinidad de decepcionantes pruebas, llegó al convencimiento de que el interior de los tallos se encontraba formado por una masa blanca, ligera, esponjosa y empapada de savia de sabor amargo que impedía que se mantuvieran largo tiempo a flote.

No obstante, muy pronto pudo constatar que al tercer día de permanecer expuesta al inclemente sol tropical la esponjosa masa aparecía reseca y consumida, al tiempo que la savia tomaba el aspecto de diminutas burbujas que favorecían de forma extraordinaria la flotabilidad del conjunto.

Pese a ello, una vez en el lago, el agua comenzaba a penetrar de nuevo y muy poco a poco por el extremo que había sido cortado desplazando a las burbujas y provocando de nuevo la inmersión.

Tardó cuatro días en ingeniar la forma de sellar la parte cortada a base de introducirla en gelatina de cola de pez hirviendo, con lo que la estanqueidad quedó al fin garantizada para siempre.

A partir de ese momento se dedicó de lleno a la tarea de diseñarse su propia embarcación.

Concentró en el esfuerzo toda su inteligencia, astucia e imaginación con lo que el resultado fue una especie de rústica kadeya apenas unos centímetros mayor que su propio cuerpo, y tan plana, que sus bordas apenas sobresalían del nivel de las aguas.

A todo lo largo de su zona central, justo sobre el tronco de ambáy , practicó una hendidura en la que podía acostarse como si se encontrara en el interior de un ataúd, y si en esos momentos se cubría con una burda esterilla que había tejido a base de hojas y flores de nenúfar, quien se encontrara a más de cinco metros de distancia llegaría a la conclusión de que el conjunto no constituía más que uno de los tantos islotes flotantes que convertían el lago en una verde alfombra.

Cuando al cabo de un par de semanas se sintió plenamente satisfecho de su trabajo cargó con la barra de hierro y la gumía, y se dispuso a iniciar el difícil viaje que habría de conducirle, a través de montañas, sabanas, ríos y selvas, hasta las lejanas costas del golfo de Guinea.

Papiros y nenúfares.

Calor.

Patos y peces.

Calor.

Saurios gigantes.

Calor.

Millones de garzas.

Calor, y a los pocos días un vaho denso, convertía en una espesa neblina que se mantenía a la altura de los cañaverales, y que impedía la visión a más de tres metros de distancia.

Nenúfares y papiros.

Calor.

Pelícanos, marbellas y cormoranes.

Y de improviso un monstruoso hipopótamo que surgía mostrando amenazadoramente una enorme bocaza y unos amarillentos colmillos para perderse de nuevo bajo la superficie de las sucias aguas.

Navegar por el intrincado laberinto de plantas acuáticas de la orilla oriental del lago Chad durante los tórridos meses de julio y agosto significaba tanto como arriesgarse a penetrar en una gigantesca sauna de la que nadie supiera con exactitud en qué muro se encontraba la salida.

El primer mediodía en que le sorprendió la niebla, León Bocanegra dio por sentado que se trataba de un fenómeno semejante al que había sufrido en más de una ocasión al pie de las dunas, pero al cabo de una semana llegó a la amarga conclusión de que se había adentrado en un universo en el que no existían ni cielo ni horizontes, y el suelo estaba constituido por una grasienta masa líquida recubierta de anchas hojas y diminutas flores.

Era una trampa. La eterna trampa de las lagunas tropicales poco profundas, en las que la eclosión de vida provocada por el exceso de temperatura y la fertilidad de los limos acababa por adueñarse de esas aguas de una forma parasitaria y agobiante.

África recordaba allí, más que en parte alguna, un presidio.

Un presidio en el que cada uno de los miles de millones de juncos se convertía en un guardián fuertemente armado; un muro impenetrable, o una reja que jamás podría limarse.

Regresar resultaba un esfuerzo inútil, puesto que no existía ni delante ni detrás, ni derecha ni izquierda, y casi se podría creer que ni arriba ni abajo.

No era aún mundo líquido.

Pero tampoco sólido.

Pero tampoco gaseoso.

No era más que desconcierto y desesperación frente a las brumas y el doloroso silencio.

Cualquier ser humano «normal» hubiera acabado por volverse loco, y el simple hecho de perder los nervios significaba tanto corno arriesgarse a no abandonar nunca tan diabólico laberinto.

Pero León Bocanegra no era ya un hombre «normal».

Tras las terroríficas experiencias del desierto y la salina, aquel intrincado dédalo de canales sin salida no constituía. más que uno de los tantos accidentes que tenía previsto encontrar en su camino, y al que se veía obligado a hacer frente con la misma actitud mental con la que tendría que encararse algún día a un león hambriento.

— Gajes del oficio — se hubiera limitado a comentar el malogrado Diego Cabrera, como solía hacer cuando le sorprendía una calma chicha—. Paciencia y a barajar.

En cuestión de paciencia, incluso el bíblico Job hubiese tenido mucho que envidiar al capitán León Bocanegra, del que podría asegurarse que había aprendido a metamorfosear su mente en la de un auténtico camaleón.

Los camaleones sobrevivían gracias a su desesperante capacidad de adaptación al medio y a su tradicional parsimonia, y mientras miles de especies mucho más fuertes y mejor dotadas habían desaparecido de la superficie del planeta millones de años atrás, ellos seguían allí —tanto en las más espesas selvas como en los más áridos desiertos— sin apenas evolucionar ni proliferar en exceso, pero dispuestos a perpetuar la especie durante millones de años más.

Para León Bocanegra la voluntad, la paciencia y la habilidad que fuera capaz de desarrollar a la hora de camuflarse constituían las únicas armas con que podría enfrentarse a los mil peligros que le acecharían a lo largo de su difícil periplo hasta la costa, y debido a ello ni tan siquiera se inmutó cuando llegó a la conclusión de que se encontraba atrapado en la gigantesca tela de araña de los cañaverales del Chad.

Le bastaba con inclinarse sobre la borda para calmar la sed, y le bastaba con hurgar entre los juncos para apoderarse sin el más mínimo esfuerzo de un enorme pez, un puñado de huevos, o un cebado pato.

Los devoraba crudos.

Masticaba sin prisa y sin ansia, aprendiendo a saborear cada bocado y evitando añorar el lujo que significaba un buen fuego en el que cocinar, puesto que sabía muy bien que nadie alcanzaría a vislumbrar su llama, también sabía que sí podría darse el caso de que alguien aspirase su humo.

Él había olido ese humo.

En la quietud del lago, cuando ni el más leve soplo de viento agitaba los plumeros de los papiros, un humo lejano o un simple susurro estallaban en los sentidos anunciando a gritos presencia humana.

Olores y sonidos se transformaban en temibles delatores en un lago carente casi por completo de visibilidad, y el resabiado capitán estaba decidido a que nada ni nadie delatara su presencia en tan remota región del planeta.

Era como una sombra.

Una sombra que incluso al defecar diluía sus heces con el propósito de que no dejaran flotando sobre las aguas muestra alguna de su paso, sabedor de que no contaba con más aliado que su infinita prudencia, ni más valedor que su coraje.

Si es cierto el dicho de que el temple de los hombres se forja en la adversidad, León Bocanegra tenla razones más que suficientes para estar bien templado, y la tranquila indiferencia con que encaraba tan difícil situación, daba buena prueba de ello.

Algunas noches, no todas, y cerca ya del amanecer, la espesa bruma aclaraba permitiéndole distinguir unas estrellas que le marcaban el rumbo que habría de seguir, siempre hacia el sur, aunque se diese el caso de no haber conseguido avanzar más de cien metros en una sola jornada.

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