Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Las empapadas botas se volvían más pesadas a cada paso, lianas y enredaderas se convertían en auténticas cortinas en las que las espadas apenas conseguían abrir hueco, afiladas púas les desgarraban la carne, nubes de insectos les atacaban con furia, y la pólvora comenzaba a humedecerse por culpa de la extrema humedad del bochornoso ambiente.

Y ni rastro del enemigo.

Ni un grito, ni una voz, ni tan siquiera un rumor. Sabían que estaban allí, rodeándoles, pero se mimetizaban de tal forma con la naturaleza, que podría creerse que se encontraban a cientos de leguas de distancia. Ojeda abría la marcha, apretados los dientes y con los músculos en tensión, ansioso por descargar su arma contra el primer salvaje que se pusiera a su alcance, pese a que lo único que acertaba a distinguir eran serpientes.

Docenas, tal vez centenares de serpientes de todas las clases, tamaños y colores.

— ¡Que el Señor nos ampare! — murmuró alguien a sus espaldas.

— ¡Y la Virgen María, su Santa Madre! — respondió otra voz anónima.

— ¿Dónde están?

Yelmos, corazas y cotas de malla parecían haberse convertido en plomo mientras el sudor les corría por el cuerpo como sangre que hubiera decidido salir a airearse.

En ocasiones arrancar una bota del barro en que había quedado atrapada exigía un terrible esfuerzo.

Un chaparrón les empapó como si el gigantesco jardinero hubiese paseado sobre sus cabezas su enorme regadera.

El calor aumentaba por momentos.

Una serpiente coral de medio metro de largo y brillantes anillos de infinitos colores, surgió de entre la hojarasca, mordió una mano y se perdió de vista dejando tras de sí un moribundo.

Cundió el desánimo incluso entre los más decididos, los menos fuertes comenzaron a rezagarse, y si no se quedaron definitivamente atrás fue porque Juan de la Cosa, que cerraba la marcha, les advertía:

— Esos malditos fantasmas se encuentran por todas partes y os irán cazando uno por uno. Nuestra única posibilidad de salvación está en mantenernos unidos.

Al poco, un muchacho que se había detenido a descansar se derrumbó como fulminado por un rayo, lanzó un ronco estertor mientras intentaba arrancarse el pequeño dardo que un hábil tirador de cerbatana le había clavado en el cuello, y expiró antes de que el compañero que tenía más cerca pudiera auxiliarle.

Nunca la muerte fue más invisible, ni la derrota se presentó más silenciosa. No teníamos contra quién luchar y ése es el peor enemigo que conozco.

Podría decirse que los bonda eran sombras, pero ni siquiera llegaban a serlo, como si carecieran de un cuerpo sólido que la luz se negara a atravesar. Cientos, tal vez miles de años de vivir en la selva, les habían enseñado a transformarse en auténticos camaleones, por lo que a los españoles les dolían los ojos de aguzar la vista tratando de diferenciar las gruesas raíces de una ceiba o un tronco nudoso de un brazo o una pierna humana.

Por fin, cuando empezaban a temer que la espesura se los tragaría para siempre, un sol oblicuo acudió a iluminarles, señal inequívoca de que se aproximaban a una zona donde los árboles no eran ya tan increíblemente altos. Al poco desembocaron en una extensa llanura de hierba compacta que les alcanzaba al pecho, y allá a lo lejos, casi a una legua de distancia, distinguieron una docena de grandes cabañas.

Ojeda aguardó a que Juan de la Cosa se colocara a su altura para inquirir con un gesto de la barbilla el pequeño poblado en que no se apreciaba el menor movimiento.

— ¿Qué opinas? — quiso saber.

El cartógrafo se limitó a encogerse de hombros al tiempo que inquiría:

— ¿Qué opinas tú, que eres el experto?

— Que este mundo no es mi reino, y si lo es de poco va a servirme. Entre la hierba se ocultan esas bestias, pero el verdadero problema estriba en saber cuántas son.

— Más que nosotros sin duda, y con un armamento más apropiado, dadas las circunstancias. ¿Qué piensas hacer?

— Difícil pregunta, querido amigo; dudo que se pongan al alcance de nuestras espadas, y por cada disparo de arcabuz que hagamos tendrán tiempo de lanzarnos media docena de sus malditas flechas antes de que consigamos recargar… — Palpó la hierba para abrir luego la mano, observar el agua que escurría por ella y comentar—: Si no estuviera tan empapada podríamos prenderle fuego, pero con el chaparrón que ha caído no arderá. Creo que lo mejor es buscar refugio en las cabañas y esperar a Pizarro.

Reiniciaron la marcha encaminándose directamente al poblado, pero cuando llegaron al centro de la llanura se desató una lluvia de flechas que describían una parábola desde los cuatro puntos cardinales.

Las rodelas, de apenas medio metro de diámetro, no protegían lo suficiente, por lo que casi de inmediato se oyeron aullidos de dolor mientras los hombres caían atravesados de parte a parte.

El Centauro se cargó a la espalda a un arcabucero que se había desplomado a su lado y se lanzó hacia delante al tiempo que gritaba:

— ¡Corred! ¡Corred! ¡Ayudada los heridos y corred!

Algunos ayudaron en efecto a los heridos y corrieron, otros se limitaron a correr sin prestar atención a nada más, y los más ni siquiera corrieron, optando por acurrucarse en posición fetal, cubriéndose con los menguados escudos, y rogando que ninguno de aquellos silbantes dardos emponzoñados les desgarrara la carne.

Pero en cuanto se sentían heridos no podían evitar exclamar:

— ¡Que Dios me asista! ¡Soy hombre muerto!

Y ciertamente eran hombres muertos. Al introducirse en el torrente sanguíneo una minúscula parte del letal curare que cubría las puntas de piedra de las saetas bonda bloqueaba de inmediato el sistema nervioso, con lo que apenas quedaba tiempo para musitar una oración de despedida.

Nada resulta más sencillo de relatar que la grandiosidad de una victoria, ni nada más difícil de describir que la confusión de una derrota, y en las afueras del pequeño villorrio de Turbaco, al sur de la actual Cartagena de Indias, las huestes españolas sufrieron su primera gran derrota en el Nuevo Mundo.

La que daría en llamarse «la Batalla Invisible» constituyó en realidad una auténtica carnicería en que las víctimas ni siquiera alcanzaron a ver el rostro de sus atacantes.

Durante todos aquellos años no fui capaz de hacerle comprender que le apreciaba más que si hubiera sido mi propio hermano; grande fue mi amor por él, pero sin duda mayor era su amor por mí, puesto que me protegió con su cuerpo y ofreció generosamente su vida a cambio de la mía.

Alonso de Ojeda se refirió en diversas ocasiones al sacrificio de maese Juan de la Cosa, quien le salvó la vida aquella aciaga mañana, pero siempre se negó a aclarar cómo ocurrieron tan trágicos acontecimientos.

Lo que sí consta en los anales de la historia es que más de setenta hombres murieron en aquella llanura, y tan sólo media docena consiguió escapar del cerco, entre ellos el más ágil, el más rápido, el más decidido, aquel al que ni las espadas, ni las balas, ni las lanzas, y al parecer tampoco la flechas envenenadas, conseguían abatir.

Cierto es que, contra toda lógica, el pequeño cuerpo del mítico Centauro de Jáquimo sobrevivió, pero cierto es, de igual modo, que su alma enfermó para siempre, ya que pasaría el resto de su vida rememorando los trágicos momentos en que tantos amigos y compañeros de armas perecieron entre atroces dolores para después ser devorados por sus invisibles atacantes.

El curare que utilizaba la mayoría de tribus de las selvas sudamericanas mataba al contacto con la sangre, pero no producía el más mínimo efecto dañino cuando la víctima era posteriormente ingerida.

Los habitantes de Turbaco lo sabían, y como lo que en verdad les importaba era la «caza» y no una aplastante y definitiva victoria militar, se despreocuparon de la media docena de «piezas» que consiguieron escapar del cerco para concentrarse en la, para ellos, más reconfortante y apetitosa tarea de recoger el sabroso fruto de sus esfuerzos, al igual que los participantes en una montería cargan con los ciervos abatidos y pronto se olvidan de los que han logrado escapar.

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