Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Aunque así fuera, y aunque reconozco que me encantaría darle una lección a semejante aborto de la naturaleza, no puedo hacerlo; no quiero que a mi fama de matachín se una la de truhán.

La historia quedó en eso y el Centauro no volvió a acordarse del asunto más que para dedicarle una leve sonrisa benevolente, hasta que a las dos semanas apareció en la puerta de su cabaña una de las criaturas más hermosas, delicadas y angelicales que hubiera visto nunca.

— ¡Buenos días! — saludó la desconocida con una cálida voz que pareció envolverlo todo en un velo de irrealidad—. Disculpe las molestias, pero me han asegurado que encontraría aquí a su excelencia el gobernador Alonso de Ojeda.

El Centauro tardó en recuperar el habla, limitándose a mirarla de arriba abajo como si se tratara de una aparición, y por último se puso en pie para inclinarse levemente.

— Yo soy Alonso de Ojeda, señorita — acertó a balbucear apenas—. ¿En qué puedo serviros?

— Señorita no: señora — respondió ella con una encantadora sonrisa—. Me llamo Beatriz de Montealegre y soy la esposa de don Amadeo Naranjo; supongo que le conocéis.

Ojeda se esforzó por contener un gesto de desprecio, sorprendido de que una criatura tan hermosa y delicada se hubiera relacionado con aquel viejo hediondo.

— Sí, naturalmente que conozco a don Amadeo — dijo—. Aunque cierto es que no nos tratamos mucho; frecuentamos diferentes esferas.

— Lo imagino… ¿Puedo sentarme?

— Naturalmente. ¿Un vaso de limonada?

La muchacha asintió en silencio y él le colocó delante una jarra y un vaso. Se quedó en pie observándola, admirado por la firmeza con que la muchacha le sostenía la mirada.

— ¿Y bien? — inquirió al fin—. ¿En qué puedo serviros?

— Se trata de don Amadeo… — comenzó ella con aquella voz que era una dulce caricia—. Es ya un hombre… digamos «maduro», y últimamente no se encuentra muy bien de salud.

— Tropecé con él en el palacio del gobernador hace apenas tres meses y me pareció que tenía buen aspecto.

— ¡Sí! es cierto. Entonces sí… —Beatriz de Montealegre lanzó un profundo suspiro como sugiriendo que era cosa del destino, y añadió—: Pero tras la boda ha desmejorado mucho… Yo creo que es cosa de este clima… ¡tan húmedo y sofocante!

Ojeda hizo un enorme esfuerzo para apartar los ojos del generosísimo escote que dejaba a la vista unos pechos tersos y rotundos y asintió con la cabeza, evidentemente nada convencido.

— Es posible — reconoció a duras penas—. En ocasiones el calor se vuelve insoportable y corta el aliento.

— Últimamente le afecta en exceso, se fatiga, respira con dificultad, y hace tres noches le dio un patatús que casi se me queda muerto aquí, sobre los senos.

— ¡No me extraña…! — El de Cuenca carraspeó, azorado por aquella impulsiva falta de tacto, e intentó arreglarlo—: Quiero decir que hace tres noches hizo un calor infernal.

— Pues bien — añadió la recién llegada—, parece ser que, según Ponce de León, vos sois una de las pocas personas de este mundo que ha estado en la isla de Bímini y ha bebido de su milagrosa fuente de la eterna juventud. ¿Es eso cierto?

La pregunta colocó al interrogado en una difícil situación, por lo que miró alrededor como solicitando ayuda, y por último alcanzó a replicar con apuro:

— Pues veréis, señora… Cierto, cierto… lo que se dice cierto, es algo difícil de determinar. Como comprenderéis, no es asunto del que se deba hablar con ligereza, porque…

Quien se había presentado a sí misma como Beatriz de Montealegre le interrumpió alzando la mano y extrajo de un bolsillo de su amplia falda una pesada bolsa de monedas que hizo tintinear. Con un pequeño golpe la dejó sobre la mesa al tiempo que rogaba:

— Continuad.

— ¿Acaso estáis tratando de comprarme? — fingió ofenderse su interlocutor.

— ¡Naturalmente! — fue la descarada respuesta—. No soy tan estúpida como para pretender que me proporcionéis semejante información por mi cara bonita. Por lo que me han contado, sois un hombre increíblemente valiente que se ha arriesgado recorriendo lugares plagados de terribles peligros, y si en el transcurso de esos viajes habéis recalado en Bímini, tal vez a riesgo de perecer, no tenéis por qué hablar de ello de forma gratuita. ¿Os parece justo?

El Centauro de Jáquimo sintió el irreprimible impulso de ponerse en pie y dar varias zancadas por la estancia, nervioso y desconcertado, antes de señalar:

— Sois una joven peculiar, que sabe lo que quiere y cómo obtenerlo, pero el dinero no lo es todo por mucho que yo lo necesite. Como comprenderéis, si estuviese dispuesto a revelar el secreto de la isla de Bímini y la fuente de la eterna juventud, podría hacerme inmensamente rico, pero…

— Perdonad, don Alonso — lo interrumpió ella con desconcertante calma y una nueva sonrisa—. Creo que no me habéis entendido bien, porque no pretendo que me reveléis tal secreto; tengo diecisiete años, por lo que de momento no necesito saber dónde se encuentra esa dichosa fuente; aún aspiro a madurar un poco como mujer.

— ¿Ah, no…? — El conquense hizo un leve gesto hacia la bolsa que descansaba sobre la mesa—. ¿Y ese dinero…?

— Ese dinero es para que continuéis guardando el secreto.

— No comprendo.

— Pues es muy simple — señaló ella con un leve encogimiento de hombros y una deslumbrante sonrisa que mostró unos dientes perfectos—. Provengo de una noble familia venida a menos, y mi padre no tuvo el más mínimo escrúpulo en casarme, por dinero, con uno de los hombres más asquerosos del mundo. Lo único que ha impedido que me arroje al mar es confiar en que tan desgraciado matrimonio sea lo más breve posible.

— Resulta comprensible, dada vuestra edad.

— Me alegra que lo entendáis. Las degradaciones a que a diario me somete mi marido me repugnan, y la mera idea de que pueda encontrar esa fuente de la eterna juventud me aterroriza.

— ¡Lógico!

— Es una simple cuestión de supervivencia: o él, que ya ha vivido lo que le corresponde, o yo, que tengo toda una existencia por delante.

— ¡Demonios! — exclamó Alonso de Ojeda, que parecía haberse caído desde lo alto de una palmera—. ¿Queréis hacerme creer que…?

— Que si el Señor ha dispuesto que don Amadeo Naranjo dure un tiempo determinado, ni él, ni Ponce de León ni vos deberíais intentar enmendarle la plana… ¿Está claro?

— ¡Muy, muy claro! ¿Entonces ese dinero es…?

— Para ayudaros a continuar tan mudo como hasta ahora. — Hizo una significativa pausa antes de añadir—: E incluso…

— E incluso… ¿qué?

— E incluso habría mucho más dinero en esa bolsa si enviarais a don Amadeo en busca de esa isla en cualquier otra dirección, de forma tal que pasara unos meses, o tal vez años, navegando por esos mares de Dios.

— ¿Acaso os gusta viajar?

— ¡En absoluto! Yo me quedaría aquí, esperándole como una buena esposa.

— Si está tan enamorado como es de suponer, no creo que acepte; yo no lo haría, y no creo que consigáis convencerle.

— Yo no, pero vos sí.

— ¿Yo…? ¿Cómo?

— Haciéndole comprender que ninguna mujer se puede aproximar a la isla de Bímini so pena de que el agua de la fuente se agrie, tal como ocurre con ciertos vinos cuando una mujer entra en la bodega.

— ¿Y quién se va a creer semejante patraña?

— El mismo que sea capaz de creer que existe una fuente de la eterna juventud: un viejo chocho, cruel y degradado, que a diferencia de los famosos monos, está ya medio ciego y medio sordo, pero no medio mudo, y que se niega a aceptar que tiene ya un pie en la tumba y le ha llegado el momento de rendir cuentas por sus infinitas iniquidades.

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