Habían «recolectado» lo suficiente para disfrutar de toda una semana de fiestas y banquetes a base de aquellas blancas criaturas cubiertas en parte de un extraño caparazón de un material desconocido, pero cuya carne resultaba francamente sabrosa.
Alonso de Ojeda y un joven del que únicamente se sabe que había nacido en Utrera pero cuyo nombre no ha quedado en la historia, se internaron en la jungla de regreso a la bahía en la que se encontraban fondeados los barcos, y durante tres días y tres noches vagaron sin rumbo hasta que una mañana el muchacho no volvió a levantarse. Desorientado y solo, hambriento y desesperado, el abatido Centauro debió de desear que la Muerte que tan activa y eficaz se había mostrado con su gente acudiera en su busca, pero como mujer que es y por lo tanto caprichosa, prefirió dejar al capitán de tan desgraciada tropa para mejor momento.
Cómo consiguió arrastrarse hasta los manglares sin que los jaguares, las serpientes, las arañas o los incontables depredadores de la jungla lo abatieran constituye uno de esos sorprendentes fenómenos que contribuyen a forjar las leyendas de los héroes, pero lo cierto es que trascurrió una semana antes de que el incansable Pizarro, que se negaba a aceptar que su maestro y amigo hubiese muerto, lo encontrara inconsciente a menos de doscientos metros de la orilla de la laguna.
En la mano apretaba un escapulario de Santa María de la Antigua.
Devorada la cuarta parte de su «ejército», abatidos y amedrentados los supervivientes, la mayoría marinos y no auténticos hombres de armas, enfermo, debilitado y delirante por culpa de las fiebres su líder, y desaparecido su lugarteniente Juan de la Cosa, una de las mentes más preclaras de su tiempo, el atribulado Francisco Pizarro tomó la decisión de levar anclas y poner rumbo a Santo Domingo dando por abortada la expedición.
No obstante, al segundo día de navegación avistaron la poderosa flota de Diego de Nicuesa, quien, al percatarse del lamentable estado en que se encontraban las huestes de Ojeda, comentó:
— Cierto es que hemos mantenido disputas e incluso cierta enemistad, pero ésta es ocasión de olvidar diferencias. Al fin y al cabo, todos somos españoles y nuestra obligación es mantenernos unidos frente al enemigo común… — Hizo una corta pausa para colocar la mano derecha en el hombro del Centauro—. Capitán Ojeda, pongo a tus órdenes mi ejército, consciente de que eres el más indicado para conducirlo a la victoria frente a esas bestias infrahumanas.
— ¡Te lo agradezco de todo corazón! — fue la sincera respuesta del conmovido conquense.
— No tienes por qué; es mi obligación como compatriota, como hombre de bien y como amigo de ese ser excepcional que fue Juan de la Cosa, cuya muerte no puede quedar impune. ¿Qué tenemos que hacer?
— Poner rumbo al este y desembarcar lejos de la zona selvática, dando un rodeo para aproximarnos a ese lugar maldito por el sur. — Ojeda hizo una corta pausa y añadió—: Y sobre todo llevar caballos; muchos caballos.
— Cuento con cuantos puedas necesitar — señaló el de Baeza—. Tuyos son.
La sed de venganza venció al desanimo, y unos hombres que no habían conseguido dormir imaginando la cruel escena de sus amigos devorados por salvajes invisibles, se afanaron en la tarea de afilar unas armas que parecían ansiosas por cortar cabezas.
Navegaron lejos de la costa, hasta unas veinte leguas de la bahía del Calamar, de tan triste recuerdo, donde fondearon y lanzaron al agua todas las chalupas. Doscientos hombres tomaron la playa y establecieron una poderosa batería de cañones en prevención de un posible ataque.
Pero no encontraron rastro alguno de indígenas.
Los bonda continuaban disfrutando del abundante banquete obtenido, probablemente convencidos de que los extraños hombres blancos habían emprendido una huida tan vergonzosa como definitiva.
Ochenta caballeros y trescientos infantes armados hasta los dientes y rebosantes de justa ira iniciaron la marcha en una agotadora y silenciosa marcha, y al amanecer del tercer día divisaron los techos de las cabañas de Turbaco y la ancha pradera donde habían sido masacrados setenta de los suyos.
Entraron al galope, por sorpresa y a sangre y fuego, rodeando el poblado de tal modo que ni un solo caníbal, hombre, mujer, niño o anciano, escapó con vida de lo que constituyó una nueva carnicería, pero esta vez de signo contrario, a tal punto que al caer la tarde más de cuatrocientos cadáveres desnudos se pudrían al sol.
Entre los atacantes sólo hubo cuatro bajas humanas y tres caballos.
Los siguientes dos días se emplearon en dar cristiana sepultura a los pocos despojos que quedaban de quienes habían sido hervidos en grandes ollas de barro, y para cuando los españoles se alejaron de regreso a las naves, miles de aves carroñeras sobrevolaban la zona.
De nuevo en la playa, y tras bañarse largamente para librarse de la sangre y el olor a muerte que impregnaba sus ropas, la nutrida tropa se agrupó en torno a las hogueras a celebrar en una noche cálida y de luna llena su rotunda victoria sobre los devoradores de hombres. Corrió el vino en abundancia, se consumieron los mejores manjares que el poderoso Diego de Nicuesa guardaba en sus bien provistas bodegas, y se cantó y bailó casi hasta el amanecer, tal vez en un intento de olvidar las cabezas conocidas que habían encontrado en el poblado indígena.
En un momento dado, Nicuesa tomó del brazo a quien ahora consideraba su amigo y aliado, para alejarse con él playa adelante e inquirir:
— ¿Qué piensas hacer ahora?
— Poner rumbo a Urabá y fundar una ciudad que se llamará Santa María de la Antigua.
— La mía se llamará Nombre de Dios. — Hizo una pausa antes de añadir—: Pero en mi opinión sería conveniente que, antes de iniciar tan difícil empresa, regresaras a Santo Domingo a reponer fuerzas y recoger a Enciso.
— Si lo hiciera muchos de mis hombres desertarían — respondió el conquense—. Considerarán que lo que han presenciado no es más que una muestra de lo que les espera, y llegarán a la conclusión, y no les culpo, de que es mucho más sencillo y menos peligroso ganarse la vida cultivando caña de azúcar.
— Han demostrado que no son cobardes; lucharon como fieras.
— Lo sé, pero también sé que era la ira la que armaba sus brazos. La venganza se ha consumado, pero te garantizo, amigo mío, que esas malditas flechas emponzoñadas aterrorizan incluso a los más corajosos; una cosa es luchar cara a cara con el enemigo, y otra muy diferente esperar a que del cielo caiga una muerte invisible y silenciosa.
— Trato de imaginármelo.
— No lo conseguirás si no lo has experimentado. Y un consejo: olvídate de las armaduras y las rodelas; utiliza grandes escudos de madera y permite que tus hombres tengan libertad de movimientos. Ésa es la única forma de luchar contra esas bestias.
— Lo tendré en cuenta — dijo el de Baeza—. Me consta que de estos asuntos sabes más que nadie, y estúpido sería si no aprovechara tu experiencia.
— He llegado a la triste conclusión de que aquí no hay experiencia que valga, amigo mío, porque a cada paso nos encontramos con problemas desconocidos; lo único que podemos hacer es improvisar sobre la marcha y confiar en que el Señor tenga a bien echarnos una mano.
— Espero que te escuche.
Al amanecer embarcaron y poco después levaron anclas.
Durante dos días navegaron a la vista los unos de los otros, y al tercero se despidieron con salvas y canciones, deseándose a gritos buena suerte.
Alonso de Ojeda se desvió ligeramente hacia el sur, en busca del golfo de Urabá, y Diego de Nicuesa continuó rumbo noroeste a la búsqueda de su gobernación de Veragua hasta encontrar un enclave que se le antojó apropiado para fundar un puerto al que, efectivamente, denominó Nombre de Dios.
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