Alberto Vázquez-Figueroa - León Bocanegra

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Vázquez-Figueroa nos lleva en esta novela al siglo XVII, y a partir de un naufragio en las costas atlánticas del Sahara, nos embarca en un periplo apasionante y apasionado, en el que el viaje geográfico y étnico se mezcla con un terrible viaje personal que lleva al protagonista a los límites de la razón y la muerte. Vázquez-Figueroa no es un autor suave ni condescendiente, por lo que sus historias, y ésta no lo es menos, son de una intensidad y de una dureza que si no fuera por su vitalismo y apasionado amor por las gentes y los lugares casi podría caer en lo morboso o en la crueldad gratuita. Pero no es así; en León Bocanegra nos aparece el relato de una aventura impresionante y terrible de un hombre que en la más pavorosa situación de abandono y desolación logra con un terrible viaje interior y exterior afrontar las terribles condiciones físicas y humanas de los distintos lugares y gentes de ese terrible continente que es África. Porque si León Bocanegra es el protagonista humano de esta novela, África con sus variados paisajes y lugares, así como los distintos tipos humanos con sus peculiares formas de afrontar la dura realidad que les rodea, es el otro gran protagonista de esta epopeya. No es la primera vez que Vázquez-Figueroa utiliza esta ambientación para situar uno de sus relatos, pues es ya conocida la fascinación del autor por este continente maravilloso y terrible, y por sus no menos maravillosas y terribles gentes.

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Oculto en su refugio, León Bocanegra observaba tenso y silencioso.

Aparte del hombre — delgado y atlético— que vadeaba el lago empujando la kadeya, ésta se encontraba ocupada por una mujer y cuatro niños que se protegían del violento sol bajo un techo de palma que se extendía a todo lo largo de la popa, y tanto el hombre como la mujer y los niños lucían la piel más negra y brillante que nadie hubiese imaginado.

No es que fueran negros; es que eran retintos, lustrosos y con una espesísima mata de esponjoso cabello muy rizado que les cubría por completo la cabeza, puesto que no en vano los budúma — habitantes del Chad desde tiempos prehistóricos— se habían adaptado a vivir sobre las aguas y a combatir de la forma más lógica y natural las elevadísimas temperaturas habituales en el centro del lago.

Aparecían totalmente desnudos, y a no ser por un par de arcos, media docena de vasijas de barro y algunas viejas gumías que descansaban junto al fuego que ardía sobre una gran loseta de piedra en el centro de la embarcación cabría imaginar que eran seres surgidos la tarde anterior de la mismísima Edad de Piedra.

Al borde del laberinto de cañaverales se detuvieron para que el hombre comenzara a nadar muy despacio, pero con notable soltura, hacia la orilla.

Apenas agitaba la superficie del agua al tiempo que parecía estar atento a cuanto ocurría a su alrededor, tal vez sospechando que un millón de peligros le acecharan.

Antes de poner el pie en tierra se cercioró de que no distinguía a nadie en cuanto le alcanzaba la vista, y otras intercambiar una significativa mirada con la mujer que aferraba una larga pértiga y parecía dispuesta a internarse entre los juncos a la menor señal de peligro, trepó por la más cercana de las dunas y asomó con precaución la cabeza atisbando hacia el otro lado.

Lo que vio debió tranquilizarle puesto que casi al instante se irguió y agitó los brazos dando a entender que el camino estaba despejado.

La mujer se introdujo entonces en el agua, y de inmediato los niños le alargaron un cuerpecillo inerte que hasta ese momento había permanecido bajo el chamizo de palma.

Con el cadáver en brazos la mujer vadeó hasta la orilla seguida por los chicuelos que portaban cada uno una ancha, curva y herrumbrosa gumía.

Los Ojos de León Bocanegra se clavaron en aquellas maravillosas armas, convencido de que una gumía que le permitiera destripar peces y cortar cañas constituiría el más preciado tesoro a que pudiera aspirar un ser humano en el corazón del continente negro.

Volvió el rostro hacia la kadeya, pero por más que se esforzó no alcanzó a distinguir si en su interior había quedado o no alguna más.

Mientras tanto, el triste cortejo alcanzó la orilla a la que había descendido ya el hombre, que se apresuró a tomar en sus brazos el cadáver como si se tratara de un preciado tesoro.

La íntima ceremonia fue muy austera aunque conmovedora para quien espiaba cada gesto de unos seres terriblemente primitivos, pero que no por ello dejaban de mostrar un profundo dolor a la hora de despedir a uno de sus miembros.

No lloraban, pero se les advertía cabizbajos y entristecidos sin cesar de acariciar una y otra vez el negro cuerpecito, como si aún conservaran una remota esperanza de que su contacto obraría el milagro de retornarlo a la vida.

Para los budúma del lago Chad, eternos «nómadas de las aguas» que no contaban ni con la más primitiva forma de convivencia social como podría ser una simple aldea, la familia lo significaba todo, puesto que cada una de esas familias constituía un núcleo aislado que pasaba la mayor parte de su vida a bordo de una balsa oculta entre los cañaverales, sin más contacto con los miembros de otras familias que el que tenía lugar durante las tradicionales fiestas en que se reunían una vez al año con el fin de circuncidar a los niños y ablanar el clítoris a las adolescentes.

Tales ceremonias solían aprovecharse para concertar futuros matrimonios que tan sólo se consolidarían al año siguiente y en el momento en que el novio hiciese su aparición empujando dos kadeyas nuevas que había construido con ayuda de sus hermanos.

La primera se convertiría en el futuro hogar de la pareja, y la segunda constituía la dote que habría de recibir la familia de la novia.

Tres días más tarde, los recién desposados se perdían de vista entre papiros y nenúfares con objeto de iniciar una nueva vida en la que no acostumbraban a mantener contacto con sus parientes hasta que tenían hijos en edad de ser circuncidados.

Por ello, la pérdida de uno de esos hijos significaba la pérdida de una parte esencial de su comunidad y su mayor fuente de alegría.

Ahora una pacífica familia budúma se encontraba cavando una fosa en tierra firme en la que enterrar a una pobre criatura, y León Bocanegra se avergonzó por el hecho de intentar aprovecharse de tan dolorosa circunstancia, pero no por ello cejó en su empeño de apoderarse de una de aquellas anheladas gumías.

Al poco abandonó con el máximo sigilo su escondite, se deslizó bajo el agua hasta la entrada de uno de los tortuosos canales que se abrían paso entre los cañaverales, y lejos ya de la vista de los nativos, buscó el modo de aproximarse a su embarcación.

A unos cinco metros de distancia se detuvo para cerciorarse de que la ceremonia seguía su curso con lo que sus protagonistas no se habían percatado de su presencia, y durante largos minutos se dedicó a examinar la singular balsa tratando de hacerse una idea lo más exacta posible de la forma en que estaba construida.

Por último buceó hasta ella, alargó una mano por el costado en que no podían verle y tanteó con infinito cuidado.

De regreso a su refugio, aferrando con inusitada fuerza la primitiva y herrumbrosa arma, el capitán del León Marino no podía por menos que dar gracias a Dios por lo increíblemente generoso que se estaba mostrando con él.

Tenía que ocultarse, desnudo, en lo más intrincado de un espeso cañaveral del lugar más caluroso del planeta, rodeado de enormes saurios, rayas eléctricas, peces venenosos y alguna que otra serpiente de agua de picadura mortal, pero se sentía feliz y agradecido por el simple hecho de haber recibido el inapreciable don de un pedazo de hierro oxidado.

¡Loado sea el Señor!

Concluido el sencillo funeral, los nativos tomaron asiento en torno a la humilde tumba como si pretendieran acompañar al ser amado hasta el último momento, y únicamente cuando las sombras de la noche comenzaron a adueñarse del lago regresaron a su balsa — vivienda para perderse de vista entre los juncos.

En los días que siguieron León Bocanegra tomó aún más precauciones que de costumbre, puesto que, aunque era de suponer que el budúma se limitaría a reñir a su familia por el imperdonable descuido de haber perdido un objeto tan sumamente valioso, cabía la posibilidad de que regresaran imaginando que tal vez lo habían olvidado en tierra.

No fue así, y por lo tanto, a la semana siguiente el marino se concentró en la tarea de cortar juncos con el fin de comenzar a construirse su propia embarcación.

Le llevó tiempo, fatigas y decepciones. La idea básica era en sí misma muy simple; debía limitarse a reunir un haz de largos tallos de papiro, atarlos fuertemente con bejucos en torno a un tronco de ambáy , que era un árbol que crecía junto a la orilla y cuya madera flotaba como el corcho, e ir añadiendo haces semejantes hasta conseguir una masa compacta que se mantuviera a flote.

Pero no flotaba.

La kadeya de los primitivos budúma flotaba de una forma casi etérea, pero la nave del veterano capitán León Bocanegra, que había atravesado una treintena de veces el océano, se iba al fondo en cuestión de minutos.

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