Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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El hombre que tantas veces había demostrado ser el más valiente entre los valientes, se dejó derrotar por los cobardes.

Si en alguna ocasión la pluma se ha mostrado en verdad más poderosa que la espada, Alonso de Ojeda fue el mejor ejemplo, porque el ladino documento que Vergara y Ocampo le colocaron ante los ojos y que firmó con el entusiasmo de quien se imagina estar empezando una nueva vida en compañía de alegres camaradas, era tan confuso y estaba redactado con tanta habilidad por parte de un corrupto escribano ducho en tergiversar las ideas doblegando a su gusto las palabras, que cinco siglos más tarde continúa sirviendo de claro ejemplo para los estafadores.

Cuentan, aunque no se sabe si realmente es cierto, que fue el propio Ojeda quien, tras sufrir semejante descalabro y conocer más tarde la traición del florentino Amerigo Vespucci, pronunció la conocida frase:

Del agua mansa líbreme Dios, que de la revuelta ya me libraré yo.

Incapaz de ver la mala fe de quienes le rodeaban, el conquense sorteó con éxito las peores galernas, pero naufragó en aguas aparentemente tranquilas.

Tal como le señalara años más tarde su fiel amigo Juan de la Cosa, «nada hay más fácil que embaucar a un soñador y ésa es la razón por la que te engañan tanto. Tan sólo sabes asentar los pies en tierra en el momento de empuñar una espada».

El viaje estuvo marcado desde el inicio por un extraño maleficio que comenzó en cuanto abandonaron la isla de La Gomera, ya que al atardecer una gaviota negra se posó en los obenques de la carabela Magdalena , en la que navegaba Ojeda y estaba mandada por su sobrino Pedro.

Nadie había visto jamás una gaviota negra, lo cual espantó a los hombres, que comenzaron a clamar asegurando que pronto naufragarían, pese a que un grumete canario insistió en que aquello no era en realidad una gaviota sino una pardela, un ave de aspecto muy parecido a las gaviotas pero de un color grisáceo, muy abundante en los acantilados del archipiélago.

Por alguna extraña razón al animal en cuestión le había salido el plumaje más oscuro de lo normal, pero, según el gomero, no había razón para tomárselo tan a pecho.

— Así como las gaviotas resultan incomibles — dijo tratando de calmar los ánimos—, los polluelos de pardela están considerados un manjar entre los habitantes de las islas, que se arriesgan trepando por los farallones en busca de las cuevas en que anidan. No es de buenos cristianos creer en brujerías cuando los fenómenos, por extraños que parezcan, tienen una sencilla explicación.

Pese a la lógica de sus comprensibles argumentos, muchos consideraron que algo malo iba a sucederles debido a que el maldito bicho, gaviota, pardela o lo que fuera, se había posado en la nave y permanecido allí hasta bien entrada la noche.

Tres días más tarde les sorprendió una borrasca, con lo que el Centauro se vio obligado a encerrarse en su camareta sin posibilidad de relacionarse con una tripulación reclutada en su inmensa mayoría por Ocampo y Vergara, y animada por tanto de su mismo espíritu mercantilista. Para aquellos hombres, Alonso de Ojeda no era el mítico caudillo que habría de conquistar un reino, sino alguien con el que no se sentían identificados y cuya única misión era conducirles a un lugar donde podrían satisfacer sus ansias de rapiña.

Debido a ello se enfurecieron cuando al avistar al fin la isla de Margarita, en la que pensaban obtener un abundante botín en gruesas perlas, el de Cuenca les recordó que los reyes le habían prohibido expresamente desembarcar en ella puesto que era un territorio reclamado tanto por el Almirante como por el adelantado Rodrigo de Bastidas.

— ¿Y quién va a saber que hemos estado aquí? —protestó De Vergara.

— Yo — replicó con firmeza—. Y con ello me basta.

— Pero ni el Almirante, ni Bastidas ni nadie puede alegar derechos sobre territorios de las Indias sin haber hecho fundaciones y haberse asentado en ellas. ¡No es justo!

— No se trata de lo que reclamen Rodrigo de Bastidas o el Almirante; se trata de lo que ordena la Corona. Si no respeto sus leyes, ¿qué derecho tengo a reclamar el reino que tan graciosamente me han ofrecido? Sigamos pues, que ya encontraremos riquezas que nadie más reclame para sí.

Resultaba muy duro navegar por unas aguas increíblemente cristalinas sabiendo que allí mismo, bajo las quillas, yacía un tesoro de incalculable valor que tal vez nadie acudiría nunca a recoger.

— Mala aventura es ésta en la que nos esperan infinitas calamidades, y encima no podemos compensarlas con un lógico beneficio — mascullaban los hombres en los sollados—. ¿A qué hemos venido?

Como buena haitiana, Isabel no entendía que nadie pudiera tener semejante interés por algo tan inútil como las perlas, pero menos aún entendía que existiera una ley que prohibiese que quien quisiera se lanzara de cabeza al agua y las cogiera.

— Si el mar está aquí desde antes de vuestra llegada, y las ostras crecen libres en el fondo, ¿por qué alguien se considera dueño de ese mar y de esas ostras? — inquirió en verdad perpleja—. Alcanzo a entender, aunque no demasiado, que los agricultores de Santo Domingo reclamen la propiedad de los frutos que producen los campos que han labrado a base de mucho sudar, pero que yo sepa, ni el Almirante ni ese tal Bastidas han plantado esas ostras bajo el agua; nacieron por sí solas, por sí solas producen las perlas y por sí solas morirán sin que nadie las aproveche.

Constituía en verdad un empeño harto difícil explicarle a una indígena, por muy bien que dominara el castellano, que para los habitantes de la vieja Europa todo, ¡absolutamente todo! debía tener un dueño porque ése era el orden establecido, aunque no se supiera por quién, cuándo, ni dónde.

— Si en nuestra sociedad no existiera el concepto de propiedad, reinaría el caos — le explicó Ojeda.

— En Quisqueya nunca ha existido ese concepto y el caos únicamente reina desde que llegasteis los españoles afirmando que esto pertenece a éste y aquello a aquel otro — replicó ella—. Cada tribu vive en un territorio, pero nadie se opone a que una familia de otra tribu se establezca en él si acude en son de paz. Y cuando los huracanes destrozan las cosechas en una zona, sus habitantes se trasladan a otra que no haya sufrido daños, y los que allí viven comparten con ellos lo que tienen porque es probable que al año siguiente la región afectada sea la propia… ¿De qué te sirve ser dueño de los mejores frutales si el huracán los destruye y tu vecino no te ayuda? Te morirás de hambre igual que si nunca hubieras tenido nada.

Isabel, o Jinetilla, como al conquense le gustaba llamarla en la intimidad, se había convertido en la esposa legal del adelantado, no sólo a causa del ruego de la reina, lo cual evidentemente debió influir de forma positiva, sino sobre todo porque Ojeda sabía que la mayoría de los colonos que convivían con nativas continuarían considerándolas meras concubinas sin derecho alguno hasta que comprobaran que personajes de auténtico prestigio en el Nuevo Mundo accedían a casarse con ellas.

Y también sabía que, si bien muchos no se decidirían a hacerlo por simple respeto a esas mujeres, tal vez lo harían por los futuros derechos de los hijos habidos con ellas, puesto que no se reconocía su legitimidad como herederos, e incluso como hombres libres, a aquellos niños cuyos padres no estuvieran casados por la Iglesia, por lo que se les proporcionaba el mismo trato que al resto de los indios.

Y ese trato se prestaba a múltiples y complejas interpretaciones.

Pese a que la Corona hubiera ordenado bajo pena de muerte que se devolvieran a La Española a todos los indios que había traído Colón en sus primeros viajes, aboliendo al propio tiempo cualquier tipo de esclavitud y estableciendo, sin dar pie a la menor duda, que los nativos gozaban de los mismos derechos y deberes que los españoles, lo cierto es que al otro lado del océano las cosas solían interpretarse de forma muy diferente.

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