Aquella noche, sentado en una amplia poltrona que solía ocupar casi a diario, la mejor de la taberna, y mordisqueando con cierta desgana una jugosa costilla de lechón tan tierna que podían incluso masticarse los huesos, se comportaba con una extraña mezcla de prepotencia y entusiasmo, porque cabría asegurar que incluso los hombres más poderosos e inaccesibles cambian al comprender que se están cumpliendo sus sueños infantiles.
El hecho de tener como invitado a su mesa al que siempre había considerado el más audaz entre los audaces constituía una especie de culminación de todos sus anhelos.
— Cuando era muchacho bajaba cada amanecer a la orilla del río y me ocultaba entre los arbustos con la esperanza de ser testigo de alguno de vuestros duelos… — continuó perorando en idéntico tono de prepotencia—. ¡Señor, Señor! ¡Qué increíble espectáculo! Uno tras otro iban cayendo como si se tratara de cañas secas a las que tronchara el viento, y ni una sola vez os advertí nervioso o agitado, pese a que algunos de vuestros oponentes eran personas de notable valor y, a mi modo de ver, harto peligrosas.
— Ninguno de ellos lo era más que este pobre lechón, se lo aseguro.
— ¿Ni siquiera el capitán Gomara? Era muy bueno con la espada.
— ¿Gomara? — repitió el Centauro frunciendo el ceño—. No recuerdo a ningún Gomara.
— Baltasar Gomara, al que llamaban «el Tuerto» — aclaró el sevillano.
— Jamás me enfrenté a ningún tuerto… — puntualizó su interlocutor, a todas luces molesto—. Ni tuertos, ni mancos, ni cojos, ni borrachos; nadie que no estuviera en posesión de todas sus facultades. — Hizo un gesto alzando la pata de cochino que sostenía como si pretendiera puntualizar con ella—. A estúpidos sí, pero es que ésos son tantos que resulta inevitable.
— Gomara no era tuerto… entonces — puntualizó De las Casas—. Pero lo fue a partir de aquella mañana.
— ¡Es posible! — reconoció Ojeda con un leve encogimiento de hombros—. Siempre he intentado evitar causar ese tipo de daño irreparable, pero el mero hecho de cargar con una espada obliga a los menguados a creer que están protegidos, cuando en realidad esa misma espada se convierte en su peor enemigo, porque siempre existe alguien más diestro a la hora de empuñarla.
— En vuestro caso aún no ha aparecido.
— Tiempo al tiempo. Llegará un día en que ya mi brazo no sea tan fuerte ni mis piernas tan ágiles, y entonces docenas de jovenzuelos ambiciosos de gloria me estarán esperando para ajustarme las cuentas. La Naturaleza es la única, junto a la Muerte, que jamás perdona; tarda más o menos en hacer su aparición, pero al final siempre acude.
— ¿Y qué pensáis hacer entonces?
— Lo único que se debe hacer en estos casos: morir con la misma dignidad con que se ha matado, y consolarse con la evidencia de que morir en un duelo tiene una gran ventaja sobre matar en un duelo: al día siguiente ya no puedes arrepentirte de haber tomado parte en él.
— ¿Siempre habéis tenido que arrepentiros, pese a que me consta que hacíais cuanto estaba en vuestra mano por evitar la pendencia?
— Casi siempre; y es tanto lo que ello me pesa en el corazón que a menudo tengo la sensación de que se me ha ido bajando hasta los pies y me palpita en los talones… — Alonso de Ojeda dejó de comer por un instante, bebió un sorbo de vino, hizo una pausa, y por último señaló como si se tratara de una dolorosa confesión—: Por muy obtuso, vociferante y ofensivo que resulte el mentecato que te provoca, y por mucho que al fin consiga encenderte el ánimo hasta el extremo de que no te queda más remedio que desenvainar y sacudirle, cuando a los pocos instantes lo observas inerte, pálido, ensangrentado y tembloroso, temiendo que la vida se le escape por el punto en que le has clavado la espada, te arrepientes y te juras a ti mismo que nunca volverás a pasar por un trance tan amargo.
— Pero no tarda en hacer su aparición un nuevo mentecato…
— A veces he llegado a creer que son la única especie en la que nacen más de los que mueren, lo cual significa que siempre queda un remanente, que son los que me envían para que se mantenga el equilibrio… — Dejó el hueso de la pata de lechón, monda y chupeteada, en el plato, y alzó el rostro clavando los ojos en los de su generoso anfitrión—. Y ahora me gustaría que dejáramos de hablar de duelos y pendencias y me aclararais la verdadera razón de esta entrevista.
— De acuerdo — asintió el otro—. Concluida la cena, creo que lo mejor será que vayamos directamente al grano. Se trata de las islas de la bajamar.
Ojeda sabía perfectamente que aquélla era la forma coloquial con que la mayoría de los marinos españoles denominaban al extenso archipiélago de las Lucayas, al que pertenecía San Salvador, la primera isla a la que arribó Colón tras atravesar el océano.
Las denominaban de ese modo porque una gran parte de sus innumerables islotes tan sólo eran visibles cuando descendía la marea, y como la mayoría de los pilotos de la época eran de origen andaluz, la palabra «bajamar» fue degenerando hasta convertirse en «bajamá», razón por la cual cuando el archipiélago pasó a manos inglesas, se transformó en islas Bahamas.
El conquense recordó que su buen amigo, el iluso Juan Ponce de León, le había asegurado que justo allí debía de encontrase la isla de Bímini, así que preguntó:
— ¿Acaso andáis buscando la fuente de la eterna juventud?
— ¡Dios me libre! — fue la inmediata respuesta, acompañada de una corta y despectiva carcajada—. Nada más lejos de mi ánimo que perder tiempo y dinero persiguiendo quimeras; ya el pobre Amadeo Naranjo se dejó los cuernos en tan absurda aventura, y a fe que era un hombre al que si algo le sobraba eran cuernos.
— ¿Entonces…?
— Pretendo establecerme definitivamente allí porque me han asegurado que es un lugar precioso, con un clima mucho menos caluroso que el de La Española y con una tierra muy propicia para el azúcar.
— ¿Y qué tengo yo que ver con todo eso? — quiso saber el Centauro, pese a que comenzaba a barruntárselo.
— Os nombraría comandante en jefe de la expedición.
— ¿Expedición? — fingió sorprenderse—. ¿Qué clase de expedición? Si las leyes no han cambiado, la única que puede ordenar una expedición de ese tipo es la Corona, y que yo sepa jamás se ha hablado nada respecto a las islas de la bajamar.
— El gobernador aconseja que nos establezcamos cuanto antes en ellas, puesto que de lo contrario se convertirán en refugio de piratas y corsarios. Al parecer es un archipiélago intrincado y plagado de incontables islas que disponen de protegidas bahías en las que podría ocultarse toda una escuadra.
— Como cientos de otras islas en este inmenso mar que nos rodea… — El conquense hizo una pausa, dirigió a su interlocutor una larga mirada que muy bien podía ser de desprecio, y al fin señaló—: La gran diferencia estriba en que sus habitantes son gente pacífica y mal armada a la que resultará sencillo dominar, mientras que las Antillas están ocupadas por feroces caníbales que asaltan y secuestran a sus vecinos con el fin de echarlos en una cazuela. A mi modo de ver, es contra esos caribes contra los que hay que luchar y a los que tenemos la obligación de civilizar y cristianizar, no a unos pobres lucayos que nunca nos han hecho ningún daño.
— Nadie que yo conozca tiene el menor interés en establecerse en las Antillas.
— Lógico, puesto que nadie tiene interés en convertirse en almuerzo de un salvaje por mucha azúcar que se le eche.
— Con los beneficios de esta expedición estaríais en condiciones de organizar otra al Urabá — insistió De las Casas—. Tengo entendido que la Corona os ha otorgado el título de gobernador, pero eso es todo… — Hizo una pausa para añadir con marcada intención—: Yo pago en oro, y por adelantado.
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