— Sabes lo mucho que te aprecio, Vasco, pero no puedo iniciar la conquista de mi gobernación cometiendo un acto claramente ilegal que me haría perder la confianza que siempre ha puesto en mí la Corona. ¡Lo siento!
— ¡Pero no puedo pasarme el resto de mi vida en esta maldita isla! — protestó el otro—. Acabaría por volverme loco.
— Tienes mi promesa de que en cuanto pueda te mandaré dinero para que pagues tus deudas y te reúnas con nosotros. Necesito hombres como tú. Te conozco y sé que estás llamado a hacer grandes cosas.
No quedó en absoluto satisfecho el futuro descubridor del océano Pacífico; tenía plena conciencia de que su amigo siempre cumplía sus promesas, pero también sabía que respetaba las leyes, por lo que nunca conseguiría convencerle de que las transgrediera arriesgándose a poner en peligro una expedición que le había costado tanto tiempo y esfuerzo organizar.
El problema que impedía viajar a Hernán Cortés era de índole muy diferente: un enorme absceso en la ingle le imposibilitaba dar un paso y se sospechaba que se debía a la sífilis, visto que continuaba siendo un hombre excesivamente aficionado a la compañía femenina. En aquellos tiempos se estaba sometiendo a un tratamiento indígena a base de guayacán que a la larga le dio magníficos resultados, puesto que no le quedaron rastros de tan vergonzosa enfermedad, pero lo cierto es que en su actual estado de semiinvalidez no estaba en condiciones de embarcarse en una incierta aventura por tierra de salvajes.
Los Centauros restantes, incluidos Pedro de la Cueva y Cayetano Romero, no dudaron en unirse al grupo, y el único que no lo hizo por propia voluntad fue Juan Ponce de León, que permanecía a la espera de una cédula real que le confirmaría como adelantado con la misión de conquistar la cercana isla de Puerto Rico, de la que acabaría siendo gobernador.
Aunque lenta, increíblemente lenta, puesto que habían pasado quince años desde la llegada a la isla de San Salvador, la herrumbrosa maquinaria oficial se ponía en marcha, ya que casi simultáneamente la expedición de Juan de Esquivel partía para colonizar y apaciguar a los rebeldes nativos de Jamaica que tantos quebraderos de cabeza habían dado al Almirante cuando cinco años atrás naufragara en sus costas.
Una semana más tarde arribó la armada de Diego de Nicuesa, y el espectáculo de su entrada en puerto fue en verdad digno de verse, con cuatro enormes naves recién construidas y relucientes, docenas de banderas y gallardetes al viento, impresionantes cañones, cientos de hombres perfectamente uniformados, cosa nunca vista por aquellos pagos, y un recién nombrado gobernador de Veragua tan entorchado y emplumado, que hacía una vez más honor, y con creces, a su famoso sobrenombre de Pavo Real.
Lo primero que hizo fue convocar en su espaciosa y recargada camareta de adelantado a Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa, a fin de dejar perfectamente delimitadas de antemano las futuras fronteras de ambas gobernaciones.
El conquense intentó hacerle comprender que resultaba harto difícil determinar en aquellos momentos unos límites concretos, puesto que ni siquiera disponían de mapas fiables o una clara idea de hacia dónde se dirigían, por lo que tras una casi interminable y acalorada discusión en la que se disputaban cada legua de tierra como si fuera de oro puro, llegaron a la conclusión de que la línea divisoria quedaría marcada por el cauce del río más caudaloso que desembocara en el golfo de Urabá, cualquiera que fuera la orilla en que se encontrara.
Desde allí hacia el sureste, sin que nadie pudiera por aquel entonces determinar dónde concluía dicho sureste, todas las tierras que se colonizaran quedarían bajo la jurisdicción del conquense.
Desde la orilla del río hacia el oeste, la autoridad pertenecería a Nicuesa.
— Bien mirado, no tenéis derecho a quejaros — concluyó éste en su deseo de quitarle hierro al tema—. Contáis con una infinita extensión de territorio hacia el sur.
— No diría yo tanto… — le hizo notar el de Cuenca—. Si mis informes no están errados, hacia el sur me cierran el paso altas montañas en las que resulta imposible respirar.
— ¿Y eso por qué?
— Porque el único cristiano que conoce bien Tierra Firme, Juan de Buenaventura, me contó que allí arriba el aire escasea.
Tanto Juan de la Cosa como Diego de Nicuesa se quedaron observando con extrañeza, como si lo tomaran por loco, a quien había hecho tan absurda afirmación. Al final, el de Santoña no pudo por menos que inquirir estupefacto:
— ¿Qué has querido decir con esa estupidez de que falta el aire? ¿Acaso hay algo o alguien que te cierre la nariz o te apriete la garganta?
— No, que yo sepa.
— ¿Entonces?
— Es lo que Juan de Buenaventura asegura que le contaron los indios.
— ¡Ya! — masculló el cántabro—. Pero por lo que creo recordar, ese tal Buenaventura va contando por Ronda que también se tropezó con una serpiente de cinco metros de largo y cabeza de jaguar, ¿no es cierto?
— Sí, pero…
— ¡No hay peros que valgan, Alonso! Pon los pies sobre la tierra; tú y yo sabemos mejor que nadie que vamos a enfrentarnos a un mundo prodigioso y peligroso, pero tampoco conviene exagerar ni prestar oídos a las fabulaciones de quienes acostumbran a convertir dos en cuatro, cuatro en ocho, y ocho en dieciséis. Yo soy cartógrafo, no cronista, y me niego a aceptar que pueda existir un lugar en la Tierra donde falte el aire.
Maese Juan de la Cosa era sin lugar a dudas uno de los hombres más cultos y preparados de su época, pero pese a ello no se le podía exigir que estuviera al corriente de que cuando se asciende una montaña demasiado alta, lo que escasea no es el aire, sino el oxígeno. En los albores del siglo XVI no eran muchos los europeos que mostraban interés por el alpinismo.
Solucionado por medio de un consenso supuestamente amigable el problema de la demarcación de sus territorios, Ojeda y De la Cosa quedaron a la espera del bachiller Martín Fernández de Enciso y sus refuerzos, quien a los nueve días llegó puntual a la cita, cargado de armas y pertrechos.
No obstante, nada más verle, el Centauro llegó a la conclusión de que si bien era un joven encantador que rebosaba entusiasmo y buena voluntad, estaba demasiado verde para afrontar un empeño tan arriesgado como la consolidación de una gobernación en Tierra Firme.
Mucho le debía al bachiller e hice cuanto estuvo en mi mano para pagar tal deuda, pero el instinto siempre me dictó que por sus venas no corría la sangre de los auténticos Centauros. A la hora de enfrentarse a los caníbales más útil resulta un Balboa, incluso borracho, que cien Encisos.
Decidió por tanto que permaneciera en la isla, cubriendo de brea los fondos de su carabela a fin de evitar el ataque de la broma y con la orden expresa de zarpar un mes más tarde abastecido de carne y frutas frescas, para reforzarles de un modo más eficaz cuando ya se hubiera establecido un asentamiento fijo y una primera cabeza de playa.
Lo único que tendría que hacer era poner rumbo sur hasta divisar Tierra Firme, y costear luego proa al oeste hasta penetrar en el profundo golfo de Urabá, donde estarían esperándole los restantes barcos.
Aún tuvo tiempo Alonso de Ojeda de asistir a la vergonzante destitución del detestado gobernador Ovando, así como a la toma de posesión del hijo de un Almirante al que personalmente siempre había considerado un excelente marino aunque un pésimo administrador, por lo que rogó a la Virgen de la Antigua, de quien continuaba siendo fiel devoto, que el joven Diego Colón hubiera aprendido la lección y no cometiera los mismos errores que su progenitor.
Tanto el flamante gobernador como su esposa, la escuálida, amanerada y remilgada María de Toledo, que se ofendía cuando no la llamaban virreina, sentían al parecer una lógica curiosidad por conocer al archifamoso Centauro de Jáquimo, de quien habían oído contar maravillas tanto a don Cristóbal como a su hermano Bartolomé, por lo que a los pocos días de su llegada le invitaron a una opípara cena en el alcázar, a la que tan sólo permitieron asistir a maese Juan de la Cosa, cuya fama apenas iba a la zaga de la del conquense.
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