Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Tal vez no estemos en tanta desventaja como parece.

— ¿A qué te refieres?

El de Cuenca raspó con su daga la punta de la flecha y le mostró la masa pegajosa y negruzca que había quedado adherida a ella.

— Que donde las dan, las toman… — señaló con una leve sonrisa—. Éste es un camino de ida y vuelta en el que nuestras ballestas son mucho más potentes que sus arcos. ¡Quieren veneno, pues les devolveremos su propio veneno en dosis elevadas! Que todos los hombres se ocupen de recoger las flechas de esos hijos de puta y recolecten esta porquería. Se la enviaremos de vuelta a casa.

La astuta táctica de utilizar las propias armas del enemigo equilibraba un tanto las fuerzas, pero no en la medida que hubiera sido necesario.

Los nativos urabaes, amén de ser infinitamente superiores en número, actuaban siempre al amparo de la espesura, sin apenas dejarse ver más que como sombras que cruzaban de improviso de un matorral a otro, o se adivinaban más que verse trepadas en la copa de una ceiba. Por el contrario, los expedicionarios se veían obligados a salir a campo abierto, mejor dicho a aquella abierta playa fangosa, a fin de aproximarse a la selva y talar los árboles que habrían de conformar la empalizada de un rudimentario fuerte que bautizaron como San Sebastián de Buenavista de Urabá en memoria del mártir que, al igual que tantos de sus compañeros de armas, había caído bajo las saetas.

Ojeda opinaba que el nombre de Santa María de la Antigua debía reservarse para un enclave definitivo y más acogedor que aquel improvisado y desolado fortín perdido en el confín del mundo.

Cesaron las lluvias y le sucedieron, casi sin transición, bochornosos calores que a las pocas horas obligaban a añorar el insoportable diluvio.

— De la sartén al fuego o del fuego a la sartén… — no pudo por menos que comentar un agobiado Francisco Pizarro—. Tenías razón: éste es un mundo de excesos que al parecer no conoce los términos medios; lo mismo puede acabar contigo una serpiente de siete metros que un invisible gusano que anida bajo las uñas y te infecta hasta que tienen que amputarte el brazo. — El extremeño hizo una larga pausa y luego preguntó—: ¿Qué se nos ha perdido aquí, Alonso?

— Un sueño.

— Más bien se me antoja una maldita pesadilla.

— Ése suele ser el problema de los sueños, querido amigo; los persigues con ansia y cuando al fin crees alcanzarlos, ha pasado tanto tiempo que se han transformado en pesadillas.

— Pues ésta es de las peores, porque los hombres empiezan a estar agotados — aseguró el lugarteniente—. Y asustados.

— Acepto lo primero porque es una cuestión que atañe al cuerpo, cuya resistencia tiene unos límites que nadie es capaz de sobrepasar, pero no lo segundo, porque el miedo sólo atañe al espíritu y para éste no existe límite alguno.

— Como frase es acertada, pero como realidad tienes que admitir que no existe espíritu sin cuerpo, y cuando el cuerpo ha sido definitivamente derrotado el espíritu acaba derrumbándose de igual modo. — Pizarro lanzó un hondo suspiro y añadió con absoluta convicción—: Esta empresa nos sobrepasa con creces y lo sabes; doscientos hombres mal pertrechados y con el estómago vacío nunca conseguirán abrirse paso a través de esos hediondos pantanos.

— Pronto llegará Enciso con una carabela repleta de hombres, armas y alimentos.

— Ya debería estar aquí, por lo que no me extrañaría que esa maldita galerna lo hubiera enviado al infierno. Puede que sea hombre en verdad letrado, pero sospecho que de los asuntos del mar y sus peligros no le enseñaron mucho.

— Es animoso.

— Ser animoso en las actuales circunstancias es como ser médico en un funeral de corpore insepulto. Como sus velas no hagan pronto su aparición, los hombres empezarán a clamar por el regreso.

— ¡Dios proveerá!

— Sin ánimo de parecer blasfemo, en estos momentos preferiría que proveyera el bachiller Enciso, que está más cerca.

— Enciso sólo traerá armas y alimentos, mientras que el Señor puede traer un milagro, que es lo que en verdad necesitamos para salir con bien de este atolladero.

Pero no eran tiempos de milagros ni lugar que se prestara a ello, sino más bien todo lo contrario, ya que si mal andaban las cosas para los expedicionarios, peor se presentaron al día siguiente. Sin que nadie consiguiera explicarse cómo pudo suceder, tres marineros que estaban pescando desde una falúa muy cerca de la orilla desaparecieron como tragados por las aguas.

A media tarde les daban por ahogados, pero en cuanto oscureció comenzaron a oír aullidos de socorro y desesperadas llamadas que llegaban de la espesura.

— ¡Nos están comiendo! — gritaban presas del pánico—. ¡Ayudadnos, por Dios, ayudadnos! ¡Nos están cortando a trozos y devorando! ¡Capitán! ¡Por favor, capitán!

Seguían alaridos que causaban espanto, helando la sangre.

En un primer momento el Centauro ordenó que hasta el último hombre se dispusiera para el combate, pero el prudente Pizarro le hizo comprender que adentrarse en el pantanal en plena noche sería un auténtico suicidio.

— Estarán muertos cuando lleguemos hasta ellos, si es que llegamos — dijo—. No vuelvas a caer en la trampa de Turbaco; es lo que esas bestias pretenden al dejarlos gritar de esa manera.

Aunque le costó un esfuerzo sobrehumano contener su impulso de acudir al rescate de sus hombres, el Centauro comprendió que el extremeño tenía razón, por lo que mandó llamar a los artilleros y ordenó secamente:

— Disparad todo lo que tengamos contra la zona en que se escuchan los gritos; estoy seguro de que esos desgraciados preferirán morir por nuestras bombas que devorados en vida. Y nos llevaremos por delante a un buen montón de esos hijos de la gran puta.

Durante casi dos horas, hasta que el acero se puso casi al rojo, cañones y bombardas estuvieron escupiendo fuego y plomo sobre una selva que al fin, y pese a la humedad, comenzó a arder iluminando fantasmagóricamente la noche.

Resonaban muchísimos más gritos, pero ya no eran voces españolas suplicando auxilio, sino lamentos de caníbales urabaes heridos o moribundos, pues al parecer no esperaban que el cielo les enviase un castigo semejante.

El alba mostró una desolación extrema en un paisaje ya de por sí desolado.

Y olía a carne asada.

Durante casi toda una semana reinó la paz en el Darién. Ambos bandos se lamían las heridas, que eran muchas y harto profundas, y si bien entre los nativos reinaba el desconcierto a la vista de la matanza que entre sus huestes había causado la artillería, entre los expedicionarios reinaba un hondo pesimismo ante la evidencia de que, aunque hubieran vencido en una cruel batalla, aquélla era una guerra a todas luces perdida de antemano.

La selva que nacía a tiro de piedra de la orilla constituía una fortaleza inexpugnable y un verde muro contra el que no ya doscientos, sino doscientos mil hombres, se habrían estrellado sin conseguir avanzar ni siquiera una legua.

Y tras esa legua al parecer se extendían tres mil leguas de igual modo impenetrables.

Y aun consiguiendo a costa de incontables muertes y sacrificios una victoria pírrica, ¿de qué serviría levantar un virreinato sobre un gigantesco pantano infestado de caimanes, arañas, mosquitos y serpientes?

Allí no había oro, perlas, diamantes, esmeraldas, palo brasil ni nada apetecible que llevarse a la boca, por lo que al final Alonso de Ojeda reunió en torno a una mesa a sus hombres de confianza y los capitanes de las naves para inquirir sin más preámbulos:

— ¿Qué debemos hacer, caballeros?

Todos los presentes se observaron un tanto incómodos; por un lado agradecían que se dignara solicitar su consejo, pero tal vez hubieran preferido que les eximiera de la responsabilidad de tomar tan difícil decisión.

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