Ojeda era de la opinión que apoderarse de unos cuantos de aquellos diamantes no haría daño a nadie y bastaría tanto para reforzar el potencial de su armada como para pagar las deudas de un Vasco Núñez de Balboa al que lamentaba haber tenido que dejar varado en La Española.
— Si loco has sido desde que naciste, no cometas una nueva locura que va en contra de toda lógica — le espetó con severidad el cántabro al comprender que estaba decidido a desembarcar—. Agua, leña y fruta no ameritan arriesgar a que la Corona pierda la confianza en ti.
— En cuatro o cinco horas Pizarro y sus hombres volverán sanos y salvos y nada trascenderá fuera de las naves.
— Trascenderá porque me he comprometido a informar de todo cuanto ocurra en la expedición, y siempre cumplo mis promesas…
Aquél constituyó sin duda el segundo y desde luego mayor error de mi vida; una estúpida equivocación cuyas nefastas consecuencias me acompañarán hasta el fin de mis días.
Cayó la noche y la luna se adueñó del paisaje. Sólo quien haya pasado una noche de luna llena en Cartagena de Indias puede comprender lo que debió de significar para aquellos hombres tumbarse en cubierta a respirar una fresca brisa que olía a flores silvestres.
En las quietas aguas saltaban de tanto en tanto peces perseguidores o perseguidos, y a ratos llegaba, tenue y melodiosa, la voz de un gaviero granadino que cantaba, acompañándose con una guitarra, acomodado justo en la proa del mayor de los bergantines.
— Si en lugar de un viejo marino barbudo y casi calvo fueras una joven, dulce y cariñosa haitiana de cintura de avispa y larga melena azabache, la noche resultaría perfecta… — comentó sonriente el Centauro.
— Y si tú en lugar de un enano saltarín y malas pulgas fueras una robusta moza cántabra, con un culo como un pandero y pechos como melones, estaría de acuerdo contigo — le replicó su amigo en el mismo tono relajado—. En noches como ésta empiezo a plantearme que va siendo hora de fondear para siempre unos cansados huesos que empiezan a crujir como cuadernas desajustadas por demasiada mar de fondo.
— Admito que tu apariencia es ciertamente la de una maltrecha carraca a la que el oleaje ha zarandeado en exceso, pero quiero suponer que aún estás en condiciones de soportar un par de galernas. Así tiene que ser, porque estoy convencido de que el día en que decidas soltar anclas definitivamente, lo haremos juntos.
— Lo dudo — replicó con convicción el de Santoña—. Estoy a punto de alcanzar el medio siglo, lo cual es ciertamente demasiado para un marino en activo, mientras que tú aún no has llegado a los cuarenta, y ésa es la edad en que se comienza una tranquila carrera de orondo gobernador apoltronado.
— Depende de los enemigos que uno encuentre en su camino; como los indios que pueblan Urabá resulten ser hambrientos caribes de los que utilizan dardos y flechas envenenadas, no creo que tenga ocasión de apoltronarme. — El de Cuenca hizo una larga pausa antes de inquirir—: ¿Me permites que te haga una pregunta?
— Siempre que tú me permitas no responder si no me apetece, no veo ningún problema.
— ¿Es cierto que, tal como me aseguró el otro día Hernán Cortés, actuaste como espía para la Corona en la corte de Lisboa?
— Depende de lo que consideres ser espía.
— Obtener con malas artes información secreta para favorecer al enemigo.
— En cuanto se refiere a mapas, derroteros, vientos dominantes, bajíos, fondeaderos y rutas mejores y más seguras, es decir, en todo cuanto tiene que ver con al arte de la navegación de altura, intentar obtener información a cualquier precio no se considera auténtico espionaje, dado que las leyes del mar no deben equipararse en ese sentido a las de tierra adentro.
— ¿Y eso por qué?
— Porque un espía, llamémosle «normal», lo que pretende es conseguir ventaja sobre sus enemigos a fin de combatirles, mientras que el espía «marino» a lo único que aspira es a salvar vidas, bien sea la suya, o la de sus pasajeros y sus hombres. — El cántabro se volvió para mirarlo a los ojos y añadió—: No me avergüenza haber robado, mentido o sobornado con tal de conseguir averiguar en qué lugar exacto se alza una barrera de arrecifes contra la que tal vez se estrellarían nuestras naves, y te garantizo que si se volviera a presentar la ocasión volvería a hacerlo.
— Visto así parece justo.
— En el mar, todo lo que se refiera a evitar un naufragio es justo. — El cartógrafo se alzó de su asiento, estiró los brazos, echó un largo vistazo a la bahía sobre la que rielaba la luna y concluyó—: Y ahora, con tu permiso, me voy a dormir porque mañana quiero ser testigo ocular y de primera mano de todo cuanto ocurra cuando esos hombres bajen a tierra. ¡Buenas noches!
— Buenas noches.
Amanecía cuando Ojeda mandó llamar a Pizarro para darle sus últimas instrucciones:
— Evita cualquier tipo de enfrentamiento con los nativos. Apresúrate a la hora de hacer aguada y recoger leña y frutas, pero no permitas que nadie se apodere por la fuerza de lo que pertenezca a los lugareños, ya que por suerte no andamos en ese tipo de necesidades. ¿Lo has entendido?
— Perfectamente; nada de violencia.
— ¡Exacto! Nada de violencia, a no ser que ellos la inicien injustificadamente, pero hay algo más, y es lo que en realidad importa en este desembarco.
El extremeño inclinó levemente la cabeza en un gesto que repetía a menudo al parecer para observarle mejor.
— ¿Y es? — quiso saber.
— El fondo de los ríos — replicó el Centauro, y como el otro no pareció comprender, añadió—: ¿Te acuerdas de la historia que conté sobre un rondeño que cagaba diamantes?
— ¿Juan de Buenaventura?
— ¡Buena memoria! Ese mismo; es posible que fuera en esta zona donde encontró esos diamantes, o sea que permanece muy atento y si ves brillar algo en el cauce de un río me mandas aviso de inmediato.
— Entendido.
El capitán alzó el dedo en un gesto de advertencia al puntualizar:
— Y ni una palabra a nadie de esto, Francisco, te lo ruego. Si se corriera la voz que aquí, a cinco días de navegación de Santo Domingo, existen ríos que arrastran diamantes como si fueran guijarros, nadie estaría dispuesto a seguirnos a Urabá, y cabe la posibilidad de que si intentáramos obligarles a continuar viaje nos colgaran del palo mayor.
— De eso puedes estar seguro, y desde luego no les culparía; éste es un lugar fabuloso y si además se encontraran diamantes, ni te cuento.
— Pero lo triste del caso es que no nos pertenece, amigo mío — se lamentó el de Cuenca—. Tal vez nadie se establezca aquí jamás, con lo que tanta belleza y posible riqueza se desperdiciarían. Sabes, empiezo a entender a la princesa Anacaona cuando afirmaba que nuestra obsesión por proporcionarle siempre un dueño a cada cosa es lo que nos vuelve tan desgraciados. ¿Por qué razón este paraíso tiene que pertenecer a Rodrigo de Bastidas si tal vez nunca lo ha visto ni nunca lo verá?
— Pues si tú, que sabes leer y escribir, no consigues entenderlo, no creo que un besugo como yo sea el más indicado para explicarlo — repuso el que acabaría siendo virrey del Perú—. Pero de lo que sí me di cuenta hace tiempo, es de que al nacer llegamos a un mundo que ya pertenece a otros que se lo han ido repartiendo a su capricho, y no se me antoja justo. Mis hermanos, como eran hijos de una maloliente y odiosa cacatúa que había aportado una considerable dote al matrimonio, vivían en un palacio y tuvieron estudios; yo, como era hijo de una pobre cocinera que nunca tuvo nada más que su belleza y su dulzura, cuidaba cerdos… — Hizo un amplio gesto indicando el fastuoso horizonte de agua, tierra y selva que se abría ante él, y concluyó—: Al parecer aquí, y hasta que hemos llegado nosotros, todo ha sido siempre de todos, y a mi modo de ver así debería seguir siendo.
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