— Yo podría pagarte si me enseñas a manejar la espada.
Le observó con atención: era un hombre enjuto de cabello largo y muy negro, tez cetrina, ojos tristes que miraban como si quisieran taladrarle, manos encallecidas y aspecto de auténtico «desertor del arado».
— Mejor harías en aprender a cultivar caña — respondió—. En esta isla sobran espadachines y faltan agricultores.
— No pienso quedarme mucho.
— ¿Ah, no? — se sorprendió—. ¿Y adónde piensas ir?
El desconocido hizo un gesto hacia el mar que se extendía ante ellos y replicó con extraña firmeza:
— Al otro lado; allí donde haya nuevas tierras que explorar y salvajes a los que derrotar. Y para conseguirlo, lo primero que necesito es aprender a manejar la espada. Si al mismo tiempo me enseñas a leer y escribir, te pagaré el doble.
— A leer y escribir pueden enseñarte gratis en la escuela. Lo único que tienes que hacer es no avergonzarte por tener que sentarte junto a los niños. Quiero suponer que si no pudiste aprender en su momento no fue por tu culpa.
— No — reconoció con naturalidad el otro—. No lo fue.
— En ese caso, ahórrate un dinero que tengo la impresión de que no te sobra. Y además, las letras nunca se me han dado muy bien; lo mío es la espada.
— En eso eres el mejor, sin duda alguna. No pretendo que me conviertas en un experto en duelos, sino sólo en alguien capaz de defenderse en un campo de batalla. No me gustan las tabernas; trabajo en una de ellas pero no me gustan.
— Escucha — le espetó el de Cuenca—, ignoro lo que hacías antes, e ignoro lo que significa trabajar en una taberna, pero hay algo que sí sé: la vida en Tierra Firme es dura, demasiado dura y peligrosa, con escasas esperanzas de conseguir fortuna y muchas de dejarte el pellejo en el intento. Acepta un buen consejo: lábrate un futuro aquí y olvídate de lo que imaginas que puedes encontrar al otro lado del mar.
— ¿Estoy hablando con el héroe de la batalla de Jáquimo, el mítico Alonso de Ojeda que capturó a Canoabo, gobernador de Coquibacoa y descubridor del río Orinoco, o me he equivocado y he venido a visitar a un impostor?
— Precisamente porque soy el auténtico Alonso de Ojeda tengo la autoridad suficiente para decir lo que he dicho.
— ¿Y qué harías si fueras un bastardo que se marchó de casa porque estaba harto de cuidar cerdos, y lo que busca es algo por lo que valga la pena vivir? — quiso saber el recién llegado—. ¿Continuarías limpiando mesas y vómitos de borracho hasta morirte de viejo, o aprenderías a manejar la espada?
— Supongo que aprendería a manejar la espada.
— Pues eso es lo que te pido — repuso aquel hombre enjuto de mirada triste—. Y te pagaré por ello.
— ¡De acuerdo! — cedió el conquense—. Yo ya he cumplido con mi obligación al advertirte del peligro que corres, pero eres lo suficiente mayorcito como para saber lo que quieres. Te cobraré un maravedí por cada dos horas de lección.
— De acuerdo.
— Te haré trabajar muy duro.
— Es lo que espero.
— Búscate una vieja espada, cuanto más vieja mejor, y vuelve mañana antes de que empiece a calentar el sol.
— Aquí estaré, como que me llamo Pizarro.
Jamás conocí a un hombre más desesperanzado, pero al propio tiempo con más fe en sí mismo y en lo que el destino le depararía. Jamás conocí a un hombre con tanta fuerza de voluntad en su loco intento por dejar de ser lo que era y convertirse en lo que no era.
Francisco Pizarro fue el primero de los futuros conquistadores o adelantados que florecieron a la sombra de Alonso de Ojeda, y el que más le admiró, amó y respetó.
Muchos años más tarde, ya virrey del Perú y uno de los hombres más temidos y poderosos de su tiempo, no dudó en reconocer que todo cuanto había aprendido se lo debía al Centauro de Jáquimo, su maestro no sólo en el arte de la esgrima, sino sobre todo en el de la vida y la guerra.
A las dos semanas de estar recibiendo lecciones, una mañana se presentó con dos parroquianos de la taberna que no necesitaban aprender a manejar una espada, pero sí querían escuchar lo que el de Cuenca podía contarles sobre lo que encontrarían cuando desembarcaran en la ansiada Tierra Firme.
Uno de ellos ya la conocía de pasada, puesto que tiempo atrás había formado parte de la expedición de Rodrigo de Bastidas, y pese a que había desembarcado en Santo Domingo con una pequeña fortuna, en menos de un año la había dilapidado en vino, juego y mujeres. Tal como él mismo solía decir, «el resto lo malgasté». Vasco Núñez de Balboa era muy bueno con la espada incluso cuando estaba borracho, que solía ser la mayor parte de las noches, y tenía justa fama de ser uno de los pendencieros más sucios, desarrapados y deslenguados de una ciudad en la que proliferaban los pendencieros. Pero admitía, sin rubor que jamás osaría enfrentarse al «número uno» indiscutible, al que admiraba como a un dios y ante el que nunca se atrevió a pronunciar una palabra malsonante.
El tercero en discordia era, como contrapartida a sus compañeros, un hombre tranquilo, amable y sonriente; un auténtico caballero de noble cuna y exquisita educación de los pocos que habían atravesado el océano educación, no por apuros económicos o por la urgente necesidad de escapar a la justicia, sino porque soñaba con encontrar la fabulosa isla de Bímini y su prodigiosa «fuente de la eterna juventud», ya que confiaba en que de ese modo, su madre, a la que adoraba, no envejeciera nunca.
Evidentemente, de sus tres primeros discípulos, Juan Ponce de León era en apariencia el más sereno y ponderado, pero el que sin duda estaba más loco. ¡Una isla de la eterna juventud! ¿A quién se le ocurría?
Más tarde llegaron una docena más de «afiliados», que junto al fiel Pedro de la Cueva conformaron un abigarrado grupo que acabaría por llamarse «los Centauros», y que solían acomodarse a la sombra de una copuda ceiba a orillas del Ozama, junto a su desembocadura, a escuchar embobados el relato de los viajes y las enseñanzas de aquel a quien todos consideraban su gran capitán.
— El principal problema que presentan los salvajes de Tierra Firme estriba en que son guerreros invisibles… — les advertía— Se supone que nuestras armas son mejores y poseemos resistentes armaduras, pero en la selva somos lentos, pesados y tan previsibles que no tienen mayor dificultad en atravesarnos con sus largas flechas envenenadas o con unos pequeños dardos que disparan por medio de un largo canuto y que contienen una ponzoña tan poderosa que te mata en segundos. Ése es el auténtico peligro: la jungla y la increíble habilidad que tienen los indios para ocultarse en ella. Debéis obligarles a salir a campo abierto o de lo contrario os irán eliminando uno por uno.
— ¿Y cómo se les obliga a salir de la jungla? — quiso saber Núñez de Balboa.
— Con astucia. Y con ruido; el golpear de un metal contra otro les pone muy nerviosos puesto que se trata de un sonido que nunca han escuchado, y según me confesó uno de ellos, lo asocian a la idea de demonios que acuden en busca de su alma.
— ¡Qué estupidez!
— ¡Ninguna estupidez, Pizarro! ¡Ninguna estupidez! He visto a valientes soldados que se enfrentaban a la muerte sin pestañear, temblar al escuchar el escalofriante chirrido de un pajarraco de la selva que nunca se deja ver y cuyo canto hiela la sangre en las venas y pone los vellos de punta. Allí, en mitad de la espesura, con árboles de casi cien metros de altura y miles de lianas entrecruzándose, todo es penumbra, soledad y silencio, pero de pronto, cuando menos lo esperas, canta ese bicho hijo de la gran puta y se te encoge el alma. Sin embargo, los indios ni se inmutan al oírle. Todo es cuestión de costumbres.
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