Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Mala cosa sería fundamentar mi futura gobernación sobre las espaldas de unas gentes que siempre nos han recibido con los brazos y, sobre todo, las piernas abiertas… ¡Muy mala cosa!

— Serían cien mil maravedíes por adelantado y un porcentaje en los beneficios.

— Me temo que no.

— Ciento cincuenta mil.

— No.

— Doscientos mil y no se hable más.

— He dicho que no, y no me irritéis, puesto que soy un hombre de limitada paciencia. — El de Cuenca se puso en pie dispuesto a marcharse—. Por ningún dinero del mundo aceptaría ir a cazar indios felices para convertirlos en infelices esclavos. — Dio media vuelta y se alejó hacia la puerta, al tiempo que alzaba la mano en un despectivo ademán de despedida y exclamaba—: ¡Gracias por la cena!

Aquella noche, en aquella mesa, el menos cerdo era el del plato, pero el otro andaba desarmado, por lo que no me dio oportunidad de trincharle tal como hubiera sido mi deseo.

Bartolomé de las Casas permaneció tan inmóvil como una estatua, entre desconcertado y ofendido, aunque tal vez le satisfizo comprobar que aquel a quien tanto había admirado en su juventud continuara siendo igualmente admirable.

A nadie se le hubiera ocurrido en aquellos momentos que un personaje tan mezquino, adulador y despreciable como él y al que los sacerdotes no dudarían en afear, incluso desde el púlpito, su cruel y vergonzoso comportamiento para con los nativos, experimentaría años más tarde una sorprendente transformación.

Al escuchar el durísimo sermón que le dedicó fray Pedro de Córdoba, Bartolomé de las Casas no dudó en reconocer en público sus muchos pecados, y tras renunciar a su ingente fortuna dedicó el resto de su vida a corregir el mal que había causado hasta el punto de convertirse en «el Apóstol de los Indios», defendiendo hasta su muerte a aquellos a quienes con anterioridad había esclavizado, denigrado y maltratado.

Pero ni aquéllos eran tiempos de milagrosas conversiones, ni Alonso de Ojeda creía en ellas.

Vinieron tiempos de penuria.

A decir verdad, los tiempos del Centauro de Jáquimo siempre fueron de penuria económica, puesto que parecía un hombre predestinado a pedir limosna a las puertas de la cueva de Alí Babá.

Con ayuda de Hernán Cortés y un par más de sus inseparables discípulos, los únicos que contaban con un trabajo estable y medianamente remunerado, había conseguido adecentar su cabaña dotándola de una amplia cama, una mesa, un viejo sillón de mimbre que solía sacar cada tarde al porche para disfrutar de las hermosas puestas de sol mientras hacían planes para un futuro que cada vez parecía más lejano, e incluso una estantería que le había regalado Catalina Barrancas el día en que decidió remozar la taberna.

De tanto en tanto la india Jineta le enviaba un saco de productos de la huerta, o era él mismo quien pedía un caballo prestado y se iba a pasar una corta temporada en Azúa, junto a su ex mujer y sus hijos.

Malabestia había muerto años atrás.

Pedro de la Cueva había vuelto a España en un nuevo intento de conseguir financiación para la magna empresa de conquistar Urabá, pero las noticias que llegaban muy de tarde en tarde no resultaban nada esperanzadoras.

El tiempo siempre se detiene en el peor momento; a veces creo que la felicidad lo acelera obligándole a devorar los días como si fueran horas, mientras que la desgracia lo frena haciendo que las horas parezcan días.

Aquéllos eran sin duda días que parecían semanas y semanas que se alargaban tanto como los meses, y uno tras otro, desesperadamente monótonos y sin el menor aliciente, transcurrieron los tres años más anodinos de la vida de un hombre del que cabría asegurar que con anterioridad había quemado mil de esas vidas.

Ya ni siquiera lo retaban a duelo.

Los mentecatos tenían plena conciencia de que el borrachín Balboa, el taciturno Pizarro, el entusiasta Ponce de León, el influyente Cortés y una docena más de sus fieles discípulos le ajustarían las cuentas a quien se le pasara por la cabeza la idea de molestar a su maestro.

Las fuerzas vivas de la isla consideraban al grupúsculo de los Centauros una pandilla de vagos malandrines, ya que la mayor parte carecía de oficio o beneficio y prefería perder el tiempo contando sandeces o jugando a las cartas a aprovechar las infinitas posibilidades que se les ofrecían de hacer fortuna «trabajando honradamente».

Y es que ninguno de ellos había cruzado el océano con la intención de trabajar honradamente. Aunque al parecer tampoco les interesaba hacerse ricos deshonrosamente.

En su fuero interno, cada uno de ellos se consideraba un «adelantado», por más que sus enemigos los tratasen despectivamente de «atrasados».

— Para sentarse en un porche a ver ponerse el sol y hablar tonterías podían haberse quedado en Cádiz — solían decir—. Allí también se pone el sol cada tarde.

Ignacio Gamarra intentó que su buen amigo y socio, Nicolás de Ovando, los expulsara de la isla alegando que daban mal ejemplo, pero al gobernador le constaba que Ojeda seguía contando con la protección del obispo Rodríguez de Fonseca, que era quien detentaba la máxima autoridad sobre las Indias Occidentales.

— Últimamente he tomado algunas decisiones que no han sido bien vistas en Sevilla, y mi puesto no está tan seguro como me gustaría, por lo que corro el riesgo de ir a por lana y salir trasquilado — dijo—. Incluso me han llegado rumores de que pretenden que me sustituya el hijo del Almirante, don Diego, y como comprenderás en semejante situación no pienso molestar a Ojeda, que ha demostrado hasta la saciedad que no es un hombre al que se pueda atacar impunemente.

— No es más que un vulgar matachín de taberna.

— Hace meses que no se bate en duelo, apenas asoma por las tabernas y la gente continúa adorándole. Los nativos siguen asegurando que es el destinado a liberarles de la esclavitud, por lo que al enfrentarme a él me arriesgo a provocar un conflicto de incalculables proporciones. ¡Lo siento! — añadió, dando por concluida la conversación—. Ese maldito enano está ahora donde tiene que estar, y lo mejor que podemos hacer es dejarlo en paz.

— Estafó a Naranjo enviándolo a buscar una isla inexistente.

— Lo cual te vino muy bien, puesto que aprovechaste su ausencia para quedarte con algunas de sus fincas de La Vega Real. Si tanta inquina le tienes, y me consta que la tienes aunque nunca he podido entender los motivos, ocúpate de él personalmente y no me mezcles en un asunto que ni me va ni me viene.

Ignacio Gamarra era suficientemente inteligente para comprender que aquél era un camino que no conducía a ninguna parte, por lo que pocos días más tarde tanteó discretamente a un tal Bonifacio Calatayud, del que se aseguraba que tenía más crímenes sobre su conciencia que pelos en la cabeza, lo cual muy bien podía ser cierto puesto que poseía la calva más reluciente y la barba más poblada de la isla.

— ¿Ojeda? — repitió el sicario, haciendo un gesto con la mano que daba a entender que no quería ni oír hablar del asunto—. ¡Ni loco! Mis hombres podrían acabar con él, eso es muy cierto; su cabaña está aislada y cuando regresa a ella en plena noche bastaría con apostarse al borde del camino con dos o tres arcabuces… ¡Pan comido!

— ¿Entonces…? ¿Dónde está el problema?

— El problema no está en matarle, sino en el loco de Balboa, el cabrón de Pizarro y toda esa cuadrilla de mendrugos que le rodean y que no descansarían hasta vengarle. ¡Lo siento! Búsquese a alguien dispuesto a que lo corten en rodajas, aunque le recomiendo que se ande con pies de plomo, porque en esta maldita isla las paredes oyen.

Gamarra llegó a la conclusión de que todo su oro no bastaba para librarse de aquel a quien tanto aborrecía, e intentó consolarse con la idea de que al fin y al cabo resultaba más satisfactorio verle hundido y arruinado que saberlo muerto.

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