— ¡No es posible! — se alarmó el cartógrafo.
— Al parecer lo es, querido amigo — fue la resignada respuesta—. Tantas cosas malas hemos llevado allí, que la peor no podía faltar.
— ¡Que el Señor nos ayude! — ¡Y la Virgen María!
Tenían razón en sus lamentaciones, puesto que desde los albores de 1200, en los que el papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento contra las herejías catara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de Robert le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort y sobre todo el sádico Conrado de Marburgo, bastaba para poner los pelos de punta al más valiente.
El día en que a Conrado de Marburgo le advirtieron que estaba enviando a la hoguera a un inocente, respondió con absoluta tranquilidad: «Nadie que muere en la hoguera es del todo inocente; la experiencia me enseña que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma que tan sólo por semejante ofensa a Dios merece ser quemado.»
Sobre los cimientos de tan bárbaras teorías, en el otoño de 1483 fray Tomás de Torquemada reestructuró el Santo Oficio, transformándolo en la no menos Santa Inquisición como arma política al servicio de la Corona, aunque su objetivo no era otro que resolver el grave problema que significaba que la recién creada España estuviera constituida por una compleja amalgama de cristianos, conversos, musulmanes y judíos.
La expulsión de estos últimos significó que si bien una gran mayoría decidió abandonar la Península sin llevar más que lo puesto, casi cincuenta mil optaron por quedarse, renunciando, en la mayoría de casos falsamente, a sus ancestrales costumbres y creencias.
La conquista de Granada, la formación de una nación y el descubrimiento del Nuevo Mundo eran hechos demasiado importantes y demasiado complejos como para controlarlos con los medios habituales, y por ello Isabel y Fernando consideraron que poner en marcha una institución «supranacional» que nadie se atreviera a cuestionar era la única manera de evitar una auténtica debacle.
Crear un Estado centrista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, ideologías y creencias religiosas hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que decidieron recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último rincón del ámbito geográfico, dotándola de un poder y una capacidad ejecutiva de la que hasta entonces había carecido.
El enemigo no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del Bien y un Dios del Mal, o los valdenses que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo ya que sus sacerdotes debían ser ante todo ascéticos y humildes; a partir del advenimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuera su credo, raza o condición.
En cierto modo podría decirse que Isabel y Fernando no se convirtieron en Reyes Católicos por poner sus ejércitos al servicio de Dios, sino por poner los ejércitos de Dios a su servicio.
El hecho de que tras ocho años de relativa tranquilidad, la temida Chicharra hubiera decidido establecerse en el Nuevo Mundo constituía una pésima y preocupante noticia para quienes se encontraban tan directamente relacionados con él, como Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa.
— Acabarán quemando en la hoguera a todos los nativos que hayan conseguido sobrevivir a las guerras, la esclavitud y las enfermedades… — vaticinó en tono pesimista el primero—. Conozco bien a los indígenas, y si trabajo les cuesta adaptarse a leyes más o menos razonables, nunca se resignarán a aceptar sin más las absurdas imposiciones de unos inquisidores que los condenarán por el simple hecho de negarse a aceptar el bautismo, cubrir su desnudez con una manta o dejar de bañarse cada día.
— ¿Isabel se baña cada día?
— Dos veces.
— ¿Y eso por qué?
— Le gusta sentirse limpia y oler bien.
— Si te bañas dos veces al día no puedes oler ni bien ni mal — sentenció el cosmógrafo—. ¿A ti te gusta que tu mujer no huela a nada?
— Tardé en acostumbrarme… — admitió con sinceridad el Centauro—. Pero lo cierto es que ahora las demás mujeres me repelen. ¡Apestan!
— ¡Ver para creer! Te estás convirtiendo en un salvaje.
— Si aceptar lo mejor de sus costumbres es convertirme en salvaje, lo admito. Y tú, que fuiste de los primeros en pisar aquellas tierras, deberías reconocer que eran más felices desnudos y bañándose a diario de lo que nosotros apestando a demonios.
— ¿Apesto a demonios?
— A veces…
— Tengo unos amigos para eso…
— La mejor virtud de un amigo, y la que más aprecio en ti, es la sinceridad. Tantas veces me has echado en cara mis muchos defectos, hoy mismo sin ir más lejos, que no deberías molestarte porque, si me lo preguntas, te dé mi sincera opinión: un baño a la semana no te haría ningún daño..
— ¿A la semana? — se horrorizó el otro—. ¿Es que te has vuelo loco?
— Balboa, Pizarro y Ponce de León lo están haciendo y de momento ninguno ha muerto.
— ¡Tiempo al tiempo! Conozco a Balboa y a Ponce, pero no sé quién es ese tal Pizarro.
— Un extremeño más terco que una mula, pero con una voluntad de hierro y más listo que una ardilla. Si consigo que aprenda a manejar la espada lo llevaré como lugarteniente cuando vuelva a intentar establecerme en Coquibacoa.
— ¿Y qué puesto ocuparé yo?
— ¿Acaso piensas venir? — se sorprendió el Centauro.
— ¡Naturalmente! Si no te acompañé en el otro viaje fue porque tenía que pintar el mapamundi que me encargaron los reyes, y además no me fiaba ni un pelo de Ocampo y Vergara. Pero si lo intentas de nuevo con gente decente no me lo perderé por nada del mundo.
— Me alegra oírlo.
— ¿Y qué puesto ocuparé?
— El mismo que yo; seremos socios al cincuenta por ciento, incluso en la gobernación del virreinato, pero a la hora de enfrentarnos al enemigo, Pizarro será mi lugarteniente porque lo convertiré en un buen soldado aunque no sabe leer ni escribir, mientras que tu vida vale mucho.
— Todas las vidas valen lo mismo.
— Sólo para la Muerte, que no es capaz de distinguir a un sabio de un ignorante — le hizo notar el Centauro—. Pero los que sí somos capaces de distinguir, debemos intentar preservar la vida de quienes, como tú, pueden contribuir a que el mundo sea mejor y más justo. Aprecio a Pizarro, pero me consta que jamás hará nada que pueda compararse a tu mapamundi.
— ¡Cualquiera sabe! Al fin y al cabo, mi famoso mapamundi no es más que un pergamino que probablemente contiene infinidad de errores.
El siguiente viaje de Alonso de Ojeda fue a Ronda, a cumplir la promesa que le había hecho a Juan de Buenaventura de visitarle para certificar con su presencia que le había encontrado «en tierra de salvajes» y todas las historias que contaba al respecto eran ciertas.
¡Casi todas!
O al menos una parte.
Pero lo más curioso del caso fue que, contra lo que esperaba, no se lo encontró en una plaza pública o una taberna, dedicado a contar sus fantásticas aventuras en el Nuevo Mundo a cambio de unas monedas, sino magníficamente instalado en un precioso palacete alzado justo sobre un acantilado cortado a pico y dominando la llanura desde un emplazamiento no muy lejano a aquel en que acabaría por levantarse una original plaza de toros.
Por lo que le contaron antes de llegar a la puerta de fastuosa mansión, se había convertido en uno de los hombres más ricos de la comarca.
— ¿Y todo esto? — se sorprendió un Centauro al que Ronda le recordaba mucho su Cuenca natal, en cuanto reunió con su viejo compañero de avatares— ¿De dónde ha salido semejante fortuna?.
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