Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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¡Y la obediencia! Siempre la ciega obediencia.

La Jinetilla no dudó en advertírselo claramente:

— Intentas comportarte como nosotros, pero cuando se presenta la ocasión no lo haces — dijo sin mostrar en absoluto acritud—. No se trata de un caso de guerra o catástrofe y a nadie perjudica que esas perlas sean cogidas, salvo a ti mismo, pero has elegido ser el perro fiel de tus señores a ser el dueño de tu destino. ¡Rezo para que no tengas que sufrir las consecuencias!

De nada valdrían tales rezos; aquélla era una ofensa que muchos estaban esperando devolver con creces. Para colmo de desgracias, en su afán de respetar las leyes y no arriesgarse a iniciar la conquista de su virreinato en tierras que ya hubieran sido reclamadas, el Centauro tomó la decisión de alejarse aún más hacia el oeste. Sin la ayuda de su fiel amigo De la Cosa, perfecto conocedor de las estrellas, las latitudes y las longitudes, no podía confiar más que en un cosmógrafo de tercera fila, Vidal, que ninguna experiencia tenía del Nuevo Mundo puesto que aquélla era su primera travesía del océano.

— ¿Nos encontramos aún en los territorios reclamados por Rodrigo de Bastidas? — insistía Ojeda una y otra vez.

— Lo ignoro, capitán. Todas estas selvas, cabos y ensenadas se parecen tanto entre sí que resulta imposible determinar en qué punto de la costa concluyó su andadura. Ni siquiera con un mapa conseguiría determinarlo con total exactitud, y no contamos con ningún mapa.

— Continuemos pues hacia el oeste.

Cada día de navegación eran nuevas leguas que les separaban de las ansiadas perlas de Margarita, y por tanto otro día en que aumentaba el descontento de sus hombres.

Por fin, consciente de que si continuaba navegando sin destino las tripulaciones acabarían por amotinarse, el Centauro decidió desembarcar en una región agreste y desolada en la que los indígenas no tardaron en mostrar una actitud decididamente hostil.

No era un lugar apropiado para fundar la capital de un glorioso virreinato, y en nada se parecía al Edén que habían encontrado en la fabulosa Venezuela, pero al Centauro de Jáquimo no le quedaba otra opción que establecerse allí, o regresar a Margarita traicionando sus promesas a la reina.

— Ni una legua más al oeste… — le habían advertido en tono amenazante Ocampo y Vergara a poco de poner pie en tierra—. Aquí parece haber rastros de oro y aquí nos quedamos.

Eran dos votos contra uno.

Había oro, en efecto, pero en tan poca cantidad y de tan baja calidad que era necesario trabajar muy duramente para extraerlo, o luchar con demasiada ferocidad con el fin de arrebatárselo a unos esquivos indígenas que apenas lo usaban como sencillos adornos.

Se inició un largo y doloroso calvario de incierto futuro en un desesperado intento por alzar una «ciudad» en el lugar menos apropiado que nadie hubiera podido elegir.

A los dos meses de luchas, trabajos, discusiones, sinsabores, penalidades, escaramuzas, emboscadas, muertes y desgracias de todo tipo, una lluviosa mañana hizo su aparición una especie de espantajo humano, mitad español y mitad indio, que dijo llamarse Juan de Buenaventura, y al que Rodrigo de Bastidas había abandonado años atrás en una selvática región de la actual Santa Marta, en las costas de Colombia.

Había convivido todo ese tiempo con los indígenas, aprendiendo su idioma y sus costumbres, pasando hambre e infinitas calamidades, y lo primero que dijo contribuyó en mucho a aumentar las tribulaciones del ya más que atribulado Alonso de Ojeda.

— Me temo, capitán, que os habéis establecido dentro de los límites de la gobernación que la Corona otorgó a Rodrigo de Bastidas. Todas las obras de fundación de una ciudad que estáis realizando pasarán a ser de su propiedad el día de mañana, y por contento podréis daros si no os denuncia por invasor e intruso.

— ¡No le creo capaz!

— ¡Pues creedlo! Es un hombre muy celoso de su autoridad, y aunque no suele tener mal carácter se encuentra muy influenciado por su lugarteniente, Juan de Villafuerte, que es un redomado hijo de puta. Por una simple trifulca en la que ni siquiera corrió la sangre, obligó a Bastida a que me abandonara al más cruel de los destinos: vivir en un infierno verde.

— ¡Loado sea Dios!

— Dios todavía no se ha dejado ver por estos lares, capitán, os lo aseguro — replicó con amargura el desterrado—. Llevo años buscándolo y aún no me ha dado la menor señal de que se haya dignado pisar Tierra Firme.

— ¿También tú eres de la opinión de que nos encontramos en un nuevo continente?

— ¿Y qué otra cosa puede ser si los nativos hablan con frecuencia de poderosas tribus riquísimas en oro y esmeraldas que habitan a dos meses de marcha, más allá de imponentes cordilleras eternamente nevadas? — Buenaventura hizo un expresivo gesto con las manos alzándolas hacia el cielo, pues de su estrecha relación con los nativos había tomado la costumbre de explicarse con grandes aspavientos—. ¿Os imagináis qué altura deben de tener esas montañas si jamás pierden la nieve pese a encontrarse en una zona donde todo el año persiste este increíble calor?

— ¿Dos meses de marcha? — repitió el de Cuenca, como si le costara admitir que ello pudiera ser posible—. ¿Estás seguro de que dijeron dos meses?

— Seguro, capitán. Fueron muchos y de muy distintas tribus los que me contaron la misma historia, y aunque es cierto que son gente asaz exagerada y mentirosa, los datos que he ido obteniendo aquí y allá de distintas fuentes me obligan a aceptar que, en efecto, al suroeste, en una remota región extremadamente montañosa, existen ciudades cuyas casas tienen los techos recubiertos de láminas de oro.

— ¿Podría tratarse de ciudades de la China? — Ante la muda negativa del otro, insistió—: ¿Por qué no?

— Porque sus habitantes son cobrizos, no amarillos; ningún salvaje que yo conozca ha oído hablar nunca de hombres blancos, negros o amarillos.

— ¿O sea que nos encontramos en un continente que nada tiene que ver con Europa, África y Asia?

— Eso lo dice usted, capitán, que yo poco entiendo de continentes ni de apenas cosa alguna que sirva para nada. A los quince años abandoné por piernas Ronda por culpa de una pelea, a los diecisiete embarqué en mala hora por culpa de otra trifulca, y dos meses después me abandonaron en tierra de salvajes.

— Por culpa de una tercera riña.

— Ciertamente. Por desgracia, y pese a que soy un muchacho de carácter apacible, en cuanto bebo media jarra de vino se me nubla el sentido, pierdo el control de mis actos y saco a relucir la navaja a las primeras de cambio.

— Suele suceder… — admitió el de Cuenca—. Al igual que cierta clase de mujeres, el alcohol tiene la virtud de amansar a los violentos y el vicio de excitar a los pacíficos… — El Centauro soltó un suspiro de resignación antes de reconocer a su pesar—: Por desgracia, a lo largo de mi vida me he topado con muchos de esos mentecatos a los que el vino transforma en lo que no son, a tal punto que en cuestión de minutos pasaron de ser de alegres vivos a tristes difuntos.

— Vuestra fama como invencible espadachín ya era conocida allá en Ronda cuando yo apenas levantaba un palmo del suelo.

— La fama ha sido siempre uno de mis peores enemigos, muchacho, pero dejemos un tema que pertenece al pasado. ¿Crees que se podría llegar por mar a esas fabulosas ciudades de casas con techo de oro?

— No, que yo sepa. Y ni siquiera a través de ríos, que por aquí son increíblemente caudalosos. Por lo que tengo entendido, aquéllos son territorios especialmente agrestes y en los que jamás podría vivir un cristiano.

— ¿Y eso a qué se debe?

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