— ¡Empiezo a sospechar que le aborrecéis!
— Si incluso quienes no le conocen le aborrecen por todo el mal que ha causado, imaginaos lo que puede sentir quien tiene que dormir con él cada noche, soportando sus babas y caricias.
El Centauro meditó unos instantes, volvió a tomar asiento y observó a la muchacha con idéntica admiración, pero bajo un nuevo prisma. Desde luego había conseguido intrigarle, divertirle y desconcertarle.
— Me colocáis en una difícil situación — admitió al fin—. Me fascina la idea de ayudaros y aprovechar para ajustar las cuentas a ese maldito avaro, pero me repugna la idea de engañar a alguien que personalmente no me ha hecho nada.
— Seréis el único…! Aunque tal vez no; tal vez tengáis algo que reclamarle. Apreciáis en mucho a la princesa Anacaona, ¿no es cierto?
— En mucho, en efecto.
— En ese caso os interesará el borrador de la carta que mi marido ha enviado al gobernador acusándola de traición a la Corona y exigiendo que la ahorque.
— ¡No puedo creerlo! ¿Por qué habría de hacer eso?
— Porque lo que en realidad pretende es quedarse con sus tierras allá en Xaraguá, que al parecer son muy apropiadas para plantar caña de azúcar.
Alonso de Ojeda palideció tal vez por primera vez en su vida, meditó unos instantes, y por último empujó la bolsa, devolviéndosela a la hermosísima damisela.
— ¡Maldita caña de azúcar! — exclamó—. No acepto vuestro dinero — dijo secamente—. Pero si esa carta existe, haré lo que me pedís y os juro que vuestro marido pasará el resto de su miserable existencia persiguiendo una absurda quimera. ¡Como que me llamo Alonso de Ojeda!
Beatriz de Montealegre se puso en pie y recogió la bolsa dispuesta a marcharse.
— ¡Contad con ella! — fue todo lo que dijo.
Don Amadeo Naranjo era un auténtico desecho, una mala caricatura de ser humano, flaco, encorvado, calvo, desdentado y renqueante, pero al entrar en la cabaña en compañía de su joven esposa y de un serio y circunspecto Juan Ponce de León parecía animado por una sorprendente fuerza interior.
Estrechó la mano de Alonso de Ojeda reteniéndola entre las suyas como si con ello se aferrara a la vida, al tiempo que exclamaba:
— ¡Cuán feliz me hace volver a veros, capitán! ¡El gran Centauro! ¡El héroe de Jáquimo! No hay un solo día que no os tenga presente en mis oraciones; a vos y al Almirante.
— ¿Al Almirante? — repitió Beatriz de Montealegre mostrando su sorpresa—. Siempre creí que le odiabas.
— ¡Ya no, querida mía! Ya no; desde que entraste en mi vida soy incapaz de odiar a nadie. Ahora mi corazón rebosa amor; por ti y por los demás. Conocerte me ha hecho reflexionar sobre mi vida pasada y comprender en cuántas cosas me equivoqué. Pero si logro encontrar esa bendita fuente todo será distinto.
— ¿Distinto? ¿Qué quieres decir?
— Que tu inocencia y tu bondad me han demostrado que no se debe vivir como un lobo solitario sólo interesado en devorar. Tú me has enseñado lo que significa amar, y te juro que si se me concede una segunda oportunidad convertiré en bien todo el mal que hice.
— Eso suena muy hermoso.
— A ti te lo debo — repuso el anciano con sorprendente dulzura—. Estoy dispuesto a dar cuanto tengo por conseguir tu felicidad, y me consta que hoy en día tu mayor felicidad sería verme joven, fuerte y sano. ¿No es cierto, querida?
— Por supuesto, amor mío — replicó la descarada moza con absoluto desparpajo—. ¿Qué más puede desear una mujer enamorada que mantener eternamente joven al objeto de ese amor?
El hediondo anciano se volvió hacia Ojeda y Pizarro, que permanecían como mudos testigos de tan absurdo diálogo, y exclamó en el colmo del entusiasmo:
— ¿Habéis oído? Es un ángel. ¿Sabíais que me obliga a liberar a todos mis siervos precisamente ahora que el gobernador está decidido a imponer la Ley de Encomiendas?
— ¿Es seguro eso? — inquirió un preocupado Ojeda.
— Me temo que sí. Admito que no soy el más indicado para opinar, pero incluso a mí se me antoja una barbaridad que se entregue a esos crueles y avariciosos hacendados miles de indígenas que se verán obligados a trabajar de sol a sol sin otra recompensa que ser cristianizados. En lugar de un jornal decente, se les contentará con una comida al día, un padrenuestro y tres avemarías.
— Nunca imaginé que la palabra de Dios pudiera convertirse en moneda de pago — intervino Ponce de León.
— Y bien barata, por cierto. No me extraña que los indígenas prefieran suicidarse; les hemos quitado sus tierras, sus hijos, sus mujeres, y ahora su libertad. Los árboles de los caminos de La Vega Real aparecen adornados por cientos de cadáveres de quienes han optado por ahorcarse. Entre eso, las guerras y las epidemias pronto no quedará un nativo en la isla.
— Y lo peor es que los que huyen corren la voz de lo que ocurre aquí, por lo que cuando pretendamos conquistar nuevas tierras nos recibirán a sangre y fuego — observó Ojeda.
— He intentado hacérselo comprender al gobernador, pero responde que su obligación es «pacificar» la isla y enviar oro a España. Y como ya oro apenas queda, envía azúcar… ¡Ese hombre está obsesionado con el azúcar!
Su esposa, que se limitaba a abanicarse un tanto desinteresada por el tema de la conversación, se detuvo un instante en su tarea de agitar el brazo al tiempo que inquiría:
— A mí eso del azúcar me parecería muy bien si se trajeran labriegos de España para que cultiven los campos; allí hay mucho muerto de hambre.
— Ya te he explicado el problema, vida mía; en cuanto un mísero labriego atraviesa el océano, se cree un hacendado y exige tierras y esclavos que trabajen para él. — La caricatura de hombre se volvió hacia Ojeda—. Beatriz es tan inocente que cree que todo el mundo obra siempre con buena voluntad.
— Lo sé.
— ¿Y eso?
— El otro día vino a suplicarme que os ayudara en vuestro empeño; de hecho a ella le debéis que acepte tratar tan delicado tema, siempre, claro está, que vuestra encantadora esposa esté en disposición de cumplir lo prometido.
La hermosa y descarada muchacha se llevó la mano al pecho para darse un golpecito con manifiesta intención, y señaló:
— ¡Naturalmente! Aquí, junto a mi corazón, guardo esa promesa.
— ¡No entiendo! — se sorprendió el anciano—. ¿A qué promesa te refieres?
— A la que vuestra esposa me ha hecho, de que por mucho sufrimiento que ello le cause, no insistirá en acompañaron en ese viaje — explicó el de Cuenca.
— ¿Y eso por qué?
— Porque en caso de que fuera, todos los esfuerzos resultarían inútiles: ninguna mujer puede aproximarse a la isla de Bímini.
— ¿Por alguna razón especial?
— Allí se encuentra la fuente de la eterna juventud, y al beber en ella, el alma se purifica y rejuvenece… — Ojeda hizo una dramática pausa antes de continuar—. Y una vez se ha rejuvenecido el alma, a los pocos días rejuvenece también el cuerpo: una cosa trae aparejada la otra.
— Entiendo — exclamó un entusiasmado y fascinado Amadeo Naranjo—. Es muy lógico. Primero el alma… ¡el espíritu!.. y luego esa alma actúa sobre el cuerpo. Simple… ¡simple pero maravilloso! Aunque no entiendo qué tiene que ver con las mujeres.
— Como es sabido, las mujeres no tienen alma — observó Ojeda.
Beatriz de Montealegre hizo un notable esfuerzo para contener una carcajada y fingió ofenderse, mientras su marido y Ponce de León parecían estupefactos.
— ¿Ah, no…? — inquirió el primero de ellos—. Siempre creí que sólo eran unos cuantos frailes bárbaros y fanáticos los que sostenían tal cosa.
Читать дальше