Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— ¡Insisto!

— ¡Oh, vamos, don Alonso, no seáis tan iluso! — no pudo por menos que replicar el rondeño—. Os encontráis empeñado en la ardua empresa de fundar un reino, y no se os ocurre nada mejor que entregarme lo poco que os queda pese a que soy muy capaz de pagarme el pasaje de regreso fregando cubiertas. Guardaos vuestro dinero, que el mero hecho de haber servido de algo al heroico Centauro de Jáquimo me basta y me sobra. Lo único que os pido a cambio es que algún día os acerquéis por Ronda, a garantizarles a mis paisanos que me encontrasteis aquí viviendo como un auténtico salvaje, y todo lo que les habré contado es cierto.

— ¡Cuenta con ello! Y ahora hazme el favor de ir a buscar a Juan López, que debe de encontrarse a bordo de la Magdalena y es el único piloto en quien confío a estas alturas. — El conquense soltó un profundo resoplido y añadió con preocupación—: El verdadero problema será convencer a Isabel.

La india Jineta, o la cristiana Isabel, que venía a ser lo mismo, adoraba a su esposo y odiaba la idea de separarse de él ni siquiera por un día, pero al escuchar lo que éste le proponía se quedó muy quieta, y en lugar de la encendida reacción que Ojeda esperaba, se limitó a asentir al tiempo que señalaba:

— En cualquier otra circunstancia me habría negado, puesto que mi obligación es permanecer a tu lado en lo bueno y en lo malo, tal como prometí ante el altar. — Lanzó un hondo suspiro de resignación antes de añadir—: Sin embargo hay un pequeño detalle que cambia las cosas; no quise decírtelo antes para no preocuparte aún más, vista la situación, pero ahora creo que debes saberlo: estoy embarazada.

Cambiaba mucho las cosas, desde luego.

Un niño, la primera criatura nacida de una haitiana y un español casados según los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, era un auténtico símbolo, un ejemplo de cómo debería ser en el futuro la relación entre dos pueblos de religiones y costumbres muy diferentes.

Alonso de Ojeda colocó suavemente una mano sobre el vientre de su esposa y musitó:

— Gracias por darme un hijo. También le doy gracias a Dios, y ruego a mi protectora, la Virgen María, que le ayude desde el mismo momento de nacer, porque tanto los de tu raza como los de la mía le considerarán «diferente» y probablemente le rechazarán por ello. Su vida no será fácil si tú y yo no sabemos proporcionarle todo el amor que va a necesitar para enfrentarse a su incierto futuro.

— ¿Preferirías que hubiera esperado más tiempo a la hora de venir? — quiso saber ella.

— ¡En absoluto! — replicó su esposo—. Tarde o temprano algún niño como él había de nacer, y confío en que herede la entereza con que nos hemos enfrentado a la incomprensión. La mayoría de los mestizos suelen ser bastardos, lo cual les avergüenza y les condiciona doblemente. Lo que deseo es que nuestro hijo se sienta doblemente orgulloso por tener una madre haitiana y un padre español.

— No sólo eres un soñador en lo referido a reinos y descubrimientos; también lo eres respecto a las personas, y me preocupa que ello te acarree más disgustos que las batallas y exploraciones — señaló su joven esposa con su calma habitual—. Ten presente algo importante: nadie será nunca como tú quieres que sea, porque lo que pretendes es que sean como tú, y eso es imposible.

Una mujer enamorada casi siempre considera que su amado es diferente, pero en el caso de la india Jineta tal convencimiento no era únicamente fruto del profundo amor que sentía por el mítico Centauro que apareció en su vida siendo aún una niña, sino que se basaba en que conocía de primera mano sus increíbles hazañas y le había dado evidentes muestras, día tras día y noche tras noche, de que nada tenía que ver con el resto de los seres humanos.

Había sido testigo, horrorizada, de cómo arremetía lanza en ristre contra una multitud de guerreros que intentaban derribarle de su montura; había sido testigo, devorada por los celos, de cómo había arrojado al mar el oro que le entregaba Anacaona; había sido testigo, agradecida, de cómo se enfrentaba a quienes intentaban disuadirle de que contrajera matrimonio con una «sucia salvaje», y cada día era testigo, emocionada, de cómo intentaba imponer sus principios a una inmunda cuadrilla de desvergonzados facinerosos.

Se sentía tan orgullosa de él, que lo único que le pedía a su nuevo Dios y a su Santa Madre, la Virgen, era que el niño que llevaba en las entrañas fuera digno de aquel ser irrepetible que por alguna extraña razón el destino le había regalado.

El fiel piloto Juan López se las ingenió para hacer subir a bordo de la Magdalena a la mayoría de aquellos marinos en los que aún confiaba; a media noche envió una chalupa a tierra con la orden de recoger a «la señora» y al estrambótico Juan de Buenaventura, y en cuanto éstos pusieron el pie en cubierta ordenó levar anclas incluso antes de que la primera claridad del alba se mostrara en el horizonte.

— ¡Traición! — aulló un furibundo Ocampo al levantarse y descubrir que únicamente dos naves se balanceaban en la quieta ensenada—. ¡Ese sucio Ojeda ha desertado dejándonos a merced de los salvajes!

— ¡Contened vuestra lengua o no respondo de mis actos! — le espetó el conquense, apareciendo a sus espaldas como surgido de la nada—. Alonso de Ojeda jamás ha desertado ante el enemigo.

— ¡Pero el barco…!

— Lo he enviado en busca de Vergara.

— ¿Sin consultarme?

— Sigo siendo la máxima autoridad de la expedición, y al faltar Vergara no podéis aplicar esa maldita cláusula de «dos votos contra uno».

— ¡No obstante…! — intentó insistir el otro.

— Si tenéis algo que alegar hacedlo espada en mano, o de lo contrario guardad silencio — fue la cortante y áspera respuesta—. He hecho lo que estimé conveniente y hecho está.

Nadie, y el ladino mercader menos que nadie, habría osado «alegar» algo espada en mano frente al Centauro de Jáquimo, y pese a que el atemorizado Ocampo lanzó una significativa mirada alrededor buscando ayuda, ni uno solo de los presentes demostró el menor interés en apoyar a quien no les pagaba lo suficiente como para arriesgarse a quedar con las tripas al aire incluso antes de haber conseguido desenvainar.

Era sabido que una especie de fuerza sobrenatural protegía al de Cuenca a la hora de enfrentarse a sus enemigos, y también que la reina mandaría ahorcar a cuantos tuvieran la loca ocurrencia de rebelarse contra quien la Corona había designado gobernador de Coquibacoa. Todos tenían muy claro que la única forma de acabar con Ojeda era escudándose en la noche y el anonimato si querían eludir tanto el filo de su espada como la soga del verdugo.

También Ojeda lo sabía y, consciente de ello, a partir de aquel día decidió alejarse playa adelante en cuanto caía la tarde, buscar un rincón entre la maleza y dormir con un ojo cerrado y otro abierto, decidido a abrir en canal a quien tuviese la mala ocurrencia de aproximarse a menos de veinte metros de distancia.

Malo es tener que enfrentarse a quienes siempre han sido mis enemigos, pero peor se antoja tener que enfrentarme a quienes consideraba mis amigos.

Amigos apenas le quedaban, puesto que la mayoría habían partido a bordo de la Magdalena , y ahora se sentía como un animal acosado en una tierra hostil. Tanta amenaza cabía esperar de los salvajes que le acechaban desde la espesura como de los cristianos que dormían en su «ciudad».

El gobernador de Coquibacoa ni gobernaba ni, al parecer, se encontraba en Coquibacoa.

Durante el día los hombres le temían, pero no le respetaban debido a que al organizar la expedición había cometido el grave error de permitir que fueran sus socios «capitalistas» quienes les reclutaran, por lo que no era gente de armas, acostumbrada al mando y la disciplina, sino una heterogénea pandilla de ex presidiarios y buscavidas en los que el ánimo de lucro prevalecía sobre cualquier otra consideración.

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