Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— En mi pueblo tenemos un viejo dicho, capitán: «Cuando no puedas vencer a un enemigo, mándale un escribano.»

— ¿Y qué pito toca aquí un escribano?

— Levantará acta afirmando que varios indígenas aseguran que fue la crueldad de tu comportamiento anterior lo que les empujó a la guerra, y como ninguno de ellos podrá desmentirlo, debido entre otros motivos a que estarán todos muertos, quien te juzgue en Santo Domingo se verá obligado a condenarte basándose en unas actas respaldadas por las firmas de una docena de ganapanes al servicio de ese par de hijos de puta.

— Ningún juez les creerá.

— ¡Capitán…! — pareció asombrarse el otro, y le habló como si se dirigiera a un niño—: Los jueces que decidieron emigrar a la isla, deportados o castigados la mayoría de ellos, sólo creen lo que el oro quiere que crean, y por tanto la verdadera justicia, si es que existe, se encuentra al otro lado del océano, a miles de leguas de distancia. Ocampo y Vergara saben que tu vida es sagrada, y como no pueden atentar contra ella, atentan contra tu honor.

— Que para mí es más importante que mi vida.

— Me consta. Y por ello voy a hacer algo que tal vez te sorprenda: aceptaré la invitación que me han hecho de ser uno de los que firme esa acta de acusación.

— ¿Y eso? — se alarmó el conquense—. ¿Acaso también piensas traicionarme?

— ¡En absoluto! Pero si me negara a hacerlo, mi vida no valdría un mal maravedí, por lo que a buen seguro que no podrías contar conmigo a la hora de defenderte en Santo Domingo. Pero si en el momento oportuno me desdigo en público afirmando que fui coaccionado bajo amenazas de muerte, el juicio sufrirá un vuelco de tal magnitud que el gobernador se verá obligado a remitirlo a la audiencia de Sevilla. Allí, a la sombra de una horca de la que la mayoría de estos perdularios andan esquivando casi desde que nacieron, y sin la presión de Vergara y Ocampo, la mayoría cambiarán de opinión en menos que canta un gallo.

— ¡Nunca imaginé que fueras tan astuto! — no pudo por menos que exclamar el Centauro de Jáquimo—. Para mí eras un tipo apocado y silencioso de los que procuran pasar por la vida sin hacer ruido ni buscarse problemas.

— A quien suele hacer ruido nadie le escucha, pero quien nunca lo ha hecho sorprende y desconcierta cuando lo hace. Por eso, a partir de hoy no volveré a visitaros, y os ruego que no os molestéis si os menosprecio en público como si fuera vuestro peor enemigo.

— Triste será perder al único amigo que me queda, pero me compensará saber que con ello estás demostrando ser doblemente amigo.

Ignacio Gamarra se había convertido en uno de los hombres más poderosos de La Española, y la inesperada y sorprendente noticia de que aquel a quien tanto aborrecía, el heroico Alonso de Ojeda, había desembarcado en Santo Domingo cargado de cadenas y acusado de traición a la Corona, pareció colmar todas sus ambiciones.

De inmediato acudió a visitar a Vergara y Ocampo asegurándoles que pondría a su disposición todas sus influencias siempre que estuvieran encaminadas a conseguir que el Centauro de Jáquimo pasara el resto de su vida entre rejas.

Los mercaderes ni siquiera se molestaron en preguntarle la razón de semejante inquina, dando por sentado que un adusto e inquietante personaje que rezumaba rencor en cada palabra que pronunciaba debía formar parte de la interminable lista de los derrotados por el conquense en alguno de sus incontables duelos.

A decir verdad, y eso es algo que ni sus más entusiastas partidarios podían negar, los enemigos de Ojeda proliferaban como las setas tras la lluvia a uno y otro lado del océano por culpa de sus viejas pendencias tabernarias.

El oro de Gamarra, Ocampo y Vergara corrompió sin gran esfuerzo la voluntad del alcalde mayor de La Española, el licenciado Maldonado, quien se apresuró a imputar por un supuesto delito de alta traición al que fuera el vencedor en la primera batalla de la isla.

No obstante, el oro no se le antojó suficiente para condenarlo a muerte y enviarlo al cadalso con la urgencia que exigían quienes se lo entregaban.

Sospechaba, y con razón, que vender la cabeza del Centauro, por cara que la vendiese, podía llevar apareado el precio de su propia cabeza.

Pedro de la Cueva le había visitado discretamente con el fin de comunicarle que había enviado a España, y dirigida a la reina en persona, una carta firmada y rubricada ante el gobernador Ovando, por la que se desdecía de todas sus acusaciones y explicaba con lujo de detalles lo acontecido en Tierra Firme entre Ojeda y sus enemigos..

La reina, anciana y casi moribunda, conservaba no obstante suficiente lucidez como para decretar, según un documento fechado en Segovia el 8 de noviembre de 1503, que se pusiera de inmediato en libertad al hombre en que más había confiado, se le devolviesen todos sus títulos y propiedades, y se procediera a la búsqueda, captura y castigo de quienes tan injustamente le habían acusado.

Ocampo y Vergara desaparecieron con esa extraña habilidad que suelen tener los villanos de esfumarse en cuanto presienten que sus artimañas han quedado al descubierto, y nadie consiguió averiguar nunca en qué remoto lugar consiguieron ocultarse de la justicia.

Por su parte, el astuto Gamarra continuó en la isla ya que había logrado mantenerse al margen en el sonado juicio. Lo único que había hecho era invertir algún dinero e intrigar en la sombra.

No obstante, tan rotundo y público fracaso aumentó aún más, si es que ello era posible, su irracional e injustificado odio hacia un infeliz Alonso de Ojeda que, si bien había quedado en libertad y con su honor intacto, se encontraba ahora más pobre que nunca, lo cual, tratándose de quien se trataba, era ya decir mucho.

Lo único que me hubiera salvado de la miseria era vender gloria, pero nadie quiere comprar glorias ajenas a no ser que pueda hacerlas pasar por propias, lo cual no era mi caso.

La reina le había concedido tiempo atrás seis leguas de tierra en Azúa como pago a sus fieles servicios a la Corona, y aunque al parecer resultaban muy apropiadas para cosechar caña de azúcar, que era lo que por entonces estaba enriqueciendo a muchos colonos, el conquense no se veía azotando indígenas o comprando esclavos africanos, ya que ésta era la única mano de obra que se podía conseguir en la isla en aquellos momentos.

Ningún español se aventuraba a cruzar el Océano Tenebroso con el fin de acabar cortando caña para otros, por lo que lo primero que hacían al llegar a La Española era solicitar tierras en propiedad y un repartimiento de indios.

Quien no se sintiera capaz de obligar a trabajar a los nativos hasta que caían reventados o se colgaban del árbol más próximo, o de adquirir, aunque fuera a crédito, media docena de negros — los únicos que soportaban el sobrehumano esfuerzo que exigían las labores diarias en un ingenio azucarero—, no tenía la menor posibilidad de medrar en aquel Nuevo Mundo.

El Centauro de Jáquimo lo sabía, y de igual modo sabía que el hijo de su madre no había nacido para explotar infelices puesto que el simple hecho de intentarlo empañaba su honor de hombre de armas, por lo que nunca consideró Santo Domingo como un destino final, sino como un lugar de paso hacia tierras salvajes habitadas por hombres igualmente salvajes.

Una nueva andadura sin rumbo marcado, oscuras selvas, ríos caudalosos, bochornosos desiertos o altas montañas en las que «escaseaba el aire», eso era lo que llamaba su atención, y no el hecho de amasar una fortuna cultivando el «oro blanco» que rezumaba de las cañas.

Necesitaba regresar a España para visitar por última vez a su amiga y protectora, de la que se tenían noticias de que se encontraba muy enferma y cada vez más angustiada por la locura de su hija Juana; y también para reencontrarse con su fiel amigo Juan de la Cosa y pedirle perdón por no haberle hecho caso; para recibir los consejos de su primo «El Nano» Ojeda y los del obispo Juan Rodríguez de Fonseca, y para recorrer de nuevo por la noche las callejuelas del barrio de Triana, pero no tenía ni un mal maravedí para pagarse el pasaje de regreso.

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