Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Y a decir verdad, a gran parte de ellos no se les podía echar en cara su comportamiento: hijos del hambre y nietos de una guerra de reconquista que había durado ocho siglos, la aventura del Nuevo Mundo era una forma como otra cualquiera de escapar de la miseria, por lo que en buena lógica les apetecía mucho más regresar de tan incómoda y arriesgada expedición nadando en la riqueza que cubiertos de gloria.

Tardé en aprender que lo peor de la gloria es que tan sólo compra vanidad; el resto se paga mejor con oro. Tal vez por ello conseguí tan pocas cosas tangibles en la vida.

Uno de los mayores problemas que acosaron al Centauro de Jáquimo a lo largo de esa vida fue una casi enfermiza obsesión por mantener impoluta su fama de hombre íntegro, quizá por su necesidad de justificar que tenía plena conciencia de que desde muy joven había causado demasiado daño en estúpidos duelos sin sentido.

A su modo de ver, a un «matachín» tan sólo podía disculpársele que fuera por el mundo cortando en rodajas a quienes le provocaban, si en el resto de sus actividades se comportaba con una nobleza y honradez a toda prueba. Era como si continuamente tuviera que colocar en los platillos de una imaginaria balanza el peso de sus buenas y sus malas acciones.

Si, tal como aseguran crónicas y testigos fidedignos, participo en casi mil duelos y siempre fueron sus contrincantes quienes salieron malparados, resulta evidente que debió de verse obligado a colocar muchos pesos en el platillo opuesto de esa balanza en busca de un difícil equilibrio.

Sin embargo, nunca llegó a aprender que el precio de la honradez era demasiado alto; tanto más alto cuanto más corruptos eran quienes le rodeaban.

Y ahora allí, en Venezuela, Coquibacoa, o donde diablos quiera que hubiera ido a parar, que ningún historiador ha sido capaz de determinarlo con exactitud, se encontraba rodeado de mercaderes, mercenarios y facinerosos de la peor calaña.

«Desertores del arado y fugitivos del cadalso», solía llamarles, y le sobraba razón; entre acémilas incapaces de entender una simple orden y malandrines especializados en tergiversarlas, no había modo de conseguir que la magna empresa que se había propuesto progresara. Echaba de menos a maese Juan de la Cosa, su mejor amigo y consejero, aquel al que no había querido escuchar cuando le advirtió que estaba poniendo proa al desastre al asociarse con usureros sin escrúpulos, y el único hombre de este mundo con el que podía sincerarse.

Le había dejado en su amplio estudio abierto al mar, rodeado de extrañas anotaciones y misteriosos cálculos, empeñado en la difícil tarea de pintar lo que confiaba fuera el primer mapamundi de la historia; aquel con el que siempre soñara el egipcio Tolomeo.

— A ti te recordarán como el más valiente adelantado que haya existido nunca; a mí por este mapa… — le había dicho en el momento de la despedida—. Supongo que tu destino será morir en el campo de batalla, con una espada en la mano, pero el mío es quedarme frito sobre esta mesa de dibujo con un pincel en la mano.

¡Cuán errado estuvo el cartógrafo de Santoña en sus predicciones! ¡Cuán lejos de lo que el futuro les deparaba!

El tiempo se encargaría de demostrar, una vez más, que nada existía sobre la faz de la tierra más caprichoso que el destino.

En aquellos momentos ese mismo destino se divertía jugando a convertir a un supuesto virrey en virtual prisionero de unos supuestos súbditos que, desoyendo sus estrictas órdenes, se lanzaban de tanto en tanto a saquear los poblados indígenas de tierra adentro.

En uno de tales sanguinarios saqueos García Ocampo había tenido la suerte o la desgracia, según se mire, de hacerse con un tosco ídolo de barro cuya frente aparecía adornada con una esmeralda del tamaño de un huevo, lo cual había contribuido de forma notable a despertar aún más su ya de por sí despierta avaricia.

¡Esmeraldas!

Sus tripulantes no podían saberlo, pero los cambiantes vientos habían empujado las naves al país de la «fiebre verde», y aunque las grandes minas de las valiosísimas piedras se encontraban a muchas leguas de distancia montaña arriba, en aquellas remotas cumbres en que, según Juan de Buenaventura, «escaseaba el aire», algunas piedras habían conseguido llegar hasta la lejana costa caribeña.

Cuando regresó Juan de Vergara de su viaje a Jamaica en busca de provisiones sin haberse cruzado en su camino con la Magdalena , y su compinche Ocampo le mostró el tesoro que había descubierto en la frente de un ídolo, no dudó a la hora de ordenar que se torturara a los nativos hasta que confesaran de dónde habían sacado tan fabulosa joya.

— Es cosa de los antiguos… — señalaron los pobres interrogados—. Una tribu que huía de otra mucho más poderosa, la trajo de tierra adentro hace muchos años.

Pero la sinrazón de la avaricia no se presta a razones. Tres nativos murieron a manos de sus verdugos antes de que la noticia llegara a oídos de Alonso de Ojeda, que se apresuró a intervenir en un intento por imponer su menguada autoridad.

— ¡Ninguna esmeralda vale lo que la vida de un ser humano! — dijo.

— No se trata de seres humanos; se trata de indios.

Aquélla era la peor respuesta que se le podía dar a quien esperaba un hijo de una india, por lo que en un abrir y cerrar de ojos Juan de Vergara se encontró con la punta de una espada contra la nuez.

— ¡Discúlpate o eres hombre muerto!

A nadie le gusta que una docena de testigos asistan al bochornoso espectáculo de ver cómo se orina en las calzas, y pese a que salvó la vida a base de pedir humildemente perdón por «sus desafortunadas palabras», aquélla fue una afrenta pública que el rencoroso usurero jamás perdonaría.

Cuentan las crónicas que los dineros de Vergara procedían de un acaudalado clérigo al que había servido a lo largo de más de veinte años, y que murió de repente, los menos aseguran que de una apendicitis aguda, conocida por aquellos tiempos como cólico miserere, y los más que de un estofado de cordero con setas preparado con especial esmero por su fiel criado.

Fuera lo que fuese lo que le llevó a la tumba, también se llevó el secreto de dónde guardaba una cuantiosa fortuna en escudos de oro y algún que otro de los recién acuñados doblones, y que curiosamente aparecerían años más tarde en Sevilla como parte de la financiación de la expedición de Ojeda a Venezuela, sin que nadie mostrara un especial interés en averiguar cómo habían llegado a manos de Vergara.

Desaprovechada la opción de las perlas de isla Margarita, los socios financieros de la arriesgada aventura no se mostraban dispuestos a desperdiciar de igual modo la opción de las esmeraldas, por lo que decidieron hacer oídos sordos a las protestas del conquense.

Cuando a los pocos días éste volvió a la carga, la única salida que encontraron, y que ya tenían ensayada, fue que seis hombres se lanzaran de improviso sobre Alonso de Ojeda, lo inmovilizaran y le cargaran de cadenas encerrándole, a pan y agua, en una sucia y minúscula cabaña.

La acusación: traición.

— ¿Traición? ¿A quién?

Pedro de la Cueva, el único hombre honrado que quedaba entre tanta chusma, fue el encargado de darle una respuesta:

— Dicen que has traicionado a la Corona al establecerte en territorios de Rodrigo de Bastidas, y a ello le añaden que tuya es la culpa de las muertes, tanto de españoles como de indígenas.

— ¿Mía por qué, si siempre he intentado evitar los enfrentamientos?

— Ocampo alega que la actitud hostil de los nativos se debe a que les atacaste durante tu viaje anterior.

— ¿Y cómo puede decir semejante disparate si resulta evidente que no se trata del mismo lugar ni de la misma tribu?

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