Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Debido a ello, Ojeda llegó a la conclusión de que urgía partir para no correr el riesgo de que la reina desapareciese y llegara una contraorden respecto a los inesperados e imprescindibles doscientos mil maravedíes.

Con ellos, con lo que se obtuvo del grueso diamante que le había regalado el generoso Juan de Buenaventura, una donación de su viejo compañero de andanzas juveniles, Juan de Medinaceli, y pequeños aportes de parientes, amigos, y amigos de parientes, inició su andadura una paupérrima expedición en la que un grupo de miserables ilusos pretendía encontrar un lejanísimo asentamiento ideal donde crear un nuevo reino allí donde nadie había llegado nunca.

Más locos que cuerdos, más harapos que armas, más sueños que realidades, más hambre que bastimentos… de ese modo zarpamos, confiando en que la Virgen María tuviera a bien tomar el timón de nuestro frágil navío.

El valiente jinete nacido tierra adentro que se mareaba en cuanto sentía bajo sus pies la tablazón de una cubierta o le asaltaba el hedor a brea, parecía condenado a pasar más tiempo dependiendo del viento y las olas que de su espada y su caballo, como si el siempre caprichoso destino se empeñara en disminuir a base de insoportables vahídos y dolores de cabeza su indiscutible capacidad de mando.

Acababa de cumplir treinta y cinco años cuando inició su cuarta travesía del Atlántico, pero en esta ocasión el viento que hinchaba sus velas no eran la juvenil curiosidad y el ansia de aventuras de la primera vez, el deseo de ampliar el conocimiento de la segunda, o la desesperada necesidad de crearse su propio reino de la tercera.

Ya no eran racheados vientos de tormenta, huracán o galerna, sino la brisa tranquila y constante del hombre que ha madurado lo suficiente para comprender que la impaciencia suele ser madre de grandes fracasos.

El hombre joven tiene la angustiosa sensación de que el tiempo se le acaba, pretende apurarlo a toda costa, y ello le obliga a precipitarse y cometer errores. El hombre maduro sabe a ciencia cierta que el tiempo se le acaba, pero también que no debe precipitarse, porque cuando se comenten errores ese tiempo se reduce aún más.

Durante aquel cuarto viaje a las Indias Occidentales ni siquiera puso el pie en tierra con tal de evitar enfrentamientos con los nativos que más tarde pudieran acarrearle graves consecuencias; se limitó a navegar siempre a la vista de las costas caribeñas de Venezuela y la actual Colombia hasta penetrar en el profundo golfo de Urabá, que era el punto a partir del cual la Corona le concedía el derecho a fundar una ciudad que a la larga se convirtiera en la capital de su gobernación.

El destino, su destino, su caprichosísimo destino, le había llevado hasta las mismas puertas del infierno del Darién, una región selvática en la actual frontera de Panamá y Colombia, tan impenetrable, calurosa, insalubre y especialmente pantanosa, que es el único lugar del continente que no ha conseguido atravesar la actual carretera Panamericana, que a lo largo de casi veinte mil kilómetros se extiende desde Alaska a Tierra del Fuego, ya que el gigantesco pantano se la traga irremisiblemente.

¿Por qué razón al mejor de los adelantados le tocó en suerte el peor territorio imaginable?

Existían miles, millones de kilómetros cuadrados por explorar y donde levantar un reino, desde el paso del Noroeste al estrecho de Magallanes, desde las costas de California hasta las de Brasil, pero le correspondió establecerse en el único lugar donde no podría dar un paso sin enterrarse en fango hasta la cintura.

No obstante, Ojeda no podía saberlo, por lo que tras comprobar que el golfo era tranquilo y localizar un excelente fondeadero, llegó a la conclusión de que allí fundaría, en cuanto contara con los medios apropiados, la capital de su «reino».

Pero tendría que ser mucho más tarde, porque en aquellos momentos los escasos alimentos y la también escasa paciencia de sus compañeros de aventura tocaban a su fin, mientras la frágil nave amenazaba con irse a pique atacada por la incontrolable y persistente broma .

Decidió por tanto poner rumbo a Santo Domingo con el fin de abandonar un destrozado barco incapaz de emprender el viaje de regreso a Sevilla, y al poco la carcomida carabela descansó para siempre en la desembocadura del río Ozama. A la vista de ello, el conquense concedió a sus hombres libertad para elegir entre el lucrativo negocio de exigir tierras y siervos nativos y hacerse ricos cultivando caña de azúcar, o regresar a sus casas en la lejana Europa.

En La Española se reencontró con Núñez de Balboa, Francisco Pizarro y un desencantado Juan Ponce de León, que pese a los dineros de Amadeo Naranjo no había conseguido encontrar la mítica isla de Bímini y su fuente de la eterna juventud, por lo que los tres continuaban aguardando la ocasión de lanzarse a la conquista de nuevos territorios.

Pero también se encontró con una amarga sorpresa: Ovando había mandado ahorcar a la princesa Anacaona tras acusarla de encabezar una supuesta rebelión, aunque corría la voz de que el motivo de su ejecución se debía más bien a que la hermosa nativa había rechazado despectivamente y en más de una ocasión las deshonestas proposiciones del libidinoso gobernador.

Al parecer, a Ovando le ofendía sobremanera el hecho de que quien había sido esposa de un rey, amante del legendario Centauro de Jáquimo y, por lo que se murmuraba, amante también del mismísimo almirante Colón, le despreciara públicamente, afirmando en sus celebrados poemas cantados, los famosos areitos que luego corrían de boca en boca entre la población nativa, que ya desde España no llegaban valientes guerreros de caballo y coraza, sino cobardes amanuenses de toga y birrete pero que, aun así, mataban a más gente con una simple pluma de lo que hicieran sus predecesores con la espada.

La primera reacción del conquense fue encaminarse al alcázar con el fin de esparcir las tripas de Ovando por los pasillos, pero por suerte Francisco Pizarro tuvo tiempo de avisar a uno de sus primos, a la sazón escribano de la Villa de Azúa, pero que en aquellos días se encontraba en palacio estudiando unos complejos documentos de distribución de tierras, quien se las ingenió para impedirle discretamente el paso, evitando de ese modo que se viera obligado a enfrentarse, espada en mano, a la numerosa, y malencarada guardia personal del gobernador.

Entre ellos había muchos a los que les hubiera encantado ponerle la mano encima, amparados por el número y sin correr riesgos, al infalible espadachín Alonso de Ojeda.

Por su parte, la cristiana Isabel había decidido convertirse definitivamente en la quisqueyana Jineta, convencida de que su esposo seguiría siendo «un ave de paso» y un ser demasiado libre e independiente como para poder hacerse cargo de una familia.

Entra dentro de lo posible que aún continuara amando al altivo caballero que siendo niña la había alzado a la grupa de su caballo y años más tarde no dudó en convertirla en su esposa, pero las largas ausencias del conquense y su responsabilidad como madre la obligaban a tener que elegir entre que sus hijos se sintieran rechazados por la cada vez más cerrada sociedad insular española, o aceptados por sus más sencillos y afectuosos primos «salvajes».

Los héroes están condenados a vivir solos o corren el peligro de convertirse en simples seres humanos, y Alonso de Ojeda nunca podría descender a la categoría de simple ser humano porque ningún otro había nacido, como él, tan directamente tocado por el dedo del heroísmo.

Sin familia, sin barco, sin hombres y sin dinero, hubiera estado en su derecho a la hora de autocompadecerse por lo injusto de su situación tras haber llegado a ser uno de los hombres más admirados, envidiados y respetados de su época, pero en tan difíciles momentos resumió su verdadero espíritu en una sola frase:

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