De momento se conformó con el hecho de constatar que con el agua habían llegado miríadas de peces e infinidad de aves, y era tal la abundancia de vida que pululaba a su alrededor, que apenas tenía necesidad de esforzarse para atrapar una gruesa carpa o un bien cebado pato, ya que durante las bochornosas horas del mediodía se agolpaban a la sombra de los cañaverales para permanecer como aletargados, incapaces de reaccionar por evidente que fuera el peligro que corrieran.
Él mismo pasaba largas horas inmerso en un agua tan caliente que con frecuencia emitía un denso vaho que dificultaba la visión, y también él buscaba la necesaria protección de unos juncos sin cuya sombra hubiera muerto.
Le agradaban en gran manera tales baños, por muy prolongados que pudieran parecer, y a menudo le asaltaba la sensación de que aquel permanecer durante horas flotando boca arriba era como regresar a la paz del vientre de su madre, o una especie de cuidadosa gestación destinada a volver a nacer después de haber estado muerto durante largos años.
Y es que el agua del lago Chad alcanzaba— durante gran parte del día una temperatura muy similar a la del cuerpo humano.
Comenzó a recuperar fuerzas. Su piel dejó de parecer viejo cuero cuarteado para ir tomando poco a poco el aspecto de auténtica piel humana.
La larga cabellera dejó de ser de igual forma una costra grasienta y salitrosa, pero como carecía de instrumento alguno con que cortársela, optó por aferrarla en una compacta coleta que le caía hasta media espalda.
Se entretejió luego con delgados bejucos la negra y canosa barba, lo cual contribuyó a conferirle un aspecto absurdo y pintoresco, y como los últimos jirones de taparrabos que aún conservaba habían decidido deshacerse al tomar contacto con el agua, hubiera resultado difícil encontrar un ser humano más absolutamente incongruente con el paisaje que le rodeaba.
Se trataba en efecto de León Bocanegra, capitán de navío, español, desnudo, encadenado e ignorante de la geografía, el idioma y las costumbres africanas, pero que se esforzaba por sobrevivir perdido en el corazón del más desconocido y hostil de los continentes.
En apariencia, sus posibilidades de salir con bien de tal aventura eran escasas, pero había, sin embargo, un detalle importante que trabajaba a su favor: sabía muy bien que nunca había tenido ni hogar ni familia; que ya ni siquiera le quedaban amigos, y que por no tener, no tenía ni siquiera recuerdos que merecieran la pena ser recordados.
Tal como asegurara de sí mismo el viejo Sixto Molinero, su única propiedad era la vida, y al igual que el cojo, se había propuesto conservarla a toda costa.
Y la vida, considerada como un bien esencial, simple y no dependiente de cualquier otra consideración, era algo de lo que tan sólo se podía disfrutar minuto a minuto, sin mirar ni atrás ni adelante, regodeándose al máximo al saborear un buen muslo de pato, un pez a la brasa, o el supremo placer de una silenciosa noche contemplando los millones de estrellas del cielo africano, sin añoranzas de amados muertos o lugares lejanos.
La añoranza y la nostalgia suelen ser los peores enemigos del ser humano que atraviesa momentos difíciles, al igual que la imaginación suele ser el peor enemigo de quien cree estar en peligro.
En el primero de los casos, porque su mente le retrae a tiempos que recuerda mejores de lo que en verdad fueron, y en el segundo porque el miedo obliga a imaginar sufrimientos mucho más dolorosos de lo que en realidad llegan a ser.
León Bocanegra se encontraba a salvo en ambos casos, dado que en su memoria no se escondían días especialmente felices, ni el más calenturiento de los cerebros concebiría un suplicio peor del que había padecido en las salinas.
Y de lo que se encontraba absolutamente convencido era de que a las salinas jamás regresaría.
Ni vivo, ni muerto.
Por el momento no se distinguía rastro de presencia humana en cuanto alcanzaba a la vista; ni una choza, ni una embarcación, ni tan siquiera una lejana columna de humo, y ello le llevó al convencimiento de que lo mejor que podía hacer por el momento era dedicarse a comer, dormir, descansar e imaginar que se había convertido en el único hombre vivo del planeta.
Al cabo de dos semanas de absoluta inactividad, decidió que había llegado el momento de buscar la forma de quitarse los grilletes para lo cual contaba con la ayuda de su inseparable barra de hierro, aunque le constaba que no le bastaría a la hora de conseguir su objetivo.
Siempre había tenido muy claro que para liberarlos del grueso perno que los unía necesitaba una fragua, pero temía que el humo de su fuego proclamara su presencia en docenas de millas a la redonda, y eso era la última cosa que deseaba en aquellos momentos.
Su mejor arma para mantenerse con vida era estar muerto.
La única forma de continuar existiendo, no haber existido nunca.
Y la fórmula ideal para que nadie volviera a esclavizarle pasaba por el hecho de que nadie volviera a verle.
Sopesó con sumo cuidado los pros y los contras, se convenció de que no sobreviviría eternamente encadenado, y se afanó en la tarea de recoger hasta la última rama seca que el agua había arrojado a las orillas.
Con ayuda de la barra de hierro cavó un hoyo de poco más de un metro de profundidad rodeándolo de altos y espesos juncos hasta estar seguro de que no dejaban escapar el más mínimo resplandor, y ya de noche cerrada, encendió una hoguera en el fondo.
Se colocó hierba húmeda y trozos de caña entre los grilletes y los tobillos para intentar aislarse del calor que transmitiera el metal, y lanzando un resoplido de resignación tomó asiento en el borde del hoyo y afirmó ambos pies sobre la arena, procurando que el remate del extremo del perno se introdujera en las brasas.
Con el viejo odre de piel de cabra había improvisado una especie de rústico fuelle que le permitía avivar los rescoldos, pero aun así el cruel cepo se resistía a ceder, y pese a que de continuo se mojaba la piel de las piernas, tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo para no cejar en su empeño.
Fue tal la fuerza que empleó al morder un palo con el fin de evitar lanzar alaridos o retirar las piernas, que se partió una muela, y hasta cierto punto ese nuevo dolor le sirvió de mucho, puesto que reclamó su atención hacia otra parte del cuerpo, permitiéndole olvidar por unos in 1stantes que se estaba abrasando.
Cuando, tras lo que se le antojó una eternidad, el metal cedió y pudo retirar el pasador que unía ambos grilletes rompió a llorar de alegría al advertir que después de tanto tiempo podía andar nuevamente.
Pero no resultaba empresa fácil.
Era como si los músculos se le hubieran atrofiado o el cerebro no fuera ya capaz de enviar órdenes coherentes, por lo que en cuanto se distraía, se descubría arrastrándose.
No le importaba, puesto que por primera vez se sentía auténticamente libre.
Libre en lo más profundo de la más gigantesca prisión que nadie hubiera diseñado, pero libre.
Libre a miles de millas de distancia de la costa más cercana, pero libre.
Libre tan lejos de su patria como no concebía que lo hubiera estado nadie, pero libre.
Y se sentía libre por el simple hecho de que podía dar zancadas de más de un metro de largo y abrir los ojos a la luz sin temer que le abrasaran la retina lanzándole puñados de sal.
Era como si a un parapléjico le ofrecieran la oportunidad de andar, o a un ciego le hubieran devuelto la vista.
Lógicamente se sintió dueño del mundo, pero muy pronto tomó la decisión de aprender a ser dueño de ese mundo.
Para ello, lo primero que hizo fue acondicionar un seguro refugio en el interior del más espeso de los cañaverales, a unos doscientos metros de la orilla y a salvo de miradas indiscretas.
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